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"Eduardo Anguita o la búsqueda de la palabra"

Ismael Gavilán (1)
El Navegante Nº1, Santiago, 2005


En el transcurso del siglo pasado, nuestro país dio a luz una serie de poetas que tanto en el ámbito nacional como extranjero han tenido y tienen un renombre indesmentible. Sólo como ejercicio repetitivo es dable enumerar a Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha y a muchos otros, verdaderos pilares sobre los que se levanta la poesía en castellano escrita entre nosotros. A su vez, ellos constituyen el horizonte dentro del cual las promociones más jóvenes se mueven como contraste, exploración y desafío. Por eso, los últimos ochenta años de poesía escrita en nuestro país, nos ofrecen una constelación de poetas cuya riqueza y variedad expresiva, sólo como conjunto, es asombrosa. A los ya tradicionales "cuatro grandes", habría que agregar una pléyade que se extiende desde Humberto Díaz Casanueva hasta Juan Luis Martínez y Raúl Zurita. No es que con ellos se desee poner límites de imaginación y vida, son simplemente nombres de una frontera irrisoria y fluctuanteque se expande más allá de sí misma. De aquel modo, este abigarrado conjunto de poetas de registro tan diverso y al que la prudencia evita llamar tradición (a menos que efectuemos un concienzudo examen de lo que aquel término conlleva al momento de traerlo cual comodín a nuestras disquisiciones de lectura y crítica) ha sido base para lanzar el tan popularizado dictum "Chile, país de poetas". Pero un lector que se precie, un lector con mínima atención, no debe cerrar los ojos ante esto de modo acrítico, sino más bien, es preciso que determine una serie de nombres, publicaciones, fechas y manifestaciones para que rescate para sí mismo lo que Matthew Arnold llamaba las "piedras de toque", es decir, los puntos de inflexión donde converge toda lectura como singularidad significativa(2).

El babélico andamiaje de la crítica actual debiese estar al nivel de dilucidar con adecuación las configuraciones poéticas valederas. Armar de este modo la lectura de un corpus excepcionalmente extenso como lo es el de la poesía chilena del siglo XX, significa llevar a cabo una tarea de seria meticulosidad. Sin embargo, esa tarea, aún en ciernes, deviene como categorización generacional o se difumina tras los luceros del día.

En este contexto, la figura y obra de Eduardo Anguita -nacido en 1914 y fallecido en 1992, y a quien se le incluye en la "Generación del '38"- revela una inadecuación silenciada con generalidades: en su poesía se ve la consumación de formas heredadas de la vanguardia de principios de siglo, transmitida esencialmente por Vicente. Huidobro y a un poeta situado dentro de los márgenes del catolicismo.

La crítica, a su vez, ha sido poco generosa y sin contar breves referencias que aparecen fantasmagóricas en Fernando Alegría, Cedomil Goic, Francisco Santana, Enrique Anderson-Imbert, Jorge Elliot o en los artículos de José Miguel Ibáñez, sólo restan el acercamiento de Pedro Lastra y Enrique Lihn, el iluminador diálogo con Juan Andrés Piña o el trabajo más reciente de Andrés Morales(3). Esta situación muestra un rostro desnudo que ya hace nueve años evidenciaba Pedro Lastra en el prólogo a la segunda edición de Poesía entera (1994):

"(...) después de un recorrido -aún fragmentario y parcial- por la poesía de Anguita, sorprende que una personalidad literaria tan rica, variada y compleja haya sido casi ignorada en el espacio crítico de su país y del todo fuera de él: es cierto que los artículos apreciativos de José Miguel Ibáñez y el diálogo con Juan Andrés Piña son excepciones valiosas que ponen a prueba una regla sombría del ocultamiento y la pereza, pero es muy poco lo que puede agregarse a ellas"(4).

En este panorama escasamente auspicioso, nunca faltó el reconocimiento de los pares de Anguita hacia su obra. Tal vez aquel reconocimiento sea el más preciado y el que realmente importe: el diálogo poético entre poetas.

Por lo demás, muchos como yo, que bordeamos los treinta y que iniciamos nuestros escarceos poéticos a principios de la década de los noventa, no pudimos eludir, si pretendíamos apropiarnos de una eventual tradición poética chilena, la figura y obra del autor de Venus en el pudridero. Y aquí, espero se disculpe una experiencia personal: en 1991 encontrar poemas de Eduardo Anguita era un acontecimiento épico. Al igual que Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva u Ornar Cáceres, la rareza era el hallazgo feliz de la complicidad secreta. Por eso, descubrir la edición facsimilar de alguno de sus grandes textos (El poliedro y el mar o La visita, por ejemplo) o la edición príncipe de Poesía entera que data del ya mítico 1971, era un triunfo mayor. Si bien es cierto que desde 1988 existía una edición de La belleza de pensar que reúne sus inestimables artículos y notas, la poesía, siempre ausente, parecía relegada en antologías o a encuentros esporádicos que sólo algunos bienaventurados poseían.

