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"Carne de perra", de Fátima Sime: la persistencia de lo urgente

Por Cristian Montes Capó[*]
Publicado en IBEROAMERICANA, Vol.11, N°44, 2011



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Resumen:
La intención de este artículo es demostrar, a partir del análisis de la novela Carne de perra, de la escritora chilena Fátima Sime, la legitimidad y persistencia de un imaginario social que se resiste a desaparecer de la trama simbólica del Chile de la post-dictadura. Se trata de una disposición colectiva a revitalizar la memoria del país, para no permitir que el olvido se superponga a la necesidad de vivenciar definitivamente el duelo colectivo, hasta hoy suspendido en el tiempo. La novela aquí revisada procesa y elabora estéticamente las demandas de ese discurso social.

Palabras clave: Postdictadura; Tortura; Duelo; Literatura; Chile; Siglo XX-XXI.


Abstract:
Through an analysis of the novel Carne de perra by Chilean author Fátima Sima, this article aims to demonstrate the legitimate, enduring social construction that persists in the symbolic realm within post-dictatorship Chile. It addresses a shared determination to revive the collective memory to allow the as yet uncompleted collective mourning process to take place before fading into oblivion. The novel reviewed here esthetically processes and elaborates upon the claims of that social discourse.

Keywords: Post-dictatorship; Torture; Mourning; Literature; Chile, 20th-21st Century.



En el contexto de la transición democrática chilena es posible visualizar cómo en la producción literaria postdictatorial la actividad de narrar y permitir el diálogo de la experiencia individual con la colectiva revela básicamente dos grandes dificultades: el poder integrar el pasado con el presente y el lograr elaborar colectivamente el duelo respecto a lo sucedido en Chile en tiempos de la dictadura militar. Cabe recordar que una vez recuperada la democracia se pensó que, desde los diversos ámbitos de la sociedad, se estimularía un proceso de reconstitución de la conciencia histórica del país. En consecuencia, se esperaba que dicha recuperación se tradujera en la aparición de una literatura testimonial que operaría al modo de una catarsis colectiva que el país necesitaba con urgencia. Pero estas expectativas no fueron cumplidas tal como se deseaba, puesto que a partir de los años 90 se genera una narrativa que se concentra en mundos ficcionales orientados más bien hacia el presente y al despliegue de experiencias de carácter individual. La Nueva Narrativa, como fue nombrada la producción literaria de esos momentos y cuyos exponentes principales son Alberto Fuguet, Sergio Gómez, Arturo Fontaine, Gonzalo Contreras y Jaime Collyer, se caracteriza por la producción de novelas donde la representación del mundo se define por la falta de proyectos comunes, la soledad pasiva de los personajes, la indolencia existencial y toda una sintomatología que define a un tipo de sujeto en crisis de identidad y con una a veces absoluta desconexión con el pasado. Las novelas resultantes llevan inscritas en ellas el signo de la posmodernidad, caracterizándose por la constitución de mundos donde la historia se disuelve como proceso unitario, la temporalidad se desterritorializa y se proclama, de alguna forma, la derogación del sujeto. Se observa, por lo mismo, la crisis radical del sentimiento de comunidad y la presencia de seres asociales, carentes de preocupación por el pasado y sumidos en sus particulares sentimientos de orfandad. Cabe señalar que la mayoría de las novelas de los autores mencionados comulgan exitosamente con las políticas editoriales del momento y con su marcado pragmatismo. Se trata de una productiva relación entre literatura y mercado, la que es plenamente coherente con los tiempos de la globalización y con la etapa superior del capitalismo.

Sin embargo, esta narrativa de sesgo posmoderno convive con una narrativa de características opuestas, donde sigue siendo relevante la presencia de la historia, la memoria y la necesidad de no permitir que el olvido de la catástrofe dictatorial triunfe en la conciencia del país. Escritores como Diamela Eltit, Carlos Franz, Ana María del Río, Ramón Díaz Eterovic, Pía Barros, Germán Marín, Mauricio Electorat, entre otros, son representativos de una expresión literaria que funciona como respuesta al descompromiso de sello posmoderno y promueve una experiencia emancipatoria de sus condicionantes. No se postula aquí ni la muerte del sujeto, ni la fragmentariedad, ni la disolución de la historia (Campos 2002: 237). Más bien, en esta narrativa se aprecia una problematización del presente, un intento de elaborar el duelo respecto a las muertes acaecidas en la dictadura y una reflexión sobre las vastas consecuencias de la experiencia vivida, de la falta de compromiso con la historia, de la violencia generalizada y de lo lesivo que es para el sujeto la crisis del sentimiento de comunidad y de pertenencia. Se trata ahora de textos que inscriben en sus mundos representados otras dimensiones del discurso social. Pertenecen por ello a otro tipo de escucha y otra manera en que el "mundo parlante" se hace escuchar (Bajtin 1986: 462). Particular importancia tiene dentro de este conjunto de textos la novela Carne de perra (2009) de Fátima Sime, a la cual se abocarán estas páginas.

La sociocrítica y la escucha del discurso social

La perspectiva teórica que será aquí asumida es el enfoque sociocrítico, práctica cuya tarea principal es intentar visualizar cómo se inscribe el discurso social en los textos literarios. Según Régine Robin y Marc Angenot, el análisis sociocrítico permite dar cuenta de las diferentes formas en que el texto expresa y tematiza lo real. Lo real es así representado, interpretado y semiotizado en el texto literario, a partir de los diversos lenguajes, discursos y formas culturales. En esta práctica de significación constante, el escritor es quien logra escuchar el rumor fragmentado de lo real, incorporando así los aspectos del discurso social que ofrecen un determinado espesor significante. El escritor es quien puede distinguir mejor, en el bullicio de los discursos, lo que vale la pena de ser transcrito y trabajado. A su "oído" llegan desde lugares comunes hasta paradigmas más construidos, opiniones públicas, saberes disciplinarios y visiones de mundo. Por estas razones, como enfatizan Robin y Angenot, el primer acto estético del escritor es la buena escucha, pues a partir de ahí procesa lo real a través del discurso social. Por último, y respecto al rol del investigador, éste debe, a pesar del caos y diversidad de lenguajes que llegan al texto, reconstruir las reglas de lo decible y lo escribible: "las reglas de formación de los discursos y las maneras de hablar de un estado de la sociedad que determina lo legítimo discursivo de cada época" (Robin/Angenot 1991: 54).

