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BOLAÑO Y CHILE (*)

Grínor Rojo
Universidad de Chile

En ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 5, Diciembre 2004, Número 5, 201-211

 


.. .. .. .. .. .

“… a mí lo mismo me da que digan que soy chileno,
aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano,
o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos
prefieran considerarme español, o, ya de plano, desaparecido en combate,
e incluso lo mismo me da que me consideren español, aunque algunos colegas
españoles pongan el grito en el cielo y a partir de ahora digan que soy venezolano,
nacido en Caracas o Bogotá, cosa que tampoco me disgusta, más bien todo lo contrario.
Lo cierto es que soy chileno y también soy muchas otras cosas”
.

Roberto Bolaño.
Discurso de Caracas


En un artículo que apareció en el 2003, entre el conjunto de estudios críticos que sobre la obra de Roberto Bolaño editó y publicó Patricia Espinosa [1], yo argumenté que Los detectives salvajes podía leerse perfectamente como un arreglo de cuentas doble: del escritor Bolaño con la tradición de la literatura moderna de América Latina, entendida esta como una literatura que tendría su origen en los movimientos de vanguardia (con un deslinde estético-historiográfico que no es infrecuente pero erróneo a mi juicio, y así lo manifesté en aquel trabajo) y del individuo Bolaño con un determinado segmento epocal, llamémoslo el segmento revolucionario en la historia contemporánea de la región, el que, habiéndose iniciado presumiblemente con el estallido de la Revolución Cubana en 1959, se iría al diablo en Chile en 1973, con el golpe de Estado que puso fin al gobierno de Salvador Allende (un recorte de historia general que, dicho sea de paso, tampoco me convence a mí del todo). Hoy, que tengo que exponer en esta mesa sobre Bolaño y Chile, debo partir, como ustedes podrán suponerlo, desde el segundo de estos dos arreglos de cuentas. Y para eso, lo mejor es que empiece mi tarea con algunos datos tomados de la producción del escritor.

No es preciso esforzarse demasiado para dar con ellos. Hay, por ejemplo, un cuento entre los que integran Putas asesinas, titulado significativamente “Carnet de baile” [2], en el cual, en orden cronológico e inclusive enumerándolas, casi como si se tratara del borrador para las memorias que nunca escribió, Bolaño nos entrega la mayor parte de las informaciones que aquí nos están haciendo falta. En ese cuento, con unos nombres y unas actividades que se disimulan apenas, entre una madre joven, animosa y con aficiones literarias, que ahí se llama María Victoria Avalos Flores, de un lado (“Avalos” era el segundo apellido de Bolaño), y del otro, un padre que fue en el sur de Chile “campeón de boxeo amateur en la categoría de los pesos pesados” y que le enseñó al hijo a pelear (208-209, un dato biográfico que es cierto también), este último narra el desvarío en el cual ya mayor, de unos cuarenta o más años, él mismo incurre cuando contempla una edición de 1961 de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, un libro que fue de su madre, que posteriormente estuvo en poder de su hermana y ahora forma parte de su propia biblioteca.

En el curso de su proustiana contemplación de esa edición conmemorativa del millón de ejemplares de los Veinte poemas…, el protagonista-narrador de “Carnet de baile” trae a la memoria (recall es el término que se usa en inglés para designar esta acción) los episodios salientes de su vida. Incluye en esa retrospectiva su salida de Chile a los quince años, en 1968, su segunda iniciación en la literatura chilena (después de los Veinte poemas…), ya en México y esta vez de la mano del “maestro” Jodorowski (“una de las cosas que me gustaba de Jodorowski era que hablaba de los intelectuales chilenos [generalmente en contra] y me incluía a mí”, 209), su alejamiento posterior del maestro, la ampliación del repertorio de sus lecturas chilenas y latinoamericanas en 1971 (“… leí a Vallejo, a Huidobro, a Martín Adán, a Borges, a Oquendo de Amat, a Pablo de Rokha, a Gilberto Owen, a López Velarde, a Oliverio Girondo. Incluso leí a Nicanor Parra. ¡Incluso leí a Pablo Neruda!”, 210), su vuelta al país a los veinte años, en 1973, a participar en lo que se estaba gestando aquí en aquel entonces, pero solo un mes antes de que se viniera todo abajo al producirse el golpe de Estado pinochetista, lo que da pie para el relato de cómo le fue a él durante el golpe vigilando estúpidamente “una calle vacía” el 11 de septiembre (211), y más tarde, en noviembre, cuando los militares de Pinochet lo detienen en un control de carretera y lo meten en la cárcel como sospechoso de ser un “terrorista mexicano” (ibíd.). En cuanto a los pormenores de esa detención, para averiguarlos nosotros podemos recurrir a un segundo cuento, “Detectives” [3], que forma parte de Llamadas telefónicas, y que nos los proporciona. En “Carnet de baile” se decía que “Me sacaron del atolladero dos detectives, ex compañeros míos en el Liceo de Hombres de Los Angeles” (212). En “Detectives”, serán esos dos ex condiscípulos, convertidos en policías por los azares de un destino con uniforme militar, quienes ocupen el centro del escenario y manteniendo ahí una conversación cuyo foco es la suerte corrida en ese mes de noviembre del 73 por el álter ego de Roberto Bolaño, esto es, por Arturo Belano:

—¿Te acuerdas del compañero de liceo que tuvimos preso?
—Claro que me acuerdo. ¿Cómo se llamaba?
—Fui yo el que se dio cuenta que estaba entre los detenidos, aunque todavía no lo había visto personalmente. Tú sí y no lo reconociste.
—Teníamos veinte años, compadre, y hacía por lo menos cinco que no veíamos al loco ese. Arturo creo que se llamaba (124).

Finalmente, la permanencia de Belano/Bolaño en Chile después de su encarcelamiento en El Sur se prolonga por un par de meses más, hasta enero de 1974. En lo que se refiere a la continuidad de sus relaciones con la literatura chilena, percatémonos nosotros ahora de que en la retrospectiva que “Carnet de baile” nos entrega él se ha movido desde su simpatía infantil por el autor de los Veinte poemas…, a su disgusto adolescente por los escritos y posiciones políticas de El Vate, a la adopción de Nicanor Parra como un nuevo padrino artístico, o sea, como una nueva figura estético-tutelar, lo que no tengo que hacer es insistir en que es una búsqueda que no cesa en los discursos de Bolaño, y en la conclusión final de que Nicanor Parra tampoco satisface sus inquietudes en este sentido y que en realidad lo único que a él le cabe, como el joven escritor que es, es “matar a los padres” ya que “el poeta es un huérfano nato” (210).

He ahí pues algunas de las informaciones documentales que nos estaban haciendo falta. Como si eso fuera poco, se trata de informaciones que se repiten con una exactitud que no puede considerarse fortuita en varios otros lugares de la escritura que estamos comentando. Por ejemplo, en “Encuentro con Enrique Lihn” [4], también de Putas asesinas, donde leemos, entre otras citas igualmente memorables, que “Chile y Santiago alguna vez se parecieron al infierno y que ese parecido, en algún sustrato de la ciudad real y la ciudad imaginaria, permanecerá siempre” (217); en Estrella distante y en Nocturno de Chile, que son dos libros de Bolaño dedicados a la cosa chilena enteramente, que retoman la hebra chilena y la siguen hasta sus últimas y más tenebrosas consecuencias; en los buenos poemas de Perros románticos (sí, en Perros románticos hay algunos buenos poemas); en la última biografía apócrifa de La literatura nazi en América; fugazmente en la vida y recuerdos de uno de los personajes de La pista de hielo; en el último relato de Tres; en Amuleto de todas maneras; y, demás está decirlo, en Los detectives salvajes, cuya contribución a este complejo ideológico e imaginario yo discutí hace dos años. En Los detectives salvajes, quiero recordarlo aquí de nuevo, los prolegómenos de la circunstancia que nos interesa están contados por la poeta uruguaya Auxilio Lacouture de la siguiente manera:

Me pongo a pensar en Arturo Belano, en el joven Arturo Belano al que yo conocí cuando tenía dieciséis o diecisiete años, en el año de 1970, cuando yo ya era la madre de la poesía joven de México y él un pibe que no sabía ni beber pero que se sentía orgulloso de que en su lejano Chile hubiera ganado las elecciones Salvador Allende […] Arturo Belano que tenía dieciséis o diecisiete años y que empezó a crecer bajo mi mirada, y que en 1973 decidió volver a su patria a hacer la revolución. Y yo fui la única, aparte de su familia, que lo fue a despedir a la estación de autobuses, pues él se marchó por tierra, un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo… [5]

Esto para nombrar solo aquellas incidencias que en mi opinión son las más destacadas (y me reservo para más adelante un comentario más largo e imprescindible sobre Amuleto).

¿Qué podemos deducir nosotros a partir de aquí?

