“La página del vacío aparente
viene escrita sólo hay que tactar”.
“te tienes que escribir con algo
de letra muda para entenderte”.
Elvira Hernández
En un país donde el neoliberalismo galopa sobrepasando sus récords permanentemente, creando nuevas marcas en desigualdad social, discriminación, impunidad, exterminio de pueblos, como también un apabullante crecimiento económico —que crea ciudades de otra órbita, como Sanhattan—, coexisten voces que se posicionan a contrapelo como testigos de ese cotidiano derrumbe, y que lo señalan con un dedo acusatorio, furibundo y poético. Elvira Hernández, seudónimo de María Teresa Adriasola (Lebu, 1951), es una de esas voces, una “trabajada por las circunstancias”[2] de un país llamado Chile. Es importante subrayar que Elvira ofrece una voz, porque es una poeta que sabe muy bien del valor que existe al tomar la palabra, es decir, al usar la palabra momentáneamente y echarla a andar entre el grupo social. Ella usa la palabra como si tomara la bandera de Chile, ese texto denso por su carga histórica, política y social, pero no para izarla orgullosamente, sino para rasgar la tela, el símbolo, y rehacerla nuevamente.
Con once libros en su haber, recorrer la trayectoria de esta poeta podría equipararse a viajar por varios pueblos, pues cada obra es un territorio que traduce un tiempo y un espacio específicos de una experiencia social. Por ello, este recorrido crítico quisiera ser un “caminar sobre lo andado”[3], seguir las huellas de “Anda Sola Teresa” o esa “terrible duplicidad”[4]. Tal travesía, sin embargo, implica un desafío a la hora de pensar la obra en su conjunto, porque varios de sus libros no tienen una correlación inmediata entre el tiempo de escritura con el de su publicación, por lo que las fechas de publicación no aportan una mirada cronológica a la escritura, sino las marcas que afortunadamente, en algunos casos, la autora dejó al final de sus manuscritos. Este diferimiento entre el tiempo de escritura y la fecha de publicación, que a veces es de décadas, habla de una escritura que se va hilando con paciencia, que espera su maduración, pero que también debió esperar en contra de la voluntad de la autora, debido a la censura política.
Considerando esto último, este recorrido prefiere atender a ese crecimiento poco visible y conocido que encubren los libros de Elvira, por ello se seguirá como norte las fechas de escritura (cuando se pueda) en lugar de las de las publicaciones, y se descartarán de esta lectura, por cuestiones de espacio y tiempo, dos plaquettes publicadas hace unos pocos años[5] y los textos dispersos publicados en revistas o inéditos y ahora recogidos en la selección Actas urbe (Santiago, 2013).
Meditaciones físicas por un hombre que se fue
(extracto)
Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1979; 1a. publicación en 1987)[6]
Publicada en formato plaquette, circuló como poesía postal, por lo que tuvo escasa difusión en su momento. Actualmente se puede acceder a la obra gracias a su reedición en Actas urbe (2013). El poemario, escrito en 1979, comprende cuatro poemas de versos largos en los que se hace el recuento de unos días hilvanados por el “mismo hilo dictatorial conocido”, en una sutil alusión a la permanencia de la dictadura de A. Pinochet. La voz, que se despliega desde un “nosotros”, toma el pulso de un clima social que se padece y se vislumbra a través de los días que corren. En versos marcados por la aliteración y carentes de puntuación, se describen días “todos iguales todos censurados de las noches” (56), “días como toque de queda de las noches/ las noches como restricciones nocturnas de los días” (ibíd.); los cuales construyen el paisaje de una época donde los ciudadanos viven la restricción de movilizarse por los días y las noches a su gusto, pues hay barreras que impiden cruzar de la noche al día libremente, rasgos que poetizan ineludiblemente los largos años en que la sociedad chilena vivió el toque de queda impuesto por la dictadura, pero también estos versos retratan metafóricamente una sensación colectiva de terror, de encierro, de país inhabitable. Nótese, además, que este clima de restricción de derechos podría haber incidido en el hecho de que la autora recién publique la plaquette en 1987, es decir, ocho años después de la escritura de la misma, cuando ya se respiraba un ambiente de recurrentes protestas contra el régimen, y se aproximaba el plebiscito. Tal situación habla de una escritura que (se) inscribe fuertemente (en) el contexto de la dictadura, que resulta crítica con este y que probablemente estuvo amenazada por las fuerzas militares.