Naturalmente que, por razones de espacio, no se podrá en estas páginas cumplir con estos pasos del ejercicio sociocrítico. Únicamente se remitirá a determinadas tramas del discurso social que se han inscrito en una novela chilena escrita en postdictadura, caracterizando así una tendencia y una sugerente asimilación del discurso social postdictatorial. El primer paso, por consiguiente, será bosquejar algunos contenidos del discurso social inscritos en el universo fictivo de Carne de perra, de Fátima Sime.


Memoria y duelo en la discursividad social postdictatorial

Al revisar el corpus de textos postdictatoriales, no solo de ficción, sino también provenientes de otros campos disciplinarios, se advierte el imperativo generalizado por trabajar el tema de la memoria y la necesidad de procesar el horror vivido en tiempos de la dictadura militar. De esa manera, se piensa, podrá generarse una sociedad más sana, más justa y más solidaria. Ahora bien, dentro de la ingente cantidad de libros que desarrollan esta temática es particularmente relevante Páginas en blanco, el 11 de septiembre en la Moneda, donde un conjunto de autores denuncian el malestar existente en el entramado social chileno, debido a la verdad incompleta ofrecida por los informes de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación y la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, respecto a lo verdaderamente ocurrido durante la dictadura militar. Según se afirma en libro, la única manera de que nunca más vuelva a producirse una situación similar es poseyendo la información pertinente y la codificación adecuada de los hechos. Sólo así podrá configurarse una imagen sana de futuro y podrá aliviarse el trauma colectivo que afecta al alma nacional (Rojas et al. 2001: 178).

Debe recordarse que, en nomenclatura psicoanalítica el trauma se entiende como una instancia de irrupción que no parece depender de ningún tipo de mediaciones. Dicha irrupción violenta el inconsciente y se ofrece como algo que, a pesar de ser real, no es simbolizable. El trauma deja una huella que no logra ser procesada, ya que no puede ser significado ni elaborado por la subjetividad individual o colectiva. Por esta razón el trauma deviene paradoja al inscribirse como un vacío que pide ser llenado, pero que nunca logra alcanzar tal plenitud. En este sentido la mente, presa de un vacío de significación, intentará una y otra vez alcanzar aquello que ha dejado huella por su ausencia. La constante petición del consciente por la significación del trauma, da origen a la pulsión que reclama siempre la necesidad de llenar dicho vacío simbólico (Caruth 1996: 59).

Estas reformulaciones acerca del trauma permiten entender mejor el propósito y la proyección de un libro como Páginas en blanco, el 11 de septiembre en la Moneda. Tal como señala Soledad Falabella, en un libro como éste puede percibirse justamente una carencia constitutiva, es decir, una carencia de cuerpos, de nombres, de datos, de verdad y de justicia, en relación a los crímenes de la dictadura (Falabella 2002: 16). Al indagar en este vacío e intentar aportar voz y materialidad a la falta, los diversos textos que componen el libro posibilitan, exigen y proponen abrir un debate sobre la función y el estatus de la historia en Chile. Como uno de los autores afirma, su proyecto radica en "construir una memoria colectiva común, basada en la verdad de lo acontecido, que es lo único que podrá reconstruir un proceso de identificación individual y social con el país, con las personas, con la sociedad" (Rojas et al 2001: 177). Construir esa memoria colectiva implica entender que la experiencia límite vivida a nivel de país requiere, y ya sin más tardanza, una auténtica explicación acerca de lo sucedido en un pasado que se resiste a ser neutralizado. Desde otra vertiente de reflexión, pero en concordancia con estos planteamientos, Brett Levinson afirma que:

Uno tiene que imaginarse, si vamos a comprender el Chile actual, una nación que ha confrontado una experiencia colectiva del límite [...] Los del Chile actual comparten la falta de una explicación apropiada para la singularidad de sus pasados particulares; ellos comparten lo inexplicable (Levinson 2001: 53).


Hablar del trauma vigente en el imaginario social de Chile implica, a la vez, incorporar necesariamente la noción de duelo. En su célebre ensayo "Duelo y melancolía", Freud afirma que el trabajo del duelo se desarrolla en el transcurso de tres etapas: recordar, repetir y elaborar. Estas etapas permiten, de una manera positiva y liberadora, la integración de lo perdido. En caso contrario, es decir en una experiencia de pérdida que no logre elaborarse a través del trabajo del duelo, dicha imposibilidad conduce ineludiblemente a la melancolía. El sujeto se identifica con el objeto perdido, lo introyecta y se niega a reconocer y aceptar la pérdida.

"Duelo y melancolía" es un texto (tal como puede apreciarse en el libro Pensar en/la postdictadura, 2001) fundamental para estudiar el tema de la memoria y del duelo, especialmente por las posibilidades de extrapolar la vivencia del duelo a una experiencia colectiva de pérdida. Al respecto, Andrea Pagni, se pregunta acerca de las razones de la enorme profusión de textos en los que se observa el imperativo de la memoria. Su conclusión es que se trata de una necesidad que sobrepasa la experiencia de la pérdida individual y que se conecta con una memoria colectiva que existe únicamente en la medida que se la comparte (Pagni 2004: 9). En este sentido, la memoria es un concepto usado para interrogar las maneras en que la gente construye, a partir de sus experiencias y diversos mecanismos voluntarios e involuntarios, un sentido del pasado. Ese pasado se vincula con el presente en el acto de rememorar, pues como acto está mediatizado por el lenguaje y por el marco cultural interpretativo en el que se expresa, se piensa y se conceptualiza. La memoria colectiva se configura en el acto mismo de narrar, y de esta forma el recuerdo individual se hace colectivo al ponerlo a dialogar con otros recuerdos, en una elaboración colectiva del duelo (Richard 1999: 17). Llevar a cabo el trabajo del duelo presupone, entonces, la capacidad de contar una historia sobre el pasado. Es fundamental para ello tener la posibilidad de armar un relato que haga posible la comunicación y la transmisión del recuerdo. De esta forma la experiencia individual podrá incorporarse a la memoria colectiva de una comunidad. En otras palabras, en el acto narrativo compartido la experiencia individual del rememorar construirá comunidad justamente en el acto de la comunicación.