Podemos deducir, en primer lugar, la huella de un cierto desplazamiento. Existe, en efecto, en la obra del escritor Roberto Bolaño, una suerte de trayectoria ejemplar del artista cachorro (trayectoria “iniciática”, es lo que escribe Lacouture), de acuerdo con la cual éste fue alguna vez el participante esperanzado en una tentativa de arraigo y cambio social. Esto ocurre cuando el adolescente al que sus padres sacan de Chile para vivir en México, en 1968, regresa al país cinco años después e intenta, en medio de las circunstancias históricas aciagas que todos conocemos, de reamarrar su nudo propio y también su nudo literario con el espacio natal tempranamente abandonado. Como tantos de sus compañeros de generación, de dentro y fuera de Chile, ese muchacho creyó que lo que estaba pasando en nuestro país entre el 70 y el 73 era el comienzo de algo nuevo o, mejor dicho, que lo que había surgido a partir de esa circunstancia, por primera vez en la historia del país, de la región y hasta pudiera ser que en la historia del mundo, era la posibilidad de la construcción de un horizonte histórico y social distinto al existente hasta ese entonces con todas las ventajas y con muy pocas o quizás si con ninguna de las desventajas que a la sazón podían detectarse en otras experiencias con un sello similar (incluidas entre ellas la propia Revolución Cubana, para lo que basta mencionar el viraje autoritario que comienza a manifestarse en Cuba a comienzos de los setenta y del que el affaire Padilla no es más que un síntoma).

Por otra parte, habría que tener también en cuenta hasta qué punto aquel proyecto histórico chileno de principios de la década del setenta apelaba a la imaginación y la aventura, en todo caso para un sector importante de los muchachos y muchachas que lo apoyaron, algunos de ellos/ellas sin reticencias y otros/otras objetándolo en unos cuantos aspectos, aunque haciéndolo suyo en todo lo demás. Me refiero con esta última expresión a la nueva izquierda chilena, a la castroguevarista, la del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), convencida de la necesidad de probar a los revolucionarios en el fuego mismo de la revolución, y que es el equipo con el que el joven Bolaño da la impresión de haberse sentido más a gusto. Independientemente del juicio que podamos emitir hoy sobre las opciones políticas de esa izquierda, que pueden haber sido o no atinadas (hay todavía fuertes polémicas al respecto), lo que nadie puede negar es que quienes se identificaron con ella lo hicieron en gran medida por motivaciones etarias, porque la encontraron atravesada por un viento de frescura que no sentían soplar en el espacio de otros referentes partidarios del mismo tipo, que actuaban al mismo tiempo y a los que ellos consideraban irredimibles por estar en manos de una generación anterior y con expectativas estratégicas y tácticas caducas. El atrevimiento, la grandeza, la heroicidad incluso eran los grandes atributos del planteo que esos jóvenes ofrecían en cambio. Había algo de impúdicamente novedoso y de irresistiblemente seductor en los gestos y los discursos peleadores y alborotados de Miguel Enríquez y sus compañeros. Todos los vimos, todos los escuchamos, todos fuimos tributarios o admiradores desde lejos de su embrujo. Un título panglossiano, de un libro que el asesor presidencial Ernesto Ottone acaba de publicar en el Fondo de Cultura Económica en Santiago de Chile, y que es en sí mismo algo así como un corte radiográfico de los mezquinos tiempos que hoy vivimos, La osadía de la prudencia, hubiera sonado entonces, en los oídos de aquellos bravos muchachos, como la peor de las blasfemias.

Esto es pues lo primero. Una historia hermosa, pero también trágica o, mejor dicho, trágica y cómica a la vez, en la que un artista cachorro chileno, de diecinueve o veinte años, pletórico de imaginación y de ganas, y al que otros han desarraigado en la adolescencia del sitio de su nacimiento, regresa a él y reamarra o pretende reamarrar su vida y su literatura con lo que en ese sitio está aconteciendo históricamente. No solo eso. Obsérvese además que la figura de Pablo Neruda, que es esencial en “Carnet de baile”, acabará transformándose, con el despliegue de esa narración (y en mi criterio de nuevo injustamente), en el emblema de una rebeldía antigua, literariamente impostada, moralmente culpable y políticamente inefectiva (más, mucho más sobre el antinerudismo de Bolaño en Nocturno de Chile). El protagonista de “Carnet de baile”, que se ha criado en la fascinación por Neruda, pero que ha reaccionado contra ella en la temprana adolescencia, no puede dejar de reconocer que Neruda es de todos modos el que suministra la sopa intelectual e imaginística con que se alimentó la sensibilidad de una época completa de la historia de Chile: su madre era nerudiana, Allende era nerudiano, él mismo fue nerudiano en su prehistoria de escritor y de hombre.