Un segundo elemento que destaca a esta época que se construye en el texto es el hambre: “el hambre se reparte en estallidos de dientes y esquirlas/ se repletan solos los ataúdes ajustados por el hambre” (57), y agrega el hablante plural: “entonces hay un llamado a la lucha que no asombra” (ibíd.). Este tercer poema cambia de persona gramatical sorpresivamente, posicionándose en la primera del singular, y concluye con una declaración de adhesión a la lucha armada, una de las formas que tuvo la resistencia política contra la dictadura de Pinochet: “ya no es un misterio que las banderas rojas borran el hambre / y yo me voy con ellos con mi caracol y mi revólver” (57). Carente de marca de género, ese “yo” manifiesta su participación en esos días como un combatiente cuyas armas son la poesía, el caracol rubendariano y el revólver. Este enunciado resulta igual de significativo, en términos de las preocupaciones de la escritura (po/ética) de Elvira, como el que se lee en el último poema de esa serie: ese yo que parte a la lucha armada se lo llama con un tú, como si se le hablara desde un lugar distante, acaso desde otro tiempo, para revelarle una suerte de destino o compromiso que le tocará: “El pueblo pasará una y otra vez por las páginas de tus libros” (58).
La Bandera de Chile (1981; 1a. publicación en 1991)
En su primera edición en versión de mimeógrafo, la obra corría de mano en mano para ser leída durante la dictadura de A. Pinochet. Recién diez años después se publicaría en formato libro por la editorial argentina Tierra Firme. En este sentido, la obra aparece marcada nuevamente por el Golpe de Estado de 1973, aunque quizás más hondamente, pues la autora escribe no solo en un ambiente de censura, sino poco después de haber sido detenida por la policía política. A su vez, el Golpe como acontecimiento resuena en la obra como escenario de fondo; solo por citar, algunos versos hablan de “entierros marinos” (13) o “de nuevo la boca escupe la chacarilla vomitosa sin especie” (26), último verso que evoca el famoso encuentro de Chacarillas de 1977, repleto de banderas y antorchas, donde A. Pinochet recibió el apoyo de un grupo numeroso de militantes de extrema derecha[7].
De este modo, la opción de hacer protagonista a la bandera de Chile y movilizar toda su carga semántica como símbolo de una nación, patria o país, muestra a una poesía que se hace cargo de una situación social e histórica, donde justamente la “representación de país” había sido arrebatada y mancillada por los militares que estaban en el poder. Por ello, la mirada puesta en la bandera es altamente significativa, al igual que el modo en que se habla de ella: una voz despersonalizada se encarga de esto, (se) enfoca con distancia (en) la bandera y parece encender los sentidos que una multitud abatida por el Golpe quizás podría haber enumerado. La voz describe a una bandera abandonada, de la que “nadie ha dicho una palabra” (9), [que] “está ausente” (ibíd.), a pesar de que “se le rinden honores que centuplean los infalibles mecanismos” (10); [una bandera que] es utilizada como instrumento de un civismo puramente retórico. De ahí que recurrir a hablar de la bandera de Chile en pleno Golpe implique también el deseo de “reapropiarse” de un signo común para la población, mal utilizado por los militares o utilizado “patrioteramente”, con el fin ahora de repensar (en) ese signo que “representa” a lxs chilenxs.
Despojada de sentimentalismo, la voz propone preguntarse ¿a quiénes representan los elementos de la bandera?: “un 15% allí donde brilla la estrella para el 10% / representa” (11), “nunca el 100%” (ibíd.) para un 100% de la población. Pero, además, esa bandera no solo actúa como un significante, también está personificada; desde (hacia) la altura en que se halla, se la impreca: “no verá nunca el subsuelo encendido de sus campos/ santos” ni “los entierros marinos que son joya” (13). De manera que también sugiere una bandera que debería ver o tomar parte de lo que sucede en las calles, o acaso quizás apunte a que la bandera sea [es] un espejo de los mismos ciudadanos. Algunas veces aparece en posición de víctima: “la Bandera de Chile en cuclillas/ banderilleada pierde sangre en una carpa de plástico” (29), y en otras, se la ve claramente como victimario: “un capuchón le enlutece el rostro/ parece un verdugo de sus propios colores” (22). Esta operación de difuminar lo que sería una bandera se observa con más énfasis en el poema donde casi se la da por muerta: “La Bandera de Chile es extranjera en su propio país/ no tiene carta de ciudadanía” […], “las iglesias le ponen la extremaunción” […]/ La Bandera de Chile fuerza ser más que una bandera” (20). Sin embargo, ¿qué transfiguración le correspondería a esta bandera?, ¿en qué “debe” o “necesita” convertirse? Tal pregunta queda sin respuesta, pero quien ha seguido la pista del maltrecho estado de la bandera que, por momentos, causa una risa triste (“tiene una rajita al medio/, una chuchita para el aire/ un hoyito para las cenizas del General O´Higgins” (18)) puede suponer que quizás esa enunciación llame a un auténtico civismo o a reinventar necesariamente el sentido del civismo. Más allá de esta incertidumbre, la cualidad de este poema fragmentado, contundente y nada lírico, cargado de silencios por los espacios, y de pesadumbre e ironía, es su capacidad para interpelar (con juego y rebeldía) la representatividad de la bandera en plena dictadura, ese símbolo que habla de un “nosotrxs chilenxs”, y para preguntar en qué medida ese nosotrxs se hace cargo de su representación como cuerpo social.