Una situación así, excita la imaginación, prende la pasión por lo desconocido y sirve de antidoto al sancionado ambiente donde se forma un joven poeta. Pues para muchos, la lectura de Anguita no significó hurguetear arqueológicamente en un pasado que no conocimos para traerlo a presencia. Tampoco, en su momento, fue una especie de llamado o deber de rescate como sucedería años después con la obra de Rosamel del Valle.

Tal vez lo que nos asombraba y que a mí me sigue asombrando, era ver que en la poesía de Anguita se cumplían y se cumplen una serie de requerimientos expresivos cuya precisión es abrumadora.

Más que un ejercicio de historia poética, más que un dique estilístico, real y necesario ante la marea subyugante de Parra o Lihn, la poesía de Anguita ha sido la luminosidad de una experiencia. Dar cuenta de ella no es fácil, sobre todo cuando se volatiliza en el contraste de otras lecturas y cuando se nos exigen pruebas que validen el asombro.

Pues bien, yo caracterizaría a la poesía de Anguita como una búsqueda de la Palabra y, por ende, como la autoconciencia de esa búsqueda. Decir esto parece bordear el lugar común en que todo poeta trabaja. Pero en el caso de Anguita, las implicancias de esa búsqueda no se reducen a meras especulaciones en abstracto o a gestos aislados en la intensidad de su breve obra: abarcan a nuestro modo de ver, su totalidad que, al no erguirse monolítica, se diversifica de manera tal que nos incita a apreciarla como la labor de distintos autores: el Anguita aprendiz de hechicero que lleva a su conclusión lógica los presupuestos creacionistas de Huidobro; el Anguita del poema breve y descentrado que anticipa con audacia los hallazgos de la antipoesía parriana; el Anguita del singular equilibrio formal al escribir sonetos o el doliente "Mester de Clerecía en memoria de Vicente Huidobro"; el Anguita de esos poemas extensos y reflexivos, verdaderos poemas-constelación en que palabra e idea son una sola cosa y donde la inteligencia especulativa se amolda al canto intenso; el Anguita de los poemas finales, de esos poemas religiosos de concentrado misterio (y por qué no, también humor) metafísico(5).

Esta diversidad que es en el fondo una manera variada de una misma escritura poética y que evidencia los caminos en búsqueda de la Palabra, tiene él denominador común de una autoconciencia que se exige en sus hallazgos formales, una autoconciencia de límites expresivos y que aprecia que más que un jugueteo retórico de exploraciones lingüísticas, lo que desea, para ser efectivamente valedera, es la posibilidad real de transformación de la vida.

En este sentido, la poesía de Anguita comparte el temple de sus congéneres que hurgan el cambio de signo en la vida y el mundo: la "Generación del '38" que se agrupa y distiende en un ritmo propio y que constituye un ambiente y grupo heterogéneo, con una voluntad de actuar, de transformar la realidad y la conciencia, grupo y/o generación donde coexisten diversas personalidades antagónicas y diferenciadoras, tales como Miguel Serrano, Gonzalo Rojas, Omar Cáceres, el grupo La Mandrágora, los poetas reunidos en torno a Tomás Lago, Juan Emar, Volodia Teitelboim y otros. Todos ellos quieren ir más allá del hecho literario, deseando encarnar el famoso decir de Rimbaud, "hay que cambiar la vida". Ciertamente la época con sus tribulaciones, lo solicitaba: la Guerra Civil Española, el triunfo del Frente Popular, los nacientes conflictos sociales que desembocarían en los sesenta, el impacto de la Segunda Guerra Mundial. Como indica Anguita, "por primera vez se vivió en Chile la totalidad de una generación. Hubo ecumenismo en los grandes problemas y conflictos humanos con resonancia en la producción literana"(6).

