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A VECES, PELEABA CON SU SOMBRA


Fernando Alegría
En "El cuento actual latinoamericano", México: Ediciones de Andrea, 1973.

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En aquel tiempo a mi papá le pegaban hasta los curados. ¡A él, que fuera un día campeón de los pesos medios chilenos!

Recuerdo en particular un domingo en la cancha de futbol de Tropezón.

Mi padre no era lo que se llama un fanático del futbol. Se decidía a ir a un partido obedeciendo a una extraña mezcla de impulsos. Le empujaba una especie de ansiedad heroica que yo veía crecer silenciosamente durante la semana. Iba llenándole el pecho de energía mal dominada, impacientándole, tornándole arisco y enojadizo, como si los tragos que bebía solitario al anochecer le revolviesen sus memorias de boxeador y le embriagaran con un falso sentimiento de fuerza. Yo sentía esa sorda voluntad de lucha y esperaba el domingo y el viaje a la cancha con un temor escondido que, a veces, me dejaba sin aliento.

Como iba diciendo, era una tardecita de diciembre, asoleada y suave, envuelta en brisas y en aromas de verdes cogollos, luminosa bajo el reflejo de los álamos y los sauces. Otros chiquillos irían al teatro, o al Parque Centenario, o al Cerro San Cristóbal. Yo, de la mano de mi padre, fui a la cancha a ver jugar a un equipo de Tropezón contra un combinado de Renca.

Mi padre, como siempre, se mojó el pelo, se peinó, sacudió la chaqueta, aplastándole un poco los zurcidos, echóse una botella de vino en el bolsillo, y salimos.

Durante el trayecto llegué a olvidar mis temores. Apretando la mano grande y dura de mi padre sentí que los oscuros presentimientos de la semana desaparecían y que, por misteriosa razón, la fuerza hostil que le creciera como una mala planta en el pecho, se hacia benévola sombra ahora, protectora y alegre como el cielo de verano.

No nos sentamos en la galería. A mi padre no le gustaba. Prefería acostarse en el pasto detrás de uno de los arcos y ver de cerca las patadas al gol, especialmente los penales. Le gustaba, además, echarle tallas al portero. ¡Dios lo perdone!

Ese domingo la gente desbordaba de las galerías amontonándose en las orillas de la cancha y molestando a los jugadores. El árbitro trataba de hacerles retroceder, pero no le hacían caso. Se metían ya en el campo y no dejaban ver las líneas de tiza sobre el pasto.

En una esquina del estadio alguien vendía licores y comistrajos. Los espectadores iban y venían desde la cancha al mostrador. En un comienzo caminaban con cierta agilidad pero, a medida que avanzaba la tarde, los que partían no volvían o bien regresaban a traspiés y, en casos extremos, arrastrándose en cuatro patas.

Mi papá bebía de su propia botella. Tendido en el pasto seguía las peripecias del juego y, de vez en cuando, tomaba grandes tragos de vino. Si otros se sentaban a su alrededor les convidaba generosamente. Si estábamos solos le ofrecía vino al portero mientras la pelota andaba por el otro lado.

Para comprender todo esto es preciso haber conocido el ambiente de fiesta de esa cancha dominguera en Independencia abajo. ¿De dónde venía toda esa gente? Muchos llegaban en camiones desde las chacras de Quilicura, Renca y Colina. Fueran o no aficionados al futbol, la cancha era, el domingo por la tarde, una especie de vasto anfiteatro donde ejecutaban las ansias de aventura subyugadas durante la semana. Los chacareros aparecían entierrados, gritando y riendo, en camisa, calzados con ojotas. Se bajaban de los camiones en tropel y se iban de hacha a la cantina para borrar el polvo del güargüero con una chicha que hacía gorgoritos en los vasos. Los que debían jugar se tomaban sus potrillos con rapidez y salían de las sombras húmedas de la cantina al aire y al sol con las mejillas coloradas, los ojos chispeantes, ansiosos de correr por el campo dándole patadas a la pelota y a sus rivales.

Los que no jugaban, las barras como se dice hoy, permanecían en el boliche despachando botellas de chicha y conversando en voz baja hasta que alguien avisaba que el partido había comenzado. Entonces salían con aire indeciso, sin reconocer el camino, olvidados hasta de la ocasión que les reunía, y, de a poco, se iban acercando hasta el portón del estadio. En la cantina quedaban algunos de espíritu poco deportivo, o individuos de larga experiencia, sabiendo que allí volverían todos, tarde o temprano.