Arre! Halley ¡Arre! (1986)
El paso del cometa Halley por la Tierra en 1986 es el acontecimiento que despierta la atención del hablante de los poemas de este breve libro. Observar el cometa es el hito histórico que contagia a nivel nacional e internacional a las masas en ese entonces, pues el avance tecnológico, en ese fin de siglo, permitirá mirar la estela del cuerpo celeste; o sea, la población se acercará un poco más a la vida del universo, que, otrora, era solo fuente de misterios.
No obstante, el hablante, que habla en primera persona, en vez de observar el famoso cometa que ha movilizado a la población, contempla el espectáculo terrestre que se ha montado en la tierra. Así, el sujeto no da testimonio del movimiento del cometa, sino de la danza delirante de la gente inquieta por el influjo de la pantalla y el discurso científico.
Se podría decir que este testigo relata una memoria sobre el montaje escénico que socialmente se hizo de este evento, por ello la voz poética no puede menos que recorrer la ciudad, para mostrar el “amoblado de este tiempo” (36). El testigo desde un comienzo afirma: “No vi el Halley el primer día / […] No lo vi/ con mi cabeza hundida entre papeles/ letras sin sentido, letras/ y me perdí esa maravilla negra de frac/ esa fiesta nocturna, esa revuelta oscurona, ah por/ hacer trabajo extra y más trabajo/ cobrar y recobrar dineros y hacer/ contante y sonante/ que el mundo siguiera existiendo para mí” (29). Como se ve, el hablante se pierde el show ese día y los siguientes por su carga laboral, y esta situación, nada excepcional para las mayorías, lo convierte en alguien que “NI SIQUIERA ME CUENTO/ ENTRE EL PÚBLICO ESTELAR” (30); este no es alguien que no siga de frentón al rebaño, sino un distante observador de este. Este mismo paseante, testigo del condicionamiento que imprime el montaje social, será quien aparezca en las obras posteriores, un hablante errabundo con una conciencia crítica tan aguda que, en vez de dirigir la mirada al cielo, siempre la tendrá puesta en su medio.
Carta de viaje (1987-1988, 1a. publicación en 1989)
Si en ¡Arre! Halley ¡Arre! había un hablante errante que recorría la ciudad, en Carta de viaje, quien habla es una viajera que sale del “País del Reloj de Flores” (67), Chile, y cruza el Estrecho de Bering con el fin de encontrarse con un “herma”, forma abreviada que hace suponer que proviene de “hermano” por la familiaridad con que se habla a este sujeto. La prosa y los versos ágiles que componen la obra están cargados de imágenes inesperadas, de términos coloquiales chilenos e ingleses, y de citas o referencias literarias, elementos diversos que se articulan mediante el collage o montaje. En el desarrollo del poema epistolar resalta la identidad de la viajera, pues es un personaje que cuenta permanentemente a su destinatario la situación en que se halla el país de donde emigra, y apela a este “herma” a través del “tú”, relatándole sus penas y recalcándole la imposibilidad del encuentro en tierra extranjera.
Extrañamente, la hablante parte montada en un “escualo”, una especie de tiburón al que debe domar, pero por el cual termina siendo tragada y rueda en él, “hecha vómito y milagro” (65), como le ocurre a Jonás devorado por la ballena. Asimismo, como se dijo, destaca la configuración que la hablante hace de sí misma: “Yo herma/ cuchepa/ india sudamericana” (66) […] “Estoy sentada y me columpio en el sillar de mi pelvis/ el filo del mundo” (ibíd.) […]. Es decir, la hablante remarca su pertenencia cultural declarándose indígena sudamericana, señala una particular condición de “mutilada” con el término coloquial chileno “cuchepa”, y apunta su diferencia femenina, que la hace ostentar el filo del mundo, y a la vez ser “una Rosa de los Vientos sin etiqueta” (76).