Es una época de guerrilla intelectual y literaria, donde con ese afán de cambiar la realidad, los diversos grupos y/o personalidades, polemizan entre sí con el fervor extático de quien cree llevar a cabo una misión. En este contexto, el testimonio de Anguita es de interés, pues el poeta propicia un grupo, David, que sería receptáculo de ese implacable examen de unir vida y poesía:

"DAVID se propone mediante un trabajo de vaciar la realidad primero y luego a través de una proyección voluntariosa de la visión sobre el vacío, crear el estilo de objetos y de actos que funcionen orgánicamente a semejanza del hombre mismo y en cuyo espacio y eternidad, esté la persona misma incorporada tanto en su acrecentamiento como en su consumación (...) lo inicial era la negación previa, la ruptura (...) esa ceguera voluntaria, inicial, ese nihilismo está en la base de muchos movimientos (...) Hay que vaciar categorías mentales. Uso arbitrario de los utensilios: vasos, sillas, casas. Trastornarlo todo. Usar las copas de champagne para lavarse los dientes. Levantante a las dos de la madrugada, acostarse a mediodía. Otros vestuarios, otras costumbres, otro lenguaje. El color rojo como luto, etc. (...) no nos contentábamos con dejar a la poesía reducida a una formalidad verbal o estética, debía inspirar cosas, casas y actos (...) formar un estilo (...) otorgar sentido al mundo"(7).

A más de sesenta años de ese intento,"nos quedan una serie de poemas que testimonian con intensidad e inteligencia el afán transformativo de lo real en y por la poesía. Para nosotros, lectores de Anguita, significa rastrear en su escritura esa trama de cambio y transfiguración, ¿pero dónde hacerlo?, ¿dónde hallar el punto que nos adentre en el secreto que promete?

Transformar la vida es crearla nuevamente, es dilucidar su recreación en y por la palabra, viendo hasta qué lugar lleva esa corriente aventurera a nuestra imaginación.

Cuando hablamos de crear y recrear la vida en la Palabra, que ésta inocule a ésa en la intimidad más fecunda, en el intercambio titánico de lo humano ante el mundo para que apreciemos el fulgor maravilloso que surge de aquel nuevo albor, imposible es dejar de pensar en Huidobro. Así, de lo primero que nos percatamos es de la vinculación de Anguita con el poeta de Temblor de cielo. Y en este punto debemos ser sutiles y enfáticos: si pensamos la relación de ambos poetas, exclusivamente como la relación maestro-discípulo, la imagen que sobrevive sólo sería una valoración superficial y equívoca. Por diversos testimonios, sabemos que Anguita frecuentaba asiduamente la tertulia de Huidobro y también ponía atención a las sugerencias respecto a la conveniencia de ciertos proyectos literarios como la publicación de la famosa Antología de poesía chilena nueva, en 1935. Pero no habría que creer que esta relación significaba la esterilidad creativa o el quiebre de la personalidad. No, el influjo de Huidobro hay que rastrearlo más en tina actitud que en una imitación:

"El despertó una sensibilidad, que iba a responder admirablemente e instauró, por otra parte, una dignidad de oficio que antes de él no existía para los trabajos poéticos. A la indisciplina, desgraciadamente muy nuestra, opuso el rigor y la inteligencia (...)" (8).

Sin embargo, de esa misma actitud se desprende algo que a nuestros ojos evidencia la individualidad indiscutible de la poesía de Anguita, lo que la hace tan peculiar en el concierto poético de nuestro país y la vuelve audible sólo para quienes tengan oídos para oír. Líneas más arriba di a entender que la búsqueda de la Palabra en esta obra se manifiesta en la diversidad que asumía en los distintos tonos de escritura que exploraban sus posibilidades expresivas. Pues bien, a pesar de toda esa diversidad (o a causa de ella misma tal vez), a pesar de todos los posibles poetas que puedan habitar esta escritura de fulgor ardiente, quizás un centro es verificable, un centro sea hallable como punto de encuentro hacia lo que es y sería el desarrollo de esta escritura y desde donde, a nuestro juicio, se articularía, comprensivamente, la autonomía diferenciadora de sus rasgos particulares. Ese centro es donde la palabra puede buscarse a sí misma... y encontrarse, contemplarse ante un espejo y caer difuminada en el solo acto de decirse, en el solo acto de enunciarse. Es el lugar de la autoconciencia extrema, que lleva como conclusión necesaria su disolución y que es, ciertamente, la consecuencia lógica del creacionismo huidobriano, pero superándolo con creces, pues auna en su gesto, tanto la especulación entorno al lenguaje como la imposibilidad de trazar presencia, logrando así, una victoria pírrica de expresividad consumada.

Ese lugar es el poema "Definición y pérdida de la persona". Éste es uno de los más extensos poemas de Anguita, escrito en 1940 y publicado por primera vez en 1948 en la antología 13 poetas chilenos de Hugo Zambelli. Posteriormente, su autor lo incluyó en Anguita: cinco poemas (1951) para, veinte años después, agregarlo a la primera edición de Poesía entera. Luego fue publicado de modo individual por Editorial Universitaria en 1988 para finalmente también ser incluido en la segunda edición de Poesía entera (1994).