Sin embargo, este empeño por vitalizar la memoria ha debido batallar, en Chile, con un proceso de democratización dudoso y con una ambigua forma de continuidad entre la dictadura y la postdictadura. Según señala Moulian, el Chile actual se formó al interior de una matriz dictatorial que finalmente devino constitucional en tiempos de democracia y, a la vez, intentó por todos los medios olvidar dichos orígenes. En este sentido, "el consenso es la etapa superior del olvido" (Moulian 1997: 13). Tal voluntad de amnesia la identifica Moulian con la voluntad de consenso que caracteriza a la política neoliberal implementada por los gobiernos de la concertación. El resultado fue una operación de blanqueo que exigía olvidar los orígenes del Chile actual, es decir, el golpe militar, las muertes, las desapariciones, para mostrar al mundo que el Chile de la Concertación había conseguido superar el pasado. Se hacía indispensable evitar que se vinculara al Chile "democrático" con la barbarie de la dictadura, la que debía ser silenciada y relegada al olvido. El blanqueo remitía al Chile del consenso, del olvido y del neocapitalismo. En este sentido, si se puede hablar de duelo en tiempos de la transición, "el duelo que propone la Transición nace de la combinación de dos operaciones. La primera es la que marca el reconocimiento de la culpabilidad a través del Informe Rettig y la segunda es el llamado a disolver esa culpabilidad en el abrazo solidario de la reconciliación entre víctimas y victimarios" (Moulian 2006: 24). Puede observarse, en dicha dinámica, la continuidad de un modelo liberal implementado en la dictadura y que estaba siendo confirmado en postdictadura.[1]

Pero, la situación cambió de manera ostensible en 1998 con la detención de Pinochet en Londres. Este hecho, ya en un escenario internacional, colocaba en exhibición global el trauma chileno, que el país pretendía olvidar. En otras palabras, fue solo la internacionalización mediática del caso lo que hizo que en Chile se empezase directamente a hablar de lo que había ocurrido en tiempos de dictadura. Empezó a quedar en evidencia que todo lo relativo al consenso era solo una forma de simulacro y que Chile sufría una grave división de la sociedad (Medina: 2001: 44).

Ahora bien, lo que se plantea aquí es que estas coordenadas del discurso social son procesadas por la segunda línea narrativa de la cual se ha hablado en estas páginas, producción literaria que "explora las posibilidades de un terreno compartido entre los procesos síquicos teorizados por Freud y las implicaciones sociales y comunitarias del duelo en las sociedades postdictatoriales" (Falabella 2002: 17). En dicha escritura se evidencia que aún sigue persistiendo en el discurso social la necesidad de elaborar el duelo y de no permitir que el pasado se transforme en un compartimento vaciado. La literatura postdictatorial, en este sentido, "se hace cargo de la necesidad de elaborar el pasado y definir su posición en el nuevo presente instaurado por los regímenes militares: un mercado global donde todo se ha mercantilizado" (Avelar 2000: 284).


Carne de perra: la persistencia de un imaginario

Dentro de ese corpus de novelas, Carne de perra, novela publicada el año 2009, alcanza un lugar especial, pues en ella, además de retomar la experiencia de la dictadura, se actualiza una de sus expresiones más perversas, esto es, la práctica de la tortura. Es necesario destacar que los temas de la detención, la tortura y la transformación de la víctima en informante de los servicios de seguridad de la dictadura han sido desplegados también en relatos de carácter testimonial y autobiográfico, tales como El infierno (1993) de Luz Arce y Mi verdad (1994) de Marcia Alejandra Merino. En los dos casos se trata de relatos donde se expone la experiencia de mujeres de izquierda que fueron detenidas por los aparatos represores del régimen militar, sometidas a tortura, hasta convertirse, finalmente, en delatoras de la DINA. Las dos experiencias se ofrecen como testimonio de la crueldad y represión dictatorial y también del arrepentimiento de las involucradas. La posterior conversión religiosa de ambas mujeres genera el apoyo institucional y espiritual que les garantiza, según ellas, el perdón de la comunidad a la cual están dirigidas ambas escrituras. Ahora bien, independiente del grado de responsabilidad que hayan tenido en los diez años que sirvieron a la represión, es interesante constatar que los dos libros no tuvieron un mayor efecto en tiempos de la transición: "pese a que ambos libros hacen memoria y rememoran el tiempo de la dictadura dando a conocer imágenes controversiales del pasado, nada sucedió alrededor de su publicación [...] es como si la verdad testimoniada por L. Arce en su libro no fuera una verdad entre otras, tan atendible y desatendida como las demás" (Richard 2001: 70). La indiferencia con la que fueron recibidas ha sido vista como una de las formas de cautelar que los fantasmas del pasado de la dictadura no alteren ni enturbien los planes ascéticos de la transición democrática.

Por otro lado, y en cuanto a los temas de la detención y la tortura presente en la narrativa chilena de la postdictadura, Carne de perra posee también antecedentes literarios. Es el caso de El palacio de la risa (2002), de Germán Marín, novela donde uno de los espacios focalizados es Villa Grimaldi, en tiempos de la dictadura militar. Se produce así un contrapunto entre los recuerdos del narrador, los que remiten a la adolescencia transcurrida en lo que era la hermosa residencia familiar de uno de sus amigos de la época, y los testimonios que va recogiendo de las torturas y muertes acaecidas cuando esa casa derivó en Villa Grimaldi, una de las casas de desaparecimiento emblemáticas en tiempos de la dictadura. Sin embargo, el antecedente literario más próximo y significativo de Carne de perra viene a ser El desierto de Carlos Franz, novela publicada el año 2005. También se observa aquí la particular relación que se genera entre víctima y victimario en tiempos de la dictadura militar. En este caso se trata de Laura, una jueza que vuelve a Chile después de vivir en el exilio por más de veinte años. El retorno a Pampa Hundida permite una recuperación de un pasado del cual no se ha podido ni se ha querido hablar: los tiempos en que siendo jueza, poco después del golpe de Estado, se ve enfrentada a una situación de violación y tortura a manos del mayor Cáceres. Laura es obligada a delatar a un prófugo del campo de concentración, que los militares habían montado en Pampa Hundida. Entre los dos se realiza un acuerdo que consiste en que no se continuará con la muerte de prisioneros si, a cambio, la víctima accede a las demandas sexuales de su torturador. El desierto, al igual que Carne de perra, se propone ir más allá de describir una experiencia individual, para devenir en reflexión sobre el tema de la culpa colectiva ante lo sucedido en el país.