El llamado que hace la viajera a su hermano, recordándole de dónde ella viene (“Vengo del País de los Vertederos Eternos, del Aerosol Templado…” (67) […] “Vengo de vuelta del «Fausto» y he buscado todos estos años a Juan Alacalufe Desaparecido” (67) nos da pistas de que el viaje que emprende tiene por objeto visitar a un familiar o cercano, a uno con quien tiene un lazo de parentesco o de amistad, y que ha sufrido el exilio político. Este viaje, para la hablante, no es un acto que realice por simple gusto, sino por una necesidad de restablecer una conexión, el lazo con ese prójimo. Pues se trata de una mujer que critica la cantinela de la migración: “Escuché toda mi vida la canción de moda:/ HAY QUE IRSE (Coro Nacional)” (76); sin embargo, a la migración que ella se refiere es a la diáspora que realizaron los que resistieron la dictadura: “Los vientos corrían fuertes, arrinconaban en el patio trasero, confinaban al cuarto del exilio, encajonando a muchos en el retrete de la emigración” (77).
Por lo tanto, el viaje de esta “cuchepa” también podría leerse como la alegoría de un cuerpo femenino rabioso y herido que se halla cercenado (por torturas físicas) o incompleto (en sentido metafórico) porque está sin su “herma”, aquel cercano o lejano pariente que cayó en el exilio, y al que ahora busca. El viaje de reencuentro entonces aparece como la posibilidad de reconciliación de un pueblo dividido, aunque tal aventura termina en fracaso: “No puedo pactar con nadie sino es/ conmigo misma, hermano” (69); por lo que solo es posible la carta, el llamado a través de la escritura. Así, Carta de viaje más habla de un viaje infructuoso; de un país de proveniencia maltratado hasta el tuétano: “No es la montaña la que se interna en el mar, son promontorios vivos que ha botado la ola. ¡Jonás! ¡Jonás! Los naufragios comienzan tierra adentro” (73), y también de intentar llamar al hermano, al prójimo.
Finalmente, ante este recuento de las heridas sociales y aquellas más íntimas que han tomado la forma de escamas y sarna en el cuerpo de la viajera, esta cuchepa, sin horizon caillé a la vista, avizora el futuro entre un tono entre irónico y abrumado: “En el confín del mundo, donde nada nos distinguirá de nada/ que los trolls nos protejan” (69).
Oaxaca, luz & sonido, edición de 2016
El orden de los días (1991)
De manera similar a Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), la obra dirige su atención a unos “días”, y a partir de este sustantivo común una voz despersonalizada hace unos apuntes o, mejor dicho, percibe la temperatura que hay en un determinado espacio social: Santiago de Chile. Los “días” adquieren una gran elasticidad semántica, pueden equivaler al tiempo, a una reflexión, a seres humanizados, o pueden aludir a una escena ocurrida en la calle. Se podría decir que en los días cabe de todo: apuntes en los que se piensa una ciudad, descripciones poéticas sobre escenas citadinas y hasta reflexiones íntimas, aunque estas últimas son una minoría.
Con respecto al término “orden” del título, más que referir al sentido de una debida ubicación de determinadas cosas, puede estar señalando cómo se marca la sucesión de unos días en una conciencia cuya mirada está en lo público, o entre lo público y una intimidad muy poco develada. Visto así, los poemas se pueden leer como la crónica de una subjetividad que observa cómo se han percibido los días para una colectividad, como se ve en un poema donde se califica a un “día diario” como “corrosivo/ sulfúrico/ plomo/ invisible […] asexuado/ mineral/ más huacho que átomo/ cumulito vacuo de la hilaza histórica” (89). Estos días, como habitaciones efímeras de un grupo social, resultan agresivos, monótonos y vacíos, no satisfacen, no colman, no hacen agradable la residencia. Además de encontrarse en ellos una violencia (ver el poema “Días especiales atroces incontrolables”), destaca la explotación laboral a la que son llevadxs lxs trabajadorxs en esos días: “afuera hombres arrastran piedras peor que Sísifo/ o son las cadenas de los fantasmas de salarios mínimos” (90).
Ahora, el hecho de hacer unos “cuadros” sobre unos días tiene que ver con la necesidad de registrar un cierto dolor que produce el día como habitación espacial y temporal que comparte una comunidad. Este registro de estos días perjudiciales se observa en estos poemas breves: “Día 12”: “no cierra nunca la herida del día que mañana se reabre” (114) y “Día 17: “alguien es feliz/ no sabe qué día es” (139). De manera que se escribe los días porque hay un malestar social, una herida que está relacionada con una violencia económica, política y social que parece haberse naturalizado en la vida cotidiana. En esta dirección, llaman la atención los poemas “Noche Larga” y “Día de la fundación de Santiago” por la forma en que se hace hablar a este vacío o sinsentido de los días en unos versos cargados de imágenes inauditas, neologismos (“túrniase”, “subterranéa”, etc.) y el recurso al calambur (“con cavidad”, etc.), que tienden a ampliar y complejizar los sentidos aparentes. Entre ellos, se filtra una honda desazón por el estado de las cosas en el ámbito social (día 28), que toma una veta de ironía desilusionada por el porvenir: “per signanse los días de un tiempo nuevo” (95).