En lo que sigue nos adentraremos en este poema para dilucidar a través de sus características internas aquel centro del que hablábamos. Ahora bien, Anguita se refiere a este poema como el más difícil y abstruso salido de su pluma del que manifiesta que es imposible toda explicación. Al enfrentarnos a él, renemos, por un lado, el silencio que el propio poeta levanta en torno al poema y, por otro, la rareza exegética que le rodea.

¿Qué tipo de espacio o lugar construye el hablante en "Definición y pérdida de la persona"? Para intentar responder a lo anterior hay que considerar al poema en su totalidad, identificable en tres partes: el epígrafe, el prefacio y el poema en sí mismo.

EL EPÍGRAFE

"Pero en chozas habita el hombre, como se oculta en un pudoroso vestido, pues mientras más interior es él, más precauciones toma y conserva el espíritu, tal como la sacerdotisa la llama santa, ésa es su razón. Y es porque tiene Albedrío todo Poder y Arte, de cumplir o no cumplir el más terrible de los bienes, la Palabra, dada al hombre a fin que, semejante a los dioses, creando, destruyendo y desapareciendo y regresando a la eternamente viviente, la Maestra y Madre, pruebe lo que ha heredado, lo que aprendió de ella, su cosa muy divina, el todo conservador Amor" (9).

Ésta es una cita de Friedrich Holderlin, un fragmento que es uno de los de este poeta alemán del que se sirve el filósofo Martin Heidegger para indagar la esencia de la poesía. En un famoso ensayo que lleva justamente el título "Holderlin y la esencia de la poesía" (10) se intenta aclarar en qué consiste la poesía y lo poético. Con toda su terminología fenomenológica-hermenéutica, el filósofo se da a la difícil misión de resolver el enigma con el apoyo que le brindan los textos de Holderlin. El que Anguita antepone a "Definición y pérdida de la persona" como epígrafe, corresponde al segundo fragmento que utiliza Heidegger para su reflexión. En él, el filósofo nos hace guiar la mirada hacia tres preguntas que se esbozan en el fragmento mismo: ¿de quién es el lenguaje un bien?; ¿hasta dónde es el más peligroso de los bienes?; ¿en qué sentido es en general un bien?

Lo primero que hace resaltar es que el fragmento es un bosquejo de un texto mayor que debe decir quién es el hombre a diferencia de otros seres de la naturaleza. Señala el filósofo:

"Aquel que debe mostrar lo que es. Mostrar significa por una parte patentizar y por otra que lo patentizado queda en lo patente (...) ¿Qué debe mostrar el hombre? Su pertenencia a la tierra. Esta pertenencia consiste en que el hombre es el heredero y aprendiz de todas las cosas" (11).

Heidegger indica que estas "cosas" se hallan en conflicto, apuntando a que lo que Holderlin llama intimidad es la manifestación de pertenencia a ese conflicto. La manifestación de pertenencia acontece mediante la creación de un mundo, así como por su nacimiento, su destrucción y su decadencia. También indica el filósofo que, al ser testimonio de esa pertenencia, el ser humano en totalidad acontece como historia y esto lleva a que se plantee el porqué del lenguaje como el más peligroso de los bienes:

"Pero el hombre expresado en virtud del habla es un revelado a cuya existencia como ente asedia e inflama y como no ente engaña y desengaña. El habla es lo primero que crea el lugar abierto de la amenaza y del error del ser y la posibilidad de perderlo, es decir, el. peligro" (12).

Esto nos lleva a considerar que el habla, tomado como lenguaje, le está dado al ser humano para custodiarlo. En el habla puede llevarse a la palabra a lo más puro como también a lo más común e indeciso. Esta ambigüedad hace que sea peligrosa. Eso lo revela Heidegger del siguiente modo:

"Sólo hay mundo donde hay habla, es decir, el círculo siempre cambiante de decisión y obra, de acción y responsabilidad, pero también de capricho y alboroto, de caída y extravío" (13)

En este acercamiento a través de Heidegger al epígrafe, se nos muestra una idea central: la palabra como bien del hombre es peligrosa en su ambigüedad, pues permite crear y destruir. Ahora bien, si conservamos esta noción escatológica que Heidegger otorga al fragmento de Hólderlin y que, de algún modo, es un punto de referencia para la comprensión del poema de Anguita, podemos llegar a apreciarlo como planteamiento de construcción y destrucción a través de la palabra. Si atendemos al título del poema encontramos una singular analogía entre definir y construir, perder y destruir. Esta virtual unión de significados a partir del título nos conduce a considerar las palabras que inician el epígrafe: la choza, es decir, el espacio de refugio donde puede establecerse la serenidad necesaria para atisbar una plenitud poética.