En segundo lugar, tenemos que seguirle aquí la pista al “después” de la circunstancia tragicómica que acabamos de reseñar. De ese después descubrimos, por supuesto, señales varias, algunas de ellas sostenidas y otras solo de paso, esparcidas por toda la obra de Bolaño. Su versión más vívida proviene sin embargo no de un relato directo sino de una “garganta prestada”, como le gustaba decir a Gabriela Mistral, esto es, de la voz de un o más bien de una testigo externa. Ella es, nuevamente, Auxilio Lacouture, quizás el personaje más entrañable de esta narrativa, que como hemos visto está presente en Los detectives salvajes, pero que por sí sola da origen a la que con el correr de los años podría transformarse en una de las novelas de culto del escritor: Amuleto. Quisiera escribir muchas cosas sobre este personaje, sobre su libre elección de la bohemia y el vagabundaje, sobre su belleza menesterosa, sobre su aura poética, pero para los fines de esta nota me limitaré a advertir que ella, la autoproclamada “madre de la poesía joven de México”, es la que observa desde afuera el retorno de Arturo Belano a ese país con posterioridad a su frustrada odisea chilena. Permítanme citar in extenso esta vez:

Pocos días después, en enero de 1974, llegó Arturito de Chile y ya era otro. Quiero decir: era el mismo de siempre pero en el fondo algo había cambiado o había crecido o había cambiado y crecido al mismo tiempo. Quiero decir: la gente, sus amigos, lo empezaron a mirar como si fuera otro aunque él fuera el mismo de siempre. Quiero decir: todos esperaban de alguna manera que él abriera la boca y contara las últimas noticias del Horror, pero él se mantenía en silencio como si lo que esperaban los demás se hubiera transmutado en un lenguaje incomprensible o le importara un carajo.

Y entonces sus mejores amigos dejaron de ser los poetas jóvenes de México, todos mayores que él, y comenzó a salir con los poetas jovencísimos de México, todos menores que él, chavitos de dieciséis años, de diecisiete, chavitas de dieciocho, que parecían salidos del gran orfanato del Metro del DF y no de la Facultad de Filosofía y Letras, seres de carne y hueso a los que yo veía a veces asomados a las ventanas de las cafeterías y bares de Bucareli y cuya sola visión me provocaba escalofríos, como si no fueran de carne y hueso, una generación salida directamente de la herida abierta de Tlatelolco, como hormigas o como cigarras o como pus, pero que no había estado en Tlatelolco ni en las luchas del 68, niños que cuando yo estaba encerrada en la Universidad en septiembre del 68 ni siquiera habían empezado a estudiar la prepa. Y ésos eran los nuevos amigos de Arturito. Y yo no fui inmune a su belleza. Yo no soy inmune a ningún tipo de belleza. Pero me di cuenta (al mismo tiempo que temblaba al verlos) que su lenguaje era otro, distinto al mío, distinto al de los jóvenes poetas, lo que ellos decían, pobres pajaritos huérfanos, no lo podía entender José Agustín, el novelista de la onda, ni los jóvenes poetas que querían darle en la madre a José Emilio Pacheco, ni José Emilio, que soñaba con el encuentro imposible entre Darío y Huidobro, nadie podía entenderlos, sus voces que no oíamos decían: no somos de esta parte del DF, venimos del metro, de los subterráneos del DF, de la red de alcantarillas, vivimos en lo más oscuro y en lo más sucio, allí donde el más bragado de los jóvenes poetas no podría hacer otra cosa que vomitar [6].

De la obra de Stendhal, sostiene Erich Auerbach, que su clave de lectura, la que le otorga a esa obra su sentido pleno, es el hecho de que ella, la escritura stendhaliana, surge y se desarrolla desde el descontento del autor de Le rouge et le noir con el mundo postnapoleónico y de su conciencia de que él “no pertenece a ese mundo, que no tiene un lugar en él”. Y agrega Auerbach: “Debido a que el interés [literario] de Stendhal proviene de su propia vida, no lo sustenta la estructura de una sociedad posible sino los cambios en la sociedad realmente dada”. Por último: “no tiene [Stendhal] ningún sistema racionalista preconcebido en lo que toca a los factores generales que determinan la vida social, ni ningún concepto-pattern acerca de cómo debería ser en el futuro la sociedad ideal” [7].