Carne de perra: una representación de lo indecible

A nivel temático, Carne de perra se concentra en la figura de María Rosa Santiago López, enfermera universitaria, nacida en Limache, hija de un taxista y de una profesora de castellano. María Rosa es detenida en el período de la dictadura militar chilena. debido a su relación con Alexis Leiva, jefe de los Banderas Rojas, "un grupo más a la izquierda que el MIR" (Sime 2009a: 50). María Rosa es sometida a diversos tipos de tortura física. Una vez que piensa que la dejarán libre, queda en manos de Emilio Krank, alias El Príncipe, quien la somete a un proceso lento y constante de tortura psicológica. Entre los dos surgirá una relación patológica de dependencia mutua. El Príncipe la ha elegido para formar parte de un plan que consistirá en matar a un personaje público que, según los servicios de inteligencia militar, atenta en contra del país que está intentando construirse. Para tal fin la saca del centro de detención y la lleva a vivir a un departamento. Al poco tiempo le consigue un trabajo de enfermera en la clínica donde se encuentra hospitalizado el hombre público que María Rosa deberá eliminar a través de la aplicación de compresas contaminadas. Una vez perpetrado el crimen, María Rosa, a su pesar, deberá irse a Suecia (Upsala y Estocolmo), país donde tendrá el status de refugiada política. Después de años, ya entrada la democracia, vuelve a Chile y comienza a trabajar como enfermera en la Posta Central en la ciudad de Santiago. Después de un año de su retorno a Chile, se reencuentra, en el mismo centro hospitalario, con su antiguo victimario, el Príncipe, quien está en estado terminal, afectado por un cáncer severo. Al reconocer éste a María Rosa le solicita morir a manos de ella. En un principio María Rosa comienza a someterlo a tortura, a partir de manipular los procedimientos médicos, las dosis de morfina, etc. Sin embargo, finalmente decide apresurar la muerte por él deseada.

En términos de estructura, la información narrativa se despliega en una trama fragmentada en 30 pequeños capítulos, los cuales ofrecen un complejo montaje organizativo. 19 de estos remiten al tiempo de la detención de María Rosa, tiempo en el que fue sometida a tortura física y psicológica, se relacionó de manera patológica con el Príncipe y cooperó en la misión de asesinar al político "indeseable".[2] Los restantes 11 capítulos se concentran en el tiempo del retorno a Chile (desde Suecia) de María Rosa, su compleja inserción en el país, su conflictivo reencuentro con su familia, su trabajo en la Posta Central, el reencuentro con el Príncipe y la muerte del mismo. En este tiempo del retorno se informa también acerca de los años que María Rosa estuvo en Suecia viviendo como refugiada política. Se trata de una información muy condensada que se describe en el capítulo cinco, pero que permite entender las consecuencias que se produjeron en el orden familiar de María Rosa, durante los años de "exilio".

Estos dos diferentes ámbitos narrativos poseen, a su vez, dos modalidades distintas de enunciación: mientras que el primer tiempo, el tiempo de la detención y de los diversos tipos de tortura, se despliega en una narración en tercera persona, el segundo segmento narrativo se estructura a partir de la primera persona, en la voz de María Rosa. Por otro lado, la narración da paso, en varios segmentos narrativos, a una dinámica dialógica que acentúa la inestabilidad de la enunciación y la dificultad por sostenerse en solo una perspectiva narrativa y en una única interpretación de lo sucedido: "Ella insiste: Hace un año que no veo a Alexis Leiva, que no tengo contacto con nadie. El, paternal: Chiquilla, eso es lo que sabemos. A tu novio ya lo tenemos. Tú, tranquila" (9).

La dificultad señalada en la narración de la experiencia de la tortura revela a su vez la dificultad de su representabilidad en el lenguaje, puesto que tal resistencia viene a ser constituyente de la esencia misma del dolor. Remite por ello a un problema que apunta a los límites de la literatura para decir algo sobre las prácticas de la represión y, en este caso, de la práctica extrema de la tortura. Al respecto, Patrik Dove señala que:


La experiencia dictatorial impone la urgencia, y al mismo tiempo pone en duda la capacidad de la literatura de responder a una crisis que afecta a toda la sociedad. [...] Los extremos de violencia y crueldad hacen dudar de la posibilidad de nombrar, posibilidad que tradicionalmente ha sido la tarea fundamental de la literatura (Dove 2005: 146).


La complejidad narrativa de Carne de perra viene, por lo tanto, a ser consecuencia de la dificultad de narrar una experiencia límite respecto a la cual las palabras y el lenguaje parecen quedar obsoletos. En este sentido, la novela estudiada remite a los planteamientos de Ricardo Piglia, quien, teniendo como referencia la catástrofe de los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, señala que hay acontecimientos imposibles de ser trasmitidos y que suponen una relación nueva con las palabras (Piglia 2001:31).


Tiempo de la detención: una temporada en el infierno

El fragmento primero de Carne de Perra instala ya la experiencia de la tortura. María Rosa dejará de recibir flagelos físicos en el segundo piso de la casa de tortura, para empezar a sufrir ahora otros tipos de apremio, a manos del Príncipe:


Está desnuda, tirada sobre un piso de baldosas. Tiene los ojos vendados y las manos atadas a la espalda. [...] Aunque no hay signos visibles de la reciente tortura cada vez que tirita el dolor es intenso [...] No más "Cielo" para ella. Que se duche, se vista y coma algo. Cuando esté lista me avisan. Usted, deje de tiritar, le dije que se tranquilizara. Ya verá como yo soluciono este mal entendido (Sime 2009a: 7-8).