Evidentemente no es casualidad que esas palabras principian el fragmento que va de epígrafe en el poema, siendo un prisma desde el cual es posible leerlo. Sin embargo, es necesario continuar con el prefacio, pues allí se encuentra el modo en que se articula la actitud del hablante que se desarrollará a posteriori.

EL PREFACIO

El prefacio del poema es un singular modo de teorizar acerca de lo poético, es un planteamiento que se realiza ante el poema. Aunque no lo explica, es una lectura sobre las palabras e imágenes que han sido convocadas para su constitución.

El punto primordial eme permite articular las nociones de definición y pérdida es la idea de éxtasis. Si nos detenemos en ella, veremos que es una vivencia religioso-mística de la más alta categoría, pues trata de manifestar el encuentro que se lleva a cabo con la divinidad, con lo Otro. Es el cercioramiento que se actualiza en una transformación que tiene lugar cuando el sujeto deja lo cotidiano a través del goce beatíficamente extraordinario de unión amorosa con lo divino. El éxtasis es el estado a que, con suspensión del ejercicio de los sentidos, se eleva el alma, atraída por el amor de Dios. Es un estado dominado por un intenso sentimiento de admiración.

Ahora bien, si atendemos el prefacio, hallaremos que el éxtasis del hablante es en definitiva una autoconciencia: un saberse a sí mismo en un estado extraordinario donde se experiencia la transformación:

"Nuestro cuerpo mismo se transfigura; mirado desde arriba, tal vez aparezca como una piedra iluminada cayendo desde el pasado o, mejor dicho desde el tiempo, ferozmente transparente y como bajo el dominio de la mirada de la cámara lenta" (14).

El que el hablante viva el éxtasis como transformación es la conciencia de su labor. En el éxtasis se manifiesta una especie de sacrificio: el momento en que se intenta esclarecer la definición y la pérdida. Cabe preguntar: ¿definir y perder qué cosa? Pues, el cuerpo que se transforma. Si atendemos a estos dos movimientos como uno solo se podrá comprender el radical ejercicio que significa metafóricamente la acción del hablante dentro del texto:

"Mi éxtasis consta de dos movimientos, aparentemente opuestos, pero que en realidad integran un solo estado. Se desconocen, primero, los objetos, las formas del mundo; se duda, no intelectualmente, sino con todo el ser del ritmo del árbol, por ejemplo; se encuentra todo arbitrario: el mundo es una forma vacía y casi inexistente (...) fuego, uno, iluminado por esa luz esencial que debe ser muy semejante a la de Dios en víspera de la creación empieza a definir, a coincidir con los objetos (...) Al final el poema se plantea como pérdida. Es la libertad de morir y vagar, por fin, después de haber verdaderamente vivido"(15) .

La acción será desarrollada en la medida en que esta transformación sea un ejercicio activo. Esto quiere significar: construir con la palabra poética, es decir, aventurarse a elaborar un cuerpo hecho de lenguaje en la medida en que el sujeto de la enunciación despliega paulatinamente la aparición de imágenes corporales, tales como cabeza, manos o vientre.

Como en el poema "El Gólem" de Borges, asistimos a una creación desde la Palabra en las palabras. Veremos de inmediato que cada una de las secciones del poema, marcadas con un subtítulo al borde de la página (signo que interpretamos como demarcación consciente del hablante) estarán organizando una jerarquía y en ella a este cuerpo hecho de lenguaje. Este será el espacio que el hablante construya al convocar para cada sección, imágenes diversas. Será un cuerpo hecho de palabras que revelará su pertenencia a un acto de transformación.

EL POEMA EN SÍ MISMO

Subdividido en once partes, el poema va haciéndose a medida que es convocada para cada una de las secciones, alguna parte del cuerpo. La primera sección se llama La vida se ha retirado. Aquí se muestra un espacio específico: la casa.

En la gran casa vacía hay luz, una luz vacía, dura, de una irritante serenidad. En la casa no hay ruidos: Usted puede mirar por los pasillos, por las escaleras (16)

En ese espacio aparece la palabra HAY que es tránsito entre el cercioramiento de las cosas y el hablante mismo que se incluye en esa categoría al vislumbrar su configuración futura:

Hasta uno entra en la palabra hay, con una claridad que daría miedo si uno existiera. (17)

Luego tenemos que lo que sigue es la conciencia de un hablante que entra en esa palabra tan sugestiva y que a partir de ahí comienza a mirar la exterioridad:

Miramos el sillón gastado sobre el cual una ráfaga de sol descansa (...) Todo brilla tanto, es tan exterior, pero, / Tan misteriosamente exterior (18).

