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        Cristián Gómez Olivares
          
         
        
 
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        A la hora de escribir este prólogo, uno debiera  estar plenamente consciente de su inutilidad. No sólo porque se abriguen dudas  sobre los puentes que podrían tenderse entre los hipotéticos lectores y los  significados que aquí, eventualmente, pudieran desplegarse, sino sobre todo por  la extensión y la profundidad con que Enrique Lihn escribiera sus palabras  liminares para Los dones previsibles y donde se resume, a cabalidad, la poética de Stella Díaz Varín (1926-2006).  Ante batalla tan desigual, me he planteado aquí el objetivo de resumir de la  mejor manera posible los puntos que calza nuestra autora en la poesía chilena y  latinoamericana, desarrollando pero también discutiendo algunos de los aspectos  tratados por el autor de La pieza oscura,  y, además, reseñar la recepción que se ha hecho de la obra de Díaz Varín, para  a partir de ese trabajo crítico leer su obra poética, pero también para  adentrarnos en los desafíos que se presentan para ese corpus de crítica (feminista,  parte de ella) desde la escritura de  la Stella. Me permito, claro, llamar a nuestra autora como usualmente se le  conoce, como todos la conocíamos. Porque, y esto es precisamente con lo que  inicia Lihn su prólogo, hablar de la poesía de Díaz Varín es necesariamente  hablar de la Stella. 
          
          Lihn señala expresamente en su introducción (no por nada  el título de ésta es el nombre de la autora) que a pesar de que la poeta le  pidiera que no hablara de ella sino de su obra, “haré las dos cosas en una,  ante la imposibilidad de separarlas” (11). Una de las claves escriturales de  esta poética consistirá, como veremos, en no trazar una línea divisoria tajante  sino borrosa entre poesía y vida, entre escritura y experiencia, entre lo que  supuso para Stella Díaz Varín escribir y publicar los cuatro libros que publicó  en vida y convertirse al mismo tiempo en La Colorina. Haciéndole justicia,  entonces, a estos dos procesos paralelos pero profundamente imbricados el uno  con el otro, es que vamos a abordar la poesía de Díaz Varín desde una posición  textual que entenderá su obra no como un mero trasunto biográfico, pero sí como  aquel lugar donde confluyeran líneas estéticas que la autora compartió con sus  contemporáneos, al mismo tiempo que se convertía en el epicentro de esos  “Adornos de la propia persona retorizada, que es la máscara del poeta” (12), el  registro simbólico y estético de su persona/je literario.
         Para empezar, esas líneas estéticas  que la autora compartiera con sus contemporáneos son algunas de las escuelas que  marcaron toda una época en Chile. Desde su primer libro, Razón de mi ser, publicado en 1949 por Morales Ramos editor, Díaz  Varín comenzará a demostrar un acendrado y particular acento, que la  emparentará con esa poesía que practicaba por una parte Teófilo Cid y el resto  de La Mandrágora, por otra con autores que sin estar afiliados a este colectivo  surrealista (en muchos casos, disintiendo de ellos), practicaron en esa época y  después una poesía ciertamente hermética, deudora de las vanguardias y, a largo  plazo, de los modos del Romanticismo. Ese aliento en que la voz autorial  dominaba la predisposición de la poesía, estaba fuertemente marcado por la  impronta huidobriana de un Altazor que todavía estaba cayendo[1], el Neruda de su etapa más  residenciaria (aun cuando estuviera cerca de comenzar en ese entonces su  periplo por el exilio) y la grandilocuencia popular de Pablo de Rokha, cuando  bramaba en contra del “trotzkysmo-nazismo-imperialismo” en su Arenga sobre el arte (115). A ese clima  también contribuía, y cómo no, el legado americanista y de mujer que una  Gabriela Mistral ya premio Nobel de literatura defendía como bandera. 
          
          Por lo mismo, no es de extrañar que  el poema con que se abre Razón de mi ser sea  el que le da título al libro, en tanto este texto reúne armoniosa pero  agonísticamente esas influencias que la poeta sabía asimilar, junto con una  marca que será premonitoria y definitiva: su definición de género.  Viendo su obra de manera retrospectiva  (beneficios del tiempo, triquiñuelas del crítico), creo que no es