Salir del "Cielo" (el piso de la segunda casa de tortura) implica, sin embargo, entrar en un nuevo tipo de acecho donde el dolor físico irá dando paso a una relación marcada por una pulsión sádico sexual:


Saca del bolsillo de su pantalón una navaja pequeña. Clava la punta en una herida, levanta entera la costra y se la muestra. Si queremos bonita la cara, sin cicatrices hay que descostrar donde hay infección, pues, muñeca [...] El emprende la tarea con esmero. Cuando termina manan hilos de sangre de sus heridas [...] ¿te gustan los perros? ¿te gustan? Dime: "me gustan los perros". La muchacha balbucea: me gustan los perros. Él gruñe en su oreja, gimotea como un cachorro. Empieza a lamerle el cuello. Luego recorre con parsimonia el rostro de ella. Son lengüetazos fibrosos que hacen arder las llagas (10).


La anulación de la humanidad del otro, en este caso una mujer en manos de su torturador, revela la denigración extrema de la víctima, quien debe, para lograr sobrevivir, someterse a los cada vez más perversos vejámenes del Príncipe. Cómo sobrevivir, cómo resguardar un mínimo de dignidad y humanidad en esa asimetría absoluta, son temas que el texto desarrolla con amplitud. La experiencia del personaje remite a una situación de desarraigo existencial y social que, según Raquel Olea, es una marca distintiva de la experiencia de la tortura:


El testimonio de la prisión y la tortura produce una narrativa del cuerpo separado de las convenciones sociales; su lenguaje enuncia y denuncia la mezcla de experiencias de un cuerpo arrancado a sus hábitos y a su pertenencia social, organizando su representación en las conjunciones y disjunciones a que se ve impelido. Relato del aislamiento, por una parte escribe, por otra, las condiciones de irresistible promiscuidad a que es expuesto. Reducido en espacios que anulan el pudor que rige la intimidad, el cuerpo se hace público, borrando las particularidades que lo singularizan y hacen caro. El cuerpo pierde su humanidad, pero no para sumarse en un carnaval que lo colectiviza, sino para aparecer como pura biología despojada de su humanidad (Olea 2001: 201).


En Carne de perra la nominación "perra" es la expresión que concentra la estrategia de pulverizar en el otro cualquier atisbo de dignidad humana: "Pero no voy a estar viajando todo el tiempo, ¿verdad perra de mierda? Como una pluma la levanta del camastro. La tira en la silla. Le hunde la cara en los porotos. La levanta. La hunde nuevamente. Ella parece un mono con esa maraña de pelos y la cara amarilla" (19).

La violencia física realiza un contrapunto con una violencia psicológica que va revelando los rasgos psicopáticos del torturador, lo que obliga al cuerpo torturado a elaborar estrategias impensables de resistencia. Los confusos gestos de amor se confunden con un sadismo sexual y psicológico:


No pues mi reina. ¡Yo soy el Príncipe [...] Se monta sobre ella. De un solo tirón le saca el sostén. ¡Qué pechos más lindos, muñeca! ¡Cómo se va a querer morir! ¡Hay que aprovechar esos pezoncitos! El hombre toma el plato de la mesa, lo da vuelta encima, se lo restriega en la piel desnuda. No la estoy quemando ¿verdad? (19).


La relación entre María Rosa y su Príncipe, como él se hace llamar, revela una tesitura del mal donde se cumple con precisión milimétrica con una compleja práctica de anulación del sujeto. En este sentido se reproduce a cabalidad lo que Idelber Abelar (2001) establece como constantes en las prácticas de la tortura y en su representación: en primer lugar está la imposibilidad de la representación del dolor experimentado en la tortura; en seguida está el hecho de que el interrogatorio es ya un componente del dolor, que se justifica porque provoca dolor y no porque sea pragmatizable en un trozo de información revelada; en tercer lugar se considera que la tortura funciona también como producción de habla, no porque se torture para realizar exitosamente un interrogatorio, sino porque el interrogatorio es la tortura misma en su realización. Invariablemente su objetivo es producir en el sujeto torturado un efecto de auto desprecio, odio, vergüenza.

En el acontecer narrativo de Carne de perra puede apreciarse cómo estos sentimientos (desprecio, odio, vergüenza) consumen al personaje femenino hasta desorientar absolutamente su capacidad de imaginar un sentido de vida diferente al infierno en el que vive: "En todo caso el hombre es el único contacto con el mundo" (31). Pertinentes al respecto son los planteamientos de Elaine Scarry, quien señala que "la tortura busca desarmar la subjetividad de la víctima. Frecuentemente acompañada de violencia sexual, la tortura dramatiza la profunda asimetría del poder entre torturador y torturado, utilizando esa brecha aplastante para privar a la víctima de todo recurso de significación" (Scarry 1985: 45). Esto es elocuente en el caso de Carne de perra:


Vengo a verla de noche porque le traje un regalo, dice levantando una bolsa. Ella: ¿un regalo? Sí, muñeca. Mete la mano y palpa, a ver si adivinas. Ella: ¿Qué hay dentro? El papel cruje ante la reticencia de los dedos. El: ¡mete la mano, concha de tu madre, y agarra! [...] ¿Y esa cara? ¿No cachái perra? Entonces huele!" (31-32).


Las invasiones convierten al cuerpo, a la voz y a las emociones de la víctima en instrumentos de poder disponibles para ser usados en su contra. La tortura intenta producir la pérdida de control sobre las funciones subjetivas, lo cual funciona también como signo de la muerte subjetiva. María Rosa es inocente de lo que la culpan, pero aquello no importa en la dinámica de la tortura, donde el torturador solo descansa en el momento que escucha lo que desea escuchar. Según Michel de Certeau:


La tortura se sitúa en la relación triangular entre el cuerpo individual, el cuerpo social y la palabra, que logra establecer un contrato entre los dos. El gesto del verdugo graba en la carne la orden que se encarniza en obtener una confesión primordial: acreditar que él, el poder actuante, es normativo y legitimo (cit. en Viñar/Viñar 1991: 104).