Los jugadores corrían por el campo como una tropilla de caballos. Algunos uniformados, la mayor parte sin camisa y en calzoncillos. Los porteros se ponían pantalones largos para no lastimarse las rodillas. El centro-forward de Renca jugaba a pata pelada, en cueros, con un pañuelo sucio amarrado en la frente. Era famoso por sus goles de puntete y ocasiones hubo en que reventó una pelota alcanzándola bien y de voleo.

Bueno, el caso es que la canchita parecía una alegre fonda con sus banderas chilenas de papel, sus eucaliptus y sus álamos meciéndose en el aire, su olor a pasto, su acequia verde y cantora, sus bajas paredes de adobe, su alto cielo azul, tan tranquilo, tan fresco, tan dominguero, y toda esa gente ya ebria y contenta antes de que concluyera el primer tiempo del preliminar.

Pero mi papá se aburría. En primer lugar, se aburría del partido. No era el futbol su devoción, como he dicho, sino un pretexto. En seguida, se impacientaba conmigo. Quería que yo corriera y jugara con los otros chiquillos en la acequia, pero yo prefería estar sentado a su lado. En cierto modo, extraño para un niño de once años como era yo entonces, sentía la necesidad de cuidarlo, de no abandonarle, de evitar el percance que, sin confesármelo, veía venir y que me causaba un malestar en el estómago, una ansiedad enfermiza y unas ganas de esconderme y de esconderlo a él, protegiéndonos de todo el mundo. De tal cosa no decía nada, por cierto. Estar en la cancha así, en medio de la tarde, era ya flotar en medio del mar, a la deriva.

Al aburrirse comenzó a echarle boca al portero. —¡Atájela con las huevas!— le dijo cuando le pasaron un gol. Y el otro le miró de reojo, con ira asesina, por debajo del jockey que se había puesto para imitar a los porteros famosos.

Como no le respondiera, dirigió entonces sus observaciones contra uno de los linesmen.

—¡Pero, señor, métase la bandera en el poto! —le decía cada vez que el otro señalaba una infracción. El aludido, un colorín flaco, alto, que se amarraba los pantalones con una pita y que era dependiente de una agencia del barrio, le soportó un rato y, luego, le acusó al árbitro. Vino éste a llamarle la atención y a pedirle en forma muy comedida que dejara en paz al portero y al linesman.

—Si no se comporta como es debido —le dijo— tendré que llamar a la fuerza pública.

Acto seguido, tocó el pito.

—¡Atájala, pues, baboso! —Mi padre hizo ademán de pegarle.

El árbitro, que era un hombre bajo y gordo, con grandes bigotes colorados, y que corría abierto de patas como si así pudiera abarcar más cancha, quedóse mirándole sin pestañear y pareció que ahí se armaría la rosca. Pero, no dijo nada.

Continuó el partido.

Mi padre se levantó, entonces, y caminó hacia la venta de vino. Noté su paso inseguro, la espalda más curvada que de costumbre, la botella vacía en la mano, a la vista de todos —cuando antes la llevaba envuelta en un diario o debajo de la chaqueta—, el pelo ya revuelto... Lo seguía a pocos pasos sin que él se diera cuenta. Le vi meterse en el grupo de borrachos que se agolpaban frente al mostrador y sobresalir entre ellos, con sus espaldas anchas y recias y su cuello firme y su hermosa cabeza de abundante pelo crespo, castaño.

Me quedé esperándole a la orilla del grupo.

De repente, alguien le tiró un vaso de vino a otro en la cara. Y comenzaron a pelear. No recuerdo quiénes eran. no recuerdo caras, sólo las dos figuras de los borrachos mancornados, llenos de tierra, revolcándose, incapaces de pegarse, apretándose y rompiéndose las camisas y, después, les vi rodar por una pequeña pendiente y caer adentro de la acequia. Los demás gritaban y aplaudían desde arriba.

Uno de los caídos se levantó y le pegó una patada en las costillas a otro. Una patada sin entusiasmo, sin puntería, una especie de pase corto. Pero, algún amigo del golpeado no aceptó esa agresión que le pareció traidora y, desde lo alto, se echó encima de los contendientes. Los tres rodaron por el pasto. Y, entonces, sucedió lo que yo sabía que iba a suceder esa tarde. Mi padre se abrió paso a empujones y se lanzó a la pelea. Y a él le siguieron otros y pronto la cancha, en la zona del corner, se transformó en un campo de batalla.