Santiago Waria (1989 y 1991; 1a. publicación en 1992)
Es una de las obras más reconocidas y difundidas por la crítica. Ha recibido, entre otros estudios, agudas lecturas de Jorge Guzmán y de Raquel Olea, que han señalado varios de los méritos por los cuales perdurará en el tiempo. Brevemente, se referirá a estos textos, y se apuntarán algunos aspectos poco revisados sobre el libro.
Guzmán y Olea observan que, desde su título, Santiago Waria reinscribe el nombre de la ciudad de Santiago, interviene en su nominación moderna para develar su condición mapuche, india, a través de la palabra “waria”, exigiendo al lector no mapuche que bucee en la lengua mapudungun. Pero este levantarle el velo a la ciudad no va en busca de asentar un origen idílico, sino de mostrar los signos fundantes -marcados por la violencia de la Conquista y la modernidad- de ese signo que sería Santiago de Chile. Como dice Olea: “El texto refunda la ciudad en la dualidad de fechas, nombres, lenguajes que prescriben su destino cultural, echando las cartas de su historia mestiza, impura -como el nombre y la historia de la propia hablante que ha construido su autoría en esa dualidad” (13).
A eso habría que agregar que esta renominación emprende una lucha discursiva contra los sentidos comunes, oficialistas y estatales que tienden a negar la impureza cultural y racial de Chile, o que a veces recurren al concepto de “diversidad” para borrar cualquier diferencia incómoda. De este modo, esta reinscripción sobre el signo referencial (Santiago de Chile) con el nuevo significante literario (Santiago Waria) tiene un efecto político valioso, dice mediante la palabra lo que en las altas esferas se calla: un Gran Santiago habitado por mestizos criollos e indígenas.
No obstante, esta irrupción sobre lo dado no debe entenderse como el gesto de un texto panfletario o sociológico, nuevamente los poemas son el registro de una paseante que recorre las calles de Santiago y muestra con mordaz ironía y decepción ciertas huellas de una ciudad marcada a fuego por la dictadura y el neoliberalismo. Se trata de viñetas sin puntuación ni número de página, donde se reitera el collage (como operación), y donde discursivamente no se plantea ningún programa a seguir: “Si nos miramos a los ojos no nos vemos/ ¡mejor!/ llevamos el serrucho bajo el brazo/ un veneno poderoso en el corazón/ y no hay corazón”. Los poemas podrían leerse como grafitis rabiosos, cotidianos, que no ofrecen ningún refugio, más que apuntar la herida compartida, y por momentos permitirse el humor sobre la desgracia: “Parroquiano: Estás en tu casa/ ese rincón de nadie/ y en confianza/ pierde tu cabeza por un rato si vives/ para quebrártela”.
Más allá de la crítica social, dos elementos novedosos que destacan son la “Biografía de Urgencia”, autopresentación de la poeta que se halla en la solapa, y los poemas “Van en masa hacia el mundillo del arte…” y “Zaga y final”. Los tres textos tiran sus dardos contra el estado del “mundillo del arte”, que reluce por una saturación de seudosartistas que están dedicados a hacer obras para museos, en vez de ofrecerle su “aullido a la luna”. Esta nueva senda crítica será desarrollada al final de este texto.
Álbum de Valparaíso (1992 y con poemas agregados del 2002; 1a. publicación 2003)
A diferencia de los libros donde hablaba una voz femenina, en este una voz masculina esboza unas viñetas sobre Valparaíso. Este anónimo es una especie de antihéroe, entre derrotado, “burro de carga”, “salteador pirata y leguleyo” (9), que no se rinde ante el gusano (nematodo) de la “realidad” e intenta adivinar qué signos la componen. Bajo el tono de la picardía, que lo lleva a desplegar fraseos populares (“doro la perdiz” (9)) y juguetones[8] , se percibe un sujeto que lucha casi intuitivamente contra la enajenación social, pues está “entremetido” en un espacio que lo enceguece, desencanta, pero a su vez inquieta: “Quiero componerme el ánimo. Buscar/ otros derroteros y no otros derrotismos” (15).