La relación entre victimario y víctima reproduce, en Carne de perra, la figura del amo y el esclavo, y el ejercicio del poder en su versión más radical y grotesca. Dicha forma de relación se exterioriza y sofistica desde el momento que el Príncipe saca a María Rosa del centro de detención y la lleva a vivir a un departamento de la Plaza Italia. Se evidencia ahora cómo el mundo de María Rosa se ha ido reduciendo, desde la perspectiva de la víctima, a lo que su victimario afirma como la única realidad existente:


Perra de mierda. ¿No te dije que pusieras música? [...] Perdona, salí a mirar. Tú me miras a mí ¿entendiste? Usted contempla a su Príncipe y punto (76).

La relación absolutamente asimétrica en el ejercicio del poder revela la necesidad de anular cualquier voluntad en la víctima de la represión: ¿Tengo que recordarte quién es el amo? ¿Quién manda, perra de mierda? [...] Te quedó gustando vivir encima de un excusado? Porque ahora mismo te encierro. ¡Maraca! (86).


Los desvaríos de una pulsión inconfesable

Carne de perra complejiza el tema de la tortura con uno de los motivos más retorcidos del repertorio psicopático, como es el síndrome de Estocolmo, término acuñado en 1973 por el psicólogo criminalista sueco Nils Bejerot: Éste se refirió con dicha nominación a los rehenes que se sentían identificados con sus captores.[3] Posteriormente, el término pasó a signar la relación de empatía o de identificación que surge entre una víctima y su victimario; en este caso entre el torturador y la víctima de la tortura. En Carne de perra el síndrome descrito signa una relación de dependencia patológica donde el uso del poder se vincula a una particular forma de sadomasoquismo: "EL era el amo, mi amo. Me producía terror. También me excitaba, una mezcla que no lograba entender. Estaba presa. ¿De él? No. Más que de él, de mi apego a la vida" (51). La figura amo/esclavo que se configura, activa un tipo de pulsiones que el acto de escritura intenta descifrar: "¿Por qué queda inmóvil mientras el hombre le revienta higos en los pechos? Al contacto de su lengua se le erizan los pezones ¿De placer? ¿La excita oír al hombre acezando entre sus piernas?" (32). El vínculo patológico se nutre de conductas supuestamente amorosas, que contrastan con la violencia desplegada en la absolutamente asimétrica relación:


Sus manos se rozan. Engarza sus dedos con los de ella. Le masajea las yemas. Ella responde con una caricia tibia que empieza en la palma y termina cerca de las uñas. Siguen así, como dos adolescentes que empiezan a reconocer sus cuerpos, tocándose en la oscuridad hasta que la película termina (67).


La identificación con el victimario se consolida cuando Rosa María ya no establece distinción entre el torturador y ella. Internaliza así una determinada construcción imaginaria del enemigo: "Diga qué son los indeseables. Ella: Gente capaz de destruir el nuevo país que se está construyendo" (97). Por tal razón siente como propia la misión de cumplir con el asesinato que le es encomendado: "El Príncipe se metió en mi cuerpo. También en mi conciencia. Es imprescindible eliminar al enemigo, muñeca. Yo dependía de él. Completamente. Quería hacer todo lo que él me pidiera. Y lo hice" (85). La satisfacción del Príncipe se confunde ahora con la euforia de María Rosa y su alegría de haber cumplido exitosamente con la misión encomendada[4]: "Sí, me vine corriendo de la clínica para contarte. Sin detalles, muñeca, supe que fue un éxito y basta. Ella, besándolo: ¡Lo hicimos! ¡Lo hicimos! [...] La tiende en la cama, se inclina para morderle el cuello. Ella se ríe, lo atrae, lo abran con las piernas" (102).

Finalmente, al saber que deberá irse a Suecia como refugiada política, María Rosa expresa su deseo de seguir en el único tipo de vínculo que ha concebido en el último tiempo:


¿Pero por qué? Yo iba a seguir un tiempo en la clínica. ¿Te acuerdas de que dijiste que te iba a seguir ayudando? ¿Te acuerdas? ¿Hubo algún problema? Muñeca, el plan sería un fracaso si no apareces en Suecia como refugiada política. Lloriqueos.

Déjate de huevadas. En este juego somos peones. Lo has sabido siempre (103).


María Rosa ha terminado haciendo suyo no solo el plan del Príncipe de matar al político "indeseable" para el régimen militar, sino también ha incorporado una visión de mundo donde quien no comulga con los principios de la dictadura debe ser eliminado, por el bien de la sociedad:


Tenemos plenamente identificados al enemigo de estos ideales, al materialista, al enemigo solapado de la verdad. Nadie tuvo que decirnos nada. Sabíamos de antemano por qué y contra quién es la lucha [...] Cuando nos constituimos, ya conocíamos nuestro papel: ser la sombra dentro de la sombra (92-93).


El tiempo del retorno: de la venganza a la posibilidad de liberación

El tiempo del retorno a Chile una vez llegada la democracia implica para María Rosa un complejo proceso de asimilación a la realidad y un enfrentamiento con los fantasmas del pasado. La pérdida del sentido de pertenencia y la experiencia de una forma de anomia, condicionan el enclaustramiento y el corte con el lazo social:


Ahora cuando camino hacia mi trabajo me envuelve un silencio más profundo que el de las calles con nieve de Suecia, porque ése de allá es verdadero y aquí simplemente yo dejé de escuchar. Y, por lo visto, a pesar de compartir el idioma con mis colegas, dejé de hablar (27).