A pesar del vino y ese cansancio que era ya su marca personal, en los primeros minutos de la pelea mi papá fue todavía el Camión Morales, campeón de los pesos medios. Mientras su adversario se lanzaba atropellando como un toro, con la cabeza gacha, los ojos cerrados y la guardia abierta, mi papá saltaba con agilidad y gracia, en la punta de los pies, finteaba con ambas manos y recibía al atacante con un jab de izquierda que, dándole en la nariz o en la boca, le hacía levantarse desconcertado y retroceder para intentar una nueva embestida.

Los espectadores advirtieron que allí había un boxeador de clase y, desinteresándose en las demás contiendas, le rodearon a él celebrando sus maniobras y vitoreándole con entusiasmo.

Pero el tiempo pasaba, el golpe decisivo no se producía —mi padre había perdido su famosa pegada— y mientras el borracho empecinado, furioso, molesto pero no herido por los débiles golpes del campeón, recuperaba sus sentidos y crecía en fortaleza, mi padre se fue desintegrando, no saltaba ya, le empezaron a temblar las rodillas, no pudo mantener en alto sus brazos y, al hacer un quite, tropezó y cayó.

Montado sobre el pecho de mi padre, el borracho empezó entonces a golpearle en la cara. Entre las patas de los mirones que se empujaban, bajo la polvazón, vi su rostro ensangrentado, la angustia en sus ojos, la derrota en su boca torcida, hinchada, sin voz, sin aliento.

El combate había concluido. Vinieron los pacos, se llevaron al borracho y dejaron a mi padre, sentado en el suelo, secándose las heridas, limpiándose los labios con un pañuelo. Los demás pasaron por su lado sin prestarle atención. Alguno le miraba de cerca y le sonreía burlonamente.

Entonces, cuando en medio de la muchedumbre nos quedamos solos, él y yo, cuando desaparecieron para nosotros los ruidos y las palabras, y la tarde volvió a sentirse fresca y soleada, y el mundo se detuvo empujándonos en silencio uno contra el otro, él me miró tristemente, como queriendo arrastrarme al fondo de su pena, hundirme en su solitaria amargura. Yo, pálido, temblando mantuve un momento su mirada, pero no lloré, le dejé caer solo en ese vacío que se iba abriendo como un sollozo a su alrededor.

Después, se levantó y caminó hacia la calle sin decirme nada. Yo le seguí y, de este modo, él adelante y yo atrás, anduvimos unas cuadras. Ya no se tambaleaba. Sus pasos eran firmes y mantenía la cabeza enhiesta. Pero en los hombros yo le veía el peso que me era familiar, ese peso hecho de soledad que llevaba a cuestas como un par de ala; alas de pájaro de presa que ya no vuela. Así caminaba, como un águila abatida a lo largo de paredes interminables.

Al subir al tranvía me tomó de la mano. Quise esquivar la suya, pero me la cogió con fuerza. Nos sentamos uno junto al otro.

De pronto, se dejó venir el crepúsculo. Cayeron, como grandes telones, los cielos de la tarde sobre las casas de ladrillo del barrio Independencia. Pareció cambiar el aspecto de las gentes: salían del sopor del verano con una mirada nueva, un tanto febril, como si en el atardecer hubiesen recibido secretas llamadas y presentimientos de una nueva vida. Se encendieron los faroles de las calles y, en vez de alumbrar, crearon otra forma de oscuridad, más inquietante, adherida a las raíces de los árboles.

Yo miraba por la ventanilla del tranvía, tragando saliva, queriendo olvidar la sombra maciza que llevaba a mi lado. Cuando nos bajamos era ya de noche.

Y caminando hacia el Pasaje, por ese suelo de piedras sueltas, entre paredes que ya habían acabado con el cielo, se me vino encima la amargura, desde todas partes, sacudiéndome, el pecho, oprimiéndome, doliéndome como una garra en el pescuezo. Levanté la mirada. Mi padre se había hecho mas alto, tocaba las estrellas con su cabeza descubierta. No le veía los ojos, pero se los adiviné tranquilos. Entonces, sollozando en silencio le tomé la mano y se la besé. Acaso estaba ensangrentada aún. O se la mojé con mis lágrimas. El siguió andando como si no hubiera notado mi gesto.

Al entrar a la casa, donde vivíamos solos, en el pasadizo oscuro, me acarició la cabeza, me empujó hacia el cuarto que nos servía de comedor, de sala, de todo, encendió la luz y me acomodó en la mesa. Después, salió hacia la cocina y oí como carraspeaba, tragando fuerte, buscando un vaso con mano insegura.




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