Creo yo que algo parecido es lo que podemos afirmar sobre Roberto Bolaño. Bolaño es, en este sentido, un escritor que se moviliza entre dos tiempos. En uno de ellos, en el tiempo viejo, el que él deja atrás, se aloja la pasión revolucionaria, el fervor del cambio, la rebeldía y la audacia juveniles, y en el otro, el tiempo nuevo en que reside después del agotamiento de aquel desborde de vida y que es donde al fin de cuentas ejecuta su escritura, lo que se aloja es el mundo maduro pero también caído de la postrevolución. Perdida en el primero de estos dos compartimentos temporales la grandeza épica de un proyecto de cambio, la sucede en el segundo la imposibilidad por parte de Belano/Bolaño de aceptar la degradación y la miseria burguesas que serán la marca de fábrica del proyecto que sustituya al anterior. La larga cita de Lacouture que yo incluí más arriba pone las cosas en claro. A Belano/ Bolaño, que llegó a México en el 68, que fue testigo o que al menos supo de primera mano sobre la matanza de Tlatelolco, le quedaba todavía, en 1973, una última oportunidad. Por eso regresa a Chile, a “hacer la revolución”, y de ahí vuelve a México con la cola entre las piernas y las cicatrices de un costalazo aún peor. Pero esa segunda derrota ha acabado por producir un vuelco de campana en su sensibilidad. Sus antiguos amigos mexicanos, “todos mayores que él”, anota Lacouture, dejan de serlo y sencillamente porque esos amigos, aunque estuvieron en Tlatelolco, no procesaron sus implicaciones, porque después no estuvieron en Chile, y porque en definitiva han seguido y seguirán operando con una agenda que ya no es ni puede ser la suya. Pero tampoco se puede decir que sus nuevos y “jovencísimos” amigos sean los administradores del tiempo nuevo, ni mucho menos. Son, en cambio, los hijos de la derrota, los “huérfanos”, los que expulsaron, “como pus”, precisa Lacouture, las heridas abiertas de Tlatelolco y La Moneda y que emergen no de las apoteosis del Canto general nerudiano sino del metro del DF y de todos los demás metros de América Latina, de los “subterráneos” y las “alcantarillas” de la historia latinoamericana posterior al 73.

En el advenimiento de todo esto, Chile cumple, por supuesto, una triste función de bisagra. Según las reglas que ordenan el universo narrativo de Roberto Bolaño, es en Chile donde se juega y se pierde la última carta. En Chile culmina y se va al diablo la opción revolucionaria que Fidel, el Ché y los demás pusieron en marcha a fines de los años cincuenta desde los faldeos de la Sierra Maestra. Pero ahora es cuando yo, que soy el crítico de Bolaño, tengo que reintroducir en este texto la cita de Auerbach y complementarla, además, me parece, con un recuerdo de Balzac. Stendhal, o mejor dicho la escritura de Stendhal, advierte Auerbach, carece de cualquier sistema ideológico que permita detectar y dar razón de los factores que determinan la vida social. Balzac, por su lado, y esto lo sabemos todos, era monárquico pero eso no le impidió ser el gran novelista de la burguesía ascendente francesa. Dicho esto mismo con mayor precisión: lo que en el mundo social el artista cree que es, lo que a él le parece que ha ocurrido y afecta su vida de una manera providencial o catastrófica, no es necesariamente ni lo que es ni lo que a él le ocurre en realidad. Bolaño estaba a mi juicio equivocado en su comprensión de la historia, la literaria y la general, esto desde el punto de vista disciplinario, y la chilena, la latinoamericana y la del mundo, en términos del despliegue de la historia general sobre la geografía del orbe. Pero eso no le impidió ser el escritor extraordinario que hoy leemos y celebramos, uno de los grandes de la literatura chilena y latinoamericana contemporánea, y eso entre otras cosas, lo que parece pero no es paradójico, porque es un escritor que con el arte de sus ficciones nos da una cuenta lúcida y profunda, como lo hizo Neruda en su época y como también lo hicieron Balzac y Stendhal en la suya, de la realidad del pulso histórico, de la fragilidad de los hombres y del ritmo pendular de la historia, de la altura exaltada hasta la que podemos llegar en los momentos de flujo del oleaje revolucionario y de la pobreza lamentable en la que solemos (como ahora) caer en los momentos de reflujo. Considerando que el piso de la narrativa de Bolaño lo constituye la parte de acá de esta movida del péndulo, uno puede explicarse su posterior apuesta por el margen, así como también algunos de sus gestos retóricos favoritos, todos ellos enmarcados por las figuras de la transgresión: la irreverencia, el desparpajo, la ironía, el sarcasmo, la sátira, la parodia, el grotesco (piénsese en esa galería esperpéntica y genial que es La literatura nazi en América), el cinismo incluso, pero igualmente el sentimentalismo retenido, la melancolía, la nostalgia y la rabia de o por lo que pudo ser y no fue. El resultado está dicho con todas sus letras en el discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos. Pocas veces he leído yo un balance más desolado acerca del cómo nos fue a todos los que peleamos y perdimos esas guerras:

Y esto me viene a la cabeza porque en gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada en cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en el Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados [8].

Termino esta breve exposición con un alcance muy preciso: en el cuento ya citado de Llamadas telefónicas, “Detectives”, hay un acontecimiento que el tipo que lo narra, uno de los dos ex condiscípulos transformados en policías, no acaba de entender, aunque también lo experimente. En un momento dado, el prisionero Belano/ Bolaño, a quien “nadie le traía comida de fuera, no tenía jabón, ni cepillo de dientes, ni una manta para taparse por la noche”, ese cautivo, “quiso mirarse en el espejo”:

—¿Y qué pasó?
—No se reconoció […] se miró, incluso se pasó una mano por el pelo, echándoselo para atrás, lo llevaba bien largo, bueno, a la moda del 73, supongo, y luego desvió los ojos, sacó la cara del espejo y se estuvo un rato mirando el suelo.
—¿Y qué?
–Eso le dije, yo, ¿y qué? Y él entonces me miró a los ojos y me dijo: es otro, compadre, no hay remedio.
Pero ahí no termina la cosa. Porque también al antiguo condiscípulo, el compa- ñero de generación al que las circunstancias han puesto en ese papel abominable del otro lado de la barrera, le llega la hora de mirarse su propia cara en el espejo:
Me planté delante del espejo y cerré los ojos. Y luego los abrí. Supongo que a ti te parecerá normal mirarte a un espejo con los ojos cerrados.
—A mí ya nada me parece normal, compadre.
—Pero luego los abrí, de golpe, al máximo posible, y me miré y vi a alguien con los ojos muy abiertos, y detrás de esa persona vi a un tipo de unos veinte años pero que aparentaba por lo menos diez más, barbudo, ojeroso, flaco, que nos miraba por encima de mi hombro, la verdad es que no lo podría asegurar, vi un enjambre de jetas, como si el espejo estuviera roto, aunque bien sabía que no estaba roto, y entonces Belano dijo, pero lo dijo muy bajito, apenas más fuerte que un susurro, dijo: oye, Contreras, ¿hay alguna habitación detrás de esa pared?
—¡Conchaesumadre! ¡Qué peliculero!
—Y yo al oír su voz fue como si me despertara, pero al revés, como si en vez de salir para este lado saliera para el otro y hasta mi voz me sorprendió. No, le dije, que yo sepa detrás sólo está el patio. ¿El patio donde están los calabozos?, me preguntó. Sí, le dije, donde están los presos comunes. Y entonces el muy hijo de puta dijo: ya lo entiendo (124-133).

 

 

* * *

NOTAS

(*) Leído en el XXXV Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, “Fronteras de la literatura y de la crítica”, en la Universidad de Poitiers, Francia, el 1º de julio de 2004.

[1] Grínor Rojo, “Sobre Los detectives salvajes”, en Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño. Ed. Patricia Espinosa H. Santiago de Chile: FRASIS, 2003, pp. 65-75.

[2] “Carnet de baile”, en Putas asesinas. Barcelona: Anagrama, 2001, pp. 207-216.

[3] “Detectives”, en Llamadas telefónicas. Barcelona: Anagrama, 2002, pp. 114-133.

[4] “Encuentro con Enrique Lihn”, en Putas asesinas, 217-225.

[5] Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 1998, pp. 194-195.

[6] Amuleto. Barcelona: Anagrama, 1999, pp. 69-70.

[7] Erich Auerbach, Mimesis. The Representation of Reality in Western Literature, tr. Willard R. Trask. Princeton: Princeton University Press, 1953, pp. 461-463.

[8] “Discurso de Caracas (Venezuela)”, en Roberto Bolaño: la escritura como tauromaquia”. Ed. Celina Manzoni. Buenos Aires: Corregidor, 2002, p. 212.



 



 

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