En la segunda sección Sentado se revela el inicio de la definición del cuerpo:

Ese cuerpo está sentado (...) No sabemos nada de él sino que está sentado; y algo sabemos ya de esto(19).

El estar sentado es el comienzo inerte de un ser que en nada se diferenciaría de la estancia ya descrita. Pareciera que su estar-ahí refleja nada más que una masa informe. Sin embargo, aparece la cabeza asociada a la letra:

(...) imaginaos una letra amenazante, hirviente. dirigida y suspensa por un misterioso vastago interior cuyo... (20).

La cabeza se muestra como la parte que dirige el cuerpo y, al mismo tiempo, surge como una relación que la vincula con la noción de peligro que anunciaba el epígrafe de Hólderlin. ¿Por qué aquella asociación? Dice el poema:

(...) esta letra que relampaguea y cuya virtud es poder ATERRORIZAR A LOS SERES INANIMADOS, ... (21).

El peligro es tal porque la letra es destructora de la inmovilidad precedente, apostando, por su categoría relampagueante, al movimiento y, a través de él, al desenvolvimiento del lenguaje. La cabeza es la que guía, la que ilumina y está en posición privilegiada respecto al resto del cuerpo. Esta cabeza-letra es una imagen que surge como respuesta al cuerpo amorfo.

Los ojos es la sección que, inmediatamente después, articula la resonancia del vacío anterior, resonancia que se sustenta en la cabeza al concebir a esta última como una casa y una columna que gira:

En esta casa hay, en alguna pieza, sobre alguna silla / (...) Una columna que gira, /(...) Una columna sentada y con dos hoyos dirigidos hacia algo (22).

A continuación la nariz se convierte en la imagen corporal más acabada porque es el punto medio entre el cuerpo informe que posee el poder de la visión y el final inasequible del acto sexual. Equidistante entre ambos, la nariz se transforma en alabanza plena:

La nariz es el futuro. /(...) La letra lo lleva internamente a pesar de sobresalir, / Ella separa el tiempo, y lo hace, / La nariz es el dolor de ser en medio del día, / La nariz es el Hijo (23).

Posteriormente la mano y el dedo índice son un peldaño más hacia la definición. Tan importante como la nariz, el dedo indica espacio:

Señalas Aquí, / Y nada es más aquí que eso a lo que te aproximas (24).

Este decir con el cual el dedo índice realiza un acto sobre la exterioridad permite al hablante fijar una coordenada para que el cuerpo en movimiento comience a vislumbrar otro tipo de relaciones ya no sólo consigo mismo:

Tu movilidad fija al mundo y lo hace real y extraño. / Tú dices Aquí, Allí y agrandas libremente el contacto; /Yo digo Ahora, Entonces, y nada puedo sino consentir (25).

Al hacer este gesto, tenemos al cuerpo consciente ya de sí y que realizará la unión con lo otro dentro de su espacio. Eso se verificará en dos secciones que son la culminación de la definición de la persona: Voluptuosidad sexual y acto sexual.

La sección Voluptuosidad sexual es la conciencia que el cuerpo posee al expandirse en la cercanía de las cosas:

Imaginaos que sois un viajero al cual se le va quitando el suelo... (26)

Se establece el contacto que conduce al vértigo y la angustia:

(...) otorgando un contacto -que no'es de este mundo- a esa tierra que se aparta semejante... (27).
(...) crecen algunas ramas diluidas en confusión de sentimientos, / Las cuales siguen de cerca, con angustia, ese separarse del suelo que las sustentaba...
(28).

Este movimiento se comprende por el abandono de la inmovilidad. La voluptuosidad es el estremecimiento que sufre el cuerpo ante lo inevitable del acto sexual. Ese instante donde se revela en su plenitud el cuerpo, es un momento que lleva dentro de sí, el horror y la desesperación ante la velocidad fugaz del encuentro:

Horror si estoy en ti, mujer mía, como una llave enajenada dentro de la velocidad (29).

En este continuo hacer no hay reposo y desembocamos en la sección denominada Termina la definición y comienza la pérdida. Sin duda, el acto sexual como culminación es la definición plena de la persona, de este cuerpo que ha sido creado, literalmente, por la palabra. Al tener conciencia de lo transcurrido, los hechos que le han acaecido al cuerpo se verán reducidos a lo que son en realidad: una fantasía escritural que nunca salió de sí misma. Justamente ahí da inicio la sección final, la Pérdida:

Todo quedara reducido, pronto, a una sola dimensión, a un papel radiante... (30).
Ya es tarde, la vida es lo tarde, alma mía; ahora / Como un dios cubierto de pesado polvo sólo cuyo polvo subsiste en el / espacio, contemplo la distancia a la distancia
(31).