Un léxico marino, con ropa tendida en casitas casuchas sobre cerros, dibuja unas postales del puerto. El merodeo o vagabundeo del sujeto oscila entre la desilusión y la resistencia, llevándolo a considerar que a esa realidad inmediata hay que “despelucarla” para mantener cierta lucidez durante la estancia, aunque ningún poema confirme que esta tarea se realice, y solo impere la duda.
El burro de carga, o leguleyo, dice llamarse Jonás Cruz y escribir poemas. Un día sobre unas olas exclama “¡Qué vacaciones hacer poesía!” (34), pero luego su pesimismo le gana, pues “Nada rima con nada” (ibíd.), no obstante, como si hubiera una segunda voz encubierta en ese surfeo poético, se leen estas líneas al final de la escena: “De esta estancia e instancia venimos y hablamos las falsas poetas” (ibíd.). Pero, ¿quién habla ahí? y ¿cuál estancia es esa? En tal meollo pareciera florecer la voz de Elvira Hernández para remarcar que quizás es ante la falta de palabra y un vacío del tamaño del mar de donde surgen —modestamente— estas falsas poetas dentro de las que se suscribe. Esta identificación como “falsa poeta” no debe pasarse rápidamente, también se halla en la nueva autopresentación que Elvira hace de Elvira en la solapa de este libro, y está conectada con la crítica a la escena artística realizada en la obra anterior. En esta misma línea ese punzante poema “muy señor mío y señora mía/ pohetas” (52) de este libro vuelve a insistir en una saturación de poetas que parecen estar más seducidos por el espectáculo cultural que por el silencio.
Cuaderno de deportes (2004 y 2007, 1a. publicación en 2010)
Los Juegos Olímpicos griegos actúan como imagen metafórica de la sociedad de masas entregada al capitalismo, como un espejeo cuyo objetivo es la crítica al estado de cosas actual. El perfil del presente aparece marcado por siglos de ilustración e individualismo que han derivado en la instalación de un “espíritu deportivo y festivalero” (7) en cada cual, que adquiere un cariz perverso, porque ya no se fundamenta en el deporte, sino en una cultura individualista y consumista de espectáculos. Cada ciudadano es descrito como un feroz deportista solitario, abandonado por los dioses a su suerte en la cancha del mercado que dictamina la libre y salvaje competencia.
Esta relación metafórica busca apuntar que el orbe impone hoy una gimnástica que, en realidad, es un “reclutamiento” (7) o una apropiación de los cuerpos por parte del sistema económico hegemónico, que tiene a su servicio a la publicidad, a los medios de comunicación y a la tecnología. En estos juegos los migrantes constituyen “marejadas” (8) en las salas de aeropuerto, pues “todos han partido con la meta/ entre los ojos” (11), meta que no es más la sobrevivencia económica, pero que implica, desde la mirada de la poeta, la cesión del cuerpo, de la vitalidad, de la autonomía y de la palabra: “Son muchos los que están en el empeño/ en el jolgorio de buscar la pisadera/ y entregar su carne a la celebración” (27). Así, el espectáculo, que a la vez es el mismo mercado, se alimenta de carne humana.
Metidos en estos juegos olímpicos están los poetas, los cuales parecieran tener la responsabilidad y la posibilidad de cambiar las cosas; en unos versos claramente se espera de él o ella una intervención: “A este lugar tendría que llegar místicamente/ un poeta y retirar los dados” (11). Sin embargo, mientras más avanzan las ceremonias griegas, la voz de la poeta confiesa padecer de agorafobia, grita por salir del brutal festín de carne, y derrotada reconoce que, además de vivir una especie de reclutamiento festivo, “a todos nos quitaron la real palabra” (19).
* * *
Retazos. El pretendido recorrido sobre la escritura de Elvira termina siendo retazos, apuntes sobre microcosmos diversos, miradas incompletas con lupa que no esperan más que compartir una zozobra, donde frágilmente la palabra resiste en una historia de terror.
El hilado. En una entrevista que el 2012 Camilo Brodsky hace a la poeta, ella dice “yo me sitúo más que en un lugar particular y privado, en un lugar público, porque eso es lo que me interesa” (15 párr.). Esta preferencia por lo público, que no necesariamente es una negación a una intimidad, porque imposible sería asumir que unas y otras experiencias estén separadas, debe considerarse a la luz de esa marca genealógica que dispara la escritura de esta poeta, y que es el trauma del Golpe militar del 73. Meditaciones físicas… está fuertemente arraigada a un ambiente de censura política, de vejación y de desaparición de cuerpos; es el esfuerzo somero e inicial por hacer aparecer la poesía cuando la libre palabra estaba amordazada en las calles; esfuerzo no voluntario, sino que toma a una poeta que ya estaba siendo escrita por los sucesos sociales, y que la lleva a traducir. El acto de traducir se da entonces como el de una ciega o machi que tantea en la oscuridad, en esa “página del vacío que ya viene escrita” en el inconsciente y el cuerpo, y que no ofrece senderos claros ni refugios, sino los espasmos y las fugas lúdicas, libertarias e imprevistas de la poesía.