El retorno a Chile implica constatar la dificultad de acceder a alguna relación afectiva que pueda neutralizar el sentimiento de autodesprecio. El texto no se explaya en dar las razones por las cuales, por ejemplo, comienza a relacionarse sexualmente con cada uno de los taxistas que asisten al bar que ella frecuenta. Lo que queda explícito es la manera cómo ese espacio social de cotidianidad la clasifica finalmente: "La puta. Así me llaman" (27). La necesidad de romper con el círculo de aislamiento afectivo la inducen a tratar de vincularse de otro modo con uno de los taxistas. Sin embargo, lo vivido en el pasado perturba y mediatiza de modo alienante el encuentro:


Mi cuerpo no estaba convencido, tenía su propia memoria y seguía prisionero. En cada poro que se estimuló, en la humedad en la congestión, en la turgencia, continuaba la marca del Príncipe. Junto a mi amante, me penetró también él. Jugó conmigo, me separó en dos, nuevamente, y a pesar de gritar, de revolcarme, de sacudirme de intentarlo todo, logró que mi orgasmo fuera vacío, insípido. Además de puta eres loca, dijo Raúl cuando le pedí que se fuera en medio de la noche (41).


Los años que han pasado entre su tiempo de detención, su exilio y el presente, no han aminorado el sentimiento de autodesprecio y la herida que definen su impronta: "José Emilio Krank Mendieta me había usado como un estropajo. Un instrumento desechable. Eso fui" (85). El cantinero del bar es, en este caso, su eventual confidente: "En todo caso, le expliqué, las cicatrices que me pesan no se pueden ver, son internas. ¿Como una cicatriz del alma, dice usted? Del alma, o del espíritu, o lo que sea eso que tenemos dentro y nos hace sentir como la peor mierda del mundo" (119).


El tiempo del descubrimiento: la venganza y sus particulares repliegues

Los momentos finales de la trama se ocupan del reencuentro de María Rosa con el Príncipe, quien está postrado en la Posta Central con un cáncer en estado terminal. Al reconocerla, éste le solicita, a través de unas palabras escritas en una pizarra, que lo ayude a morir: "Mátame, tú puedes" (57). Sin embargo, es María Rosa quien ahora tiene el poder: "Es mi territorio. Esta vez yo tengo el poder" (57). El tiempo del reencuentro con el Príncipe inscribe en el texto toda la imaginería de una venganza:


Ahora te toca escuchar. Voy a jugar contigo... ¿hasta cuándo? Hasta que me dé la gana, hasta qué se yo [...] cuando se me antoje dejarte tú vas a seguir sufriendo. ¿No soportas más este cáncer de mierda? Te informo que estás mucho menos grave de lo que crees. Son varios meses los que te quedan. Meses de ahogos, transfusión constante, operaciones y dolor, dolor, dolor, ¿entiendes?" (115).


Es el momento de que el Príncipe sepa también en qué conste la experiencia de la tortura:


Presioné sobre las antiguas punciones, cicatrices azules diseminadas en el antebrazo: la piel se abrió y empezó a sangrar [...] Hundí el plumón en la carne abierta. El príncipe jadeaba [...] El brazo te duele, pero no se compara con la suspensión de la morfina de la otra noche, ¿verdad? (116).


Sin embargo, María Rosa entiende que el enfermo aquejado de cáncer no es quien la sigue atormentando, sino el trauma que sigue intacto en su vigencia corrosiva:


No el veterano escuálido, jibarizado, acribillado de sondas y sueros, ahogado en su propia sangre. No el paciente que yacía en la cama seis de la UTI. No, ése no. El que me perseguía, el que iba detrás de mí, era el otro, el verdadero Príncipe. El recuerdo de sus ojos amarillos me daba vueltas en la cabeza, me punzaba, haciéndome daño" (35).


Enfrentarse con el torturador implica constatar la dificultad de poder desarraigar a quien lleva enquistado en su interior: "Ayer pensé que al fin me estaba liberando de un hombre maldito, pero me di cuenta de que lo tengo acá dentro, conmigo" (119). Al final del relato, María Rosa decide inducir la muerte del Príncipe y aliviarlo de esa manera del dolor insoportable. Solo ahí, en ese acto donde se confunden el Príncipe y lo que queda de él, podrá sentir, finalmente, una cierta liberación: "No creas que estoy haciendo esto por ti, le dije, lo hago por mí, porque, sabes, yo tengo sentimientos, aunque no lo creas" (121).


La escritura como expresión de una deuda pendiente

A nivel del discurso de ideas, Carne de perra reelabora artísticamente la propuesta de que en cualquier contexto donde existan víctimas y victimarios, una historia como la que cuenta podrá ser posible. La presión y la violencia que ejerce el Príncipe sobre María Rosa se convierte así en metáfora de lo que sucedió al interior del país. Karl Kohut define a esta forma de agresión como una "violencia vertical", es decir, el tipo de violencia que se da entre el orden autoritario ("los de arriba") y la resistencia ("los de abajo"), modalidad de violencia que se identifica siempre con la dictadura y la represión. Al mismo tiempo, y este es el caso de Carne de perra, aunque en la actualidad democrática ya no surja una narrativa donde se observe la dialéctica dictadura/resistencia, la violencia reaparece como reflexión sobre el pasado inmediato. Según Kohut, esto demuestra "que la violencia sigue siendo un trauma para los diferentes pueblos" (Kohut 2002: 208).

La representación de mundo presente en Carne de perra revela la persistencia de un discurso social que se resiste a desaparecer del repertorio de formas en que el país se expresa y a la vez se esconde. La relación entre María Rosa y el Príncipe opera como el eje semántico donde se estrella cualquier significación de humanidad. Al negar la significación del otro en la práctica de la tortura, la violencia adquiere autonomía destructiva y se vuelve evidente la desintegración del vínculo entre lo individual y lo colectivo. Por desplazamiento, la experiencia se proyecta a nivel social a toda una colectividad que ha tenido que procesar la experiencia de un duelo todavía no resuelto. En este sentido:


La experiencia de la postdictadura anuda la memoria individual y colectiva a las figuras de la ausencia, de la pérdida, de la supresión, del desaparecimiento. Figuras todas ellas rodeadas por las sombras de un duelo en suspenso, inacabado, tensional, que deja sujeto y objeto en estado de pesadumbre y de incertidumbre, vagando sin tregua alrededor de lo inhallable del cuerpo y de la verdad que hace falta" (Richard 2001: 35).