El hablante ha adquirido valentía para fijar en un tiempo pasado la construcción de ese cuerpo y se refiere a él como algo que ya fue:

La dulzura de lo que no va a ser más (...) Ese tiempo que tantas melodías dibuja -tranquilidad, /el sol, sus manchas que visitaron brevemente nuestras casas... (32).

En el último verso se aprecia el valor "hogareño" en que se constituyó el cuerpo al equiparar a éste con una casa y, al mismo tiempo, la identificación que asume el hablante al llamarse a sí mismo como el autor real del texto: Eduardo Anguita.

El último gesto que ejecuta este hablante totalmente identificado es el gesto sacerdotal de bendecir la acción concluida. ¿Qué tipo de bendición?, pues, sin duda, la consagración que se realiza ante un objeto que ya fue. Por eso, la última sección del poema se plantea como confirmación de un ejercicio sacerdotal y que, en su perplejidad, inquiere a la divinidad:

El poeta se pone de pie y reza (33).
Dios mío, ¿dónde es el dónde? ¿Qué pregunta soy? / (...) Habíamos permanecido demasiado tiempo en la vida y creímos que eso era natural.
(34)

De este ejercicio, abrumador en su intensidad, podrían sacarse una serie de conclusiones, cuál de todas más contrastantes entre sí. Sin embargo, queda claro el esfuerzo de Anguita de situar en su límite al lenguaje poético. Tal vez no tanto en su dislocación sintáctica o en un asombro metafórico exuberante, sino más bien en lo que llamaría una reconcentración especulativa que lleva a ese lenguaje a tentarse a sí mismo como creación. Si pensamos en Huidobro y en sus planteamientos teóricos acerca del lenguaje como creación y de la autoinclusión de su obra en las vanguardias poéticas del primer tercio del siglo XX, comprenderemos al límite que me refiero. En aquel sentido queda mucho aún por rastrear en la lectura diferenciada que Anguita efectúa del Creacionismo y de los presupuestos teóricos que propicia.

En Anguita está justamente esa apuesta por rescatar al lenguaje poético de toda transitoriedad cotidiana para ver en él un organon transformativo de sí mismo y de la realidad, creándola desde su propia esencia. Tal vez por eso, el peligro solipsista que enfrenta este intenso y bello poema, pues su extrema autorreflexión representa un límite que desde mi punto de vista tiene dos posibilidades: transgredir ese lenguaje como un espacio vacío de significaciones tal como acontece en el canto VII de Altazor o retroceder para colonizar el territorio descubierto en el viaje que inaugura. Esto último se transmuta en otra posibilidad; en ver hasta dónde llegan las pretensiones humanas con la Palabra y descender desde el rango de creador de realidades al de contemplador de las mismas. Aquello entraña una renuncia y ciertamente evidencia la precariedad que sustenta nuestro existir. Por eso, yo interpreto al menos que, desde este poema en adelante, Anguita explora las realidades dentro de las fronteras del lenguaje y efectúa un escrutinio de nociones como tiempo, belleza y caducidad ("Venus en el pudridero"), abstracción, formas y realidades físicas ("El poliedro y el mar"); el otro y su presencia problemática ("El verdadero momento", "El verdadero rostro"), la memoria y la escritura ("La visita"), etc.

Pero tampoco es posible, a mi entender, perpetuar esas exploraciones como reiteraciones temáticas. Es como si Anguita hubiese en cada poema dilucidado esencialmente los significados permanentes de los conceptos con los cuales elabora sus especulaciones imaginativas. Por lo mismo, es posible apreciarlo como un poeta que no se repite y ante el llamado genuino de la Poesía, silencia su trabajo, pues no es dable fabricar el sortilegio:

"Terminé de escribir poesía definitivamente. No sé, sentí que se me acabó la veta. Quizás no tenga nada qué decir. Escribí un par de poemas que no eran demasiado malos, pero igual los rompí y me parece que estuvo bien haberlo hecho. Las cosas tienen su ciclo. Quizás vuelva a escribir. Ocurrirá cuando tenga que ocurrir, porque esto no se puede fabricar". (35)

Este gesto es lo suficientemente adecuado, pues es una invitación al silencio y por ende una actitud que como ética poética es insoslayable: sabe callar. Por eso, Eduardo Anguita es uno de nuestros más grandes poetas, no sólo porque buscó ardientemente a la Palabra con el riesgo que ello significa, sino porque además supo distanciarse de ella cuando sus secretos le fueron develados, siendo fiel a su cometido.

Valparaíso, julio-agosto de 2003

 

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NOTAS

(1) Texto corregido de la conferencia homónima dictada en el centro cultural La Sebastiana durante el ciclo Entre magia y escritura; los poetas de la otra voz, Valparaíso, julio de 2003.

(2) Arnold, Matthew, "El estudio de la poesía", en Poesía y poetas ingleses, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1950.

(3) Alegría, Fernando, Las fronteras del realismo. Literatura chilena del siglo XX, Santiago, Zig-Zag, 1962; Goic, Cedomil, Historia y crítica de la literatura hispanoamericana (tomo 3, época contemporánea), Barcelona, Grijalbo, 1988; Santana, Francisco, Evolución de la poesía chilena, Santiago, Nascimento, 1976; Anderson-Imbert, Enrique, Historia de la literatura hispanoamericana (tomo 2, época contemporánea), México, Fondo de Cultura Económica, 1970; Elliot, Jorge, Antología crítica de la nueva poesía chilena, Santiago, Publicaciones del Consejo de Investigaciones Científicas de la Universidad de Concepción, 1957; Ibáñez, José Miguel, Poesía chilena e hispanoamericana actual, Santiago, Nascimento, 1975; Lastra, Pedro y Lihn, Enrique, "Lectura de ciertos poemas chilenos: Eduardo Anguita, Alberto Rubio, Óscar Hahn, Manuel Silva Acevedo, Diego Maquieira", en Hora de Poesía, Barcelona, 1987; Piña, Juan Andrés, Conversaciones con la. poesía chilena, Santiago, Pehuén, 1990, y Andrés Morales (selección, prólogo y notas), Anguitologia, Santiago, Editorial Universitaria, 1999.

(4) Lastra, Pedro, "Eduardo Anguita en la poesía chilena", en Poesía entera (segunda edición), Santiago, Editorial Universitaria, 1994, p. 24.

(5) Todas las referencias a los poemas de Eduardo Anguita están extraídos de la segunda edición de Poesía entera, publicada en 1994.

(6) Piña, Juan Andrés. op. cit., p. 67. Es interesante leer también un libro inestimable, Páginas de la memoria (prólogo de Alfonso Calderón; recopilación de Pedro Pablo Zegers), Santiago, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, RIL Editores, 2000. Ahí se reúnen una serie de crónicas publicadas a principios de la década del setenta en la revista Plan en donde Anguita relata de forma retrospectiva su vivencia en la denominada "Generación del "38". Es éste un testimonio ineludible para dar cuenta de esa época ya borrosa en la memoria. Imprescindible asimismo es el libro de Miguel Serrano, Ni por mar ni por tierra; historia de una generación (Santiago, Nascimento, 1950), hoy por hoy, casi inencontrable.

(7) Anguita, Eduardo, La belleza de pensar, Santiago, Editorial Universitaria, 1988, pp. 130-131.

(8) Lastra, Pedro, "Eduardo Anguita en la poesía chilena", en "Prólogo" de Poesía entera, P. 17.

(9)    Anguita, Eduardo, "Definición y pérdida de la persona", en Poesía entera, p. 107.

(10) Heidegger, Martín, "Holderlin y la esencia de la poesía", en Arte y poesía, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 107.

(11) Op.cit., pp. 130-131.

(12) Op. cit., p. 131.

(13) Op. cit., p.133

(14) Anguita, Eduardo, "Definición y pérdida de la persona", Poesía entera, p. 108.

(15) Ibid.

(16) Op. cit., p. 109.

(17) Ibid.

(18) Ibid.

(19) Op. cit.,p. 110.

(20) Ibid.

(21) Ibid.

(22) Op. cit., pp. 110-111.

(23) Op. cit., pp. 111-112.

(24) Op. cit., p. 112.

(25) Op. cit., p. 113.

(26) Op. cit., p. 114.

(27) Ibid.

(28) Op. cit., p. 115.

(29) Op. cit., p. 115.

(30) Ibid.

(31) Op. cit., p. 117.

(32) Op. cit., pp. 116-117.

(33) Op. cit., p. 117.

(34) Ibid.

(35) Piña, Juan Andrés, op. cit., pp. 82-83.

 



 

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"Eduardo Anguita o la búsqueda de la palabra".
Por Ismael Gavilán.
El Navegante Nº1, Santiago, 2005