De ahí en adelante, las huellas del Golpe serán manipuladas (inscritas) de diversa manera en los libros de Elvira, como signos de un acontecimiento que marcó todos los ámbitos de la vida social chilena: la acentuada fragmentación social, la economía, la cultura, la política. La machi pasará a percibir las esquirlas de esta desgarradura, y, a pedido de Jorge Guzmán, se dejará adoptar -como hacen las machis- por el nombre de Elvira Hernández, esto además para que de nuevo no la vayan “a meter presa” (en Actas urbe, 207).
El trabajo con las huellas del Golpe exige a la poeta una honda reflexión por lo social, por lo común chileno, por la historia chilena, por devolver a este cuerpo social la “real palabra”, una palabra liberada del régimen dictatorial o de la cuestionada democracia, pero a la vez una palabra entendida primordialmente como lazo social, no como adorno que invoque aplausos, sino como techo que incumbe a un nosotrxs. Este devolver la “auténtica palabra” al grupo social se puede leer en estos comentarios de Elvira: “Cuando viene la censura, la palabra queda en interdicción. Hay una apertura a la imagen. Ambas se contraponen de manera muy nítida. La palabra no está a disposición de la gente…” (en Actas urbe, 208); “Trabajas con una palabra que está censurada, hay que partir de eso. Entonces, para poder desmontar esa censura, uno necesita traducir” (ibíd.).
Traducir para devolver la auténtica palabra a una población se devela como un compromiso (a veces como un rol indubitable), y a la vez como un oficio que llega a la poeta, como a las machis y a los médium les llega su don. También traducir aparece, para la poeta, como sinónimo de desmontar, es decir, como el acto de descubrir/revelar los mecanismos mediante los cuales la palabra sigue oprimida (oprimiendo), como el acto de mostrar los fantasmas de la dictadura que tienen atrapada todavía a la palabra, para no dejarse asimilar por ellos. “Él dejó una Legislación, dejó una Constitución, y con eso es suficiente para que este país siga funcionando con su fantasma. Esa es una herencia que está operando, que no se ha podido desmontar. Yo creo que la poesía tiene que hacerse cargo de esos fantasmas y hacerlos visibles” (en Actas urbe, 211). Tarea infinita, fantasmas infinitos. (invers).
Pensar lo común, pensar el arte. Raquel Olea, en un ensayo sobre Santiago Waria, da cuenta de un cierto gesto de la poeta, conectado entre obra y sujeto autor: “No hubiera tocado este tema de relación entre obra y firma, de constitución de autoría, si ésta no estuviera textualizada en la obra de Elvira Hernández. Si ella no ocultara su rostro entre las manos (contratapa de Carta de Viaje, Bs. As. Ediciones Último Reino, 1989). Si durante algún tiempo no hubiera escabullido lecturas y presencia pública” (párr. 4). El gesto intencional de construir mediáticamente la imagen de una poeta que cierra los ojos, que oculta el rostro, que apela por el anonimato (ver entrevista “Decir desde el anonimato”, 25 de enero de 1997, La Nación), que esquiva las cámaras, que escoge el seudónimo y a la vez interviene sobre el nombre civil recibido (“Anda Sola Teresa”), o que se califica como “falsa poeta”, ¿qué sentidos busca inscribir?, ¿con qué discurso establece diálogo? En varias entrevistas, la poeta se refiere a este rechazo a las cámaras y a una afirmación individual como artista: “Ante ese espectáculo (disimulado por un hervidero de otros hipnóticos espectáculos), si podemos darle también ese nombre a la escualidez de nuestra pertenencia cultural, ante ese espectáculo, digo, los poetas retroceden, en su mayoría, para lograr tantear la palabra poética. No es que hayan echado pie atrás en sus voluntades sino que el retraimiento es la única forma de potenciar la palabra”.[9]
Habría un retraimiento entonces -un salirse de las tablas donde las luces enfocan a los artistas- que actúa como una crítica a la escena del arte nacional actual, un rechazo a ser cómplice del aparato institucional formado por instituciones estatales y universitarias que tienden a administrar o controlar a través de cierto saber el hacer del artista. Esta sustracción del “mundillo del arte”, por lo tanto, debe leerse de la mano de “Biografía de Urgencia”, donde la poeta se autopresenta huyendo de las clasificaciones que la crítica literaria tiende a hacer, así como de otros poemas. “No pertenece a la mayoría ni a la minoría. No es de vanguardia o neo-vanguardia, ni marginal, ni underground. Nunca fue poeta joven”, ella dice. Dicha sustracción es tan lúcida que observa con distancia el lugar que suele dar la “triquina cultural” al poeta, todo aquel anaquel dispuesto en el ámbito universitario para clasificar a los poetas; y se hace cargo con rebeldía de los lugares que se reparten en lo común, del “reparto de lo sensible”, siguiendo a J. Rancière. Esta posición la llevará también a tirar sus dardos contra la clasificación de género en poesía: “Es indiscutible que la administración de la poesía en Chile es un asunto masculino: eso para allá, lo otro para acá […], pero para quien escribe con sangre, sea hombre o mujer, esas triquiñuelas le deben importar un higo” (en Actas urbe, 222).