Carne de perra remite a una particular escucha del discurso social y a una específica forma de procesar dichos contenidos. Según piensa la sociocrítica, así como las obras escuchan el discurso social, los lectores también deben reconocer la potencia creadora que tienen los textos literarios. En la experiencia literaria se pueden escuchar y aquilatar, tal vez más que en otras ramas del saber, las diversas modalidades del discurso social: las aspiraciones, las frustraciones, las energías renovadoras, la desilusión soterrada, la persistencia de las demandas que otras partes del orden social intentan acallar.

Carne de perra, en definitiva, se instaura como una expresión artística del rechazo a sucumbir ante los imperativos del olvido. Como se dijo anteriormente, la economía de libre mercado implantada por las dictaduras latinoamericanas parece requerir del olvido, no solo con el fin de borrar las huellas de la represión, sino también porque es característica de este modelo neoliberal el concentrar todas sus energías en el presente. Al operar acorde a una lógica sustitutiva, el pasado debe ser relegado al olvido, pues "el mercado requiere que lo nuevo lo reemplace sin dejar restos" (Medina 2001: 43).

A diferencia de esta manera de entender la sociedad actual, la motivación literaria de Carne de perra entra en consonancia con la urgencia por procesar constructivamente el pasado, revitalizar la memoria, conocer definitivamente la verdad de lo sucedido y poder realizar así, por fin, el duelo necesario. La necesidad de revisitar el pasado dictatorial y de fundar nuevos canales de expresión de lo hasta ahora silenciado, continúa activando un imaginario que sigue demostrando la necesidad de una profunda indagación sobre lo sucedido en tiempos de dictadura. Carne de perra se suma así a una tendencia narrativa que, a pesar de los pocos ejemplos que pueden apreciarse, revela la persistencia de una demanda colectiva, que no logra ser apagada por las exigencias del actual pulso del proceso democrático.

 

 



 

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Notas

[*] Cristian Montes Capó es profesor de Literatura Chilena y Teoría Literaria. Actualmente trabaja, como investigador responsable, en un proyecto Fondecyt, titulado "El tema de la violencia en la narrativa chilena de la postdictadura y su origen en el conflicto entre lo individual y lo colectivo". Es autor de numerosos escritos sobre narrativa chilena e hispanoamericana, como también del libro Osvaldo Soriano: una contrautopía posmoderna (2004).

[1] En palabras de Idelber Avelar: "todo lo concerniente al mercado opera con una lógica donde el pasado corre riesgo de volverse obsoleto, pues la piedra angular de la mercantilización es el borrar el pasado como pasado" (Avelar 2000: 285).
[2] La trama narrativa de Carne de perra permite visualizar cómo los límites entre ficción y realidad se problematizan y relativizan. La forma de ficcionalizar ciertos hechos que remiten a la realidad chilena en tiempos de la dictadura militar, tensiona las relaciones entre mundo representado y referentes reales. Por ejemplo, respecto a Emilio Krank, alias el Príncipe, este personaje remite ficcionalmente a quien fuera, en tiempos de la dictadura, uno de los torturadores más crueles y temidos que pasaron por el Estadio Chile, apenas ocurrido el golpe militar. Se trata de Edwin Dimter Bianchi, alias "el Príncipe", como se hacía llamar y como terminaron llamándolo los detenidos. Al igual que la descripción que se realiza en la novela, el apodo provenía de su tipo físico: alto, rubio y de ojos azules. Se sabe que Edwin Dimter, antes de llegar al Estadio Chile, estuvo detenido por haber participado en la sublevación del Regimiento Blindados N° 2, el 29 de junio de 1973, conocido como el "tanquetazo", en contra del presidente Salvador Allende. Aunque no se ha establecido judicialmente, "el Príncipe" ha sido sindicado como el que dio muerte al cantautor Víctor Jara, cuyo cuerpo apareció el 16 de septiembre cerca del Cementerio Metropolitano, con 34 impactos de bala, junto a otros cinco ejecutados. Por otro lado, el crimen que María Rosa se ve impelida a cometer para eliminar al político "indeseable" remite a la muerte, el 22 de enero de 1982, del ex presidente Eduardo Frei Montalva en la Clínica Santa María. Como es sabido, su familia baraja hasta hoy la tesis de que fue asesinado en dicha clínica.
[3] Respecto a la presencia del síndrome de Estocolmo presente en su novela, Fátima Sime da un giro interpretativo al concepto, al señalar: "Yo traté de revelar que cualquier ser humano es capaz de cualquier cosa dependiendo de las circunstancias, y además hablar del síndrome de Estocolmo, porque hoy en día, en esta sociedad, vivimos un síndrome de Estocolmo: ¡estamos todos enamorados de este sistema capitalista, cautivados con algo que nos hace mierda, y que nos tiene secuestrados!" (Sime 2009b: 7).
[4] Cabe señalar que en este aspecto se generan algunas similitudes entre el personaje de Carne de perra y lo que fue la experiencia de Luz Arce y Marcia Alejandra Merino. Como se dijo anteriormente, ambas mujeres estuvieron vinculadas alrededor de diez años con la DINA y no queda claro verdaderamente, porqué en vez de abstenerse de continuar en esa red de delación y muerte, deciden continuar allí, a pesar de ya no estar obligadas. Según Diamela Eltit: "Cuando se cumplió la etapa de la delación, ya Luz Arce y Marcia Alejandra Merino, entraron en un nuevo estadio vital. Sus energías resurgieron con un objetivo absorto como fue pasar a integrar el cuerpo de inteligencia militar y llegar a convertirse en oficiales de ese servicio. Para conseguir ese objetivo buscaron la protección de oficiales maduros que, desde su impresionante poder, las mantuvieran vivas apelando al espacio más clásico del encuentro de lo masculino y lo femenino como es el ejercicio de la sexualidad. Cuando los relatos entran en esa etapa, ya los parámetros cambian. Una lectura atenta permite vislumbrar que realmente están comprometidas con las redes de inteligencia militar, se hacen partícipes intelectual y emocionalmente de los conflictos y de las luchas internas. Cada una con sus respectivos socio-captores amantes emprende otra vez una carrera, digamos política" (Eltit 1996: 57).

 

 

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"Carne de perra", de Fátima Sime: la persistencia de lo urgente
Por Cristian Montes Capó
Publicado en IBEROAMERICANA, Vol.11, N°44, 2011