La letra muda. El oficio de la “falsa poeta” implica trabajar con una palabra precaria, que vaya al hueso, que muestre que nada rima con nada, lo que significa entrar en contacto permanente con cierta vacuidad que han adquirido las palabras en la cotidianidad actual. Por eso el silencio, por eso las palabras escuetas de: “Nos quitaron la real palabra”, por eso “¿cuál es la palabra del poeta? (quizás ya no quedan palabras)”. Frente a este conflicto abismal, la poeta dice, se responde, nos dice: “te tienes que escribir con algo de letra muda para entenderte”. Abrazar la mudez de este presente entonces, para potenciar la palabra.
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Notas
[1] [Al momento de su fallecimiento, en agosto de 2015, Emma Villazón estaba a punto de darle la última mano a este texto, escrito a solicitud de Flavio Dalmazzo y Daniela Catrileo, para un proyecto de publicación que al cabo no prosperaría. Dejamos el texto tal cual, salvo por enmiendas menores de errores de tipeo y/o puntuación. A. A. Salvo esta, todas las notas a pie de página son de E. Villazón]. [2] En “El culto del poeta único ha contribuido a la indigencia de la poesía”. Entrevista de Camilo Brodsky a Elvira Hernández, en El desconcierto, 23/05/2013. [3] Sobre la recurrencia del viaje en la obra de Elvira, han escrito varios críticos, entre ellos Jorge Guzmán y Raquel Olea. [4] En “Arte poética”, Actas urbe. Santiago: Alquimia Ediciones, 2013, p. 7. [5] Son Síndrome de Osiris (Libros de Mentira, 2009) y Un fantasma recorre el mundo (Cuadro de Tiza, 2012). [6] A partir de acá, todos los subtítulos que indican las obras de Elvira señalarán entre paréntesis, en primer lugar, la fecha de término de escritura, y luego, la fecha de publicación. Por otro lado, la referencia a esta obra como a ¡Arre! Halley ¡Arre! y El orden de los días corresponden a la edición de Actas urbe (Santiago: Alquimia Ediciones, 2013) [7] Ver “Ministros de Piñera: jóvenes de «Chacarilla» con Pinochet” en Le Monde Diplomatique http://www. lemondediplomatique.cl/Ministros-de-Pinera-jovenes-de.html. [8] Uno de esos versos dice “Me sobajeo en lo mío, en la charquita: soy un chancho de mar” (35). [9] Hernández, Elvira. “A propósito de diecinueve poetas”. Revista Grifo No. 8, dic. 2006, 5 párr.
-“El culto del poeta único ha contribuido a la indigencia de la poesía”. Entrevista de Camilo Brodsky a Elvira Hernández, en El desconcierto, 23/05/2013.
-Hernández, Elvira. “A propósito de diecinueve poetas”. Revista Grifo No. 8, dic. 2006.
-Hernández, Elvira. La Bandera de Chile. Buenos Aires: Libros de Tierra Firme, 1991.
______________. Santiago Waria. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1992.
______________. Álbum de Valparaíso. Santiago: LOM Ediciones, 2003.
______________. Cuaderno de deportes. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2010.
______________. Actas urbe. Santiago: Alquimia Ediciones, 2013.
______________. ¡Arre! Halley ¡Arre! en Actas urbe. Santiago: Alquimia Ediciones, 2013.
______________. Meditaciones físicas por un hombre que se fue en Actas urbe. Santiago: Alquimia Ediciones, 2013.
______________. El orden de los días en Actas urbe. Santiago: Alquimia Ediciones, 2013.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Anda Sola Teresa y pulsa letra muda.
(A propósito de Elvira Hernández)
Por Emma Villazón.
Publicado en Escrituras Americanas Vol.7, N°1/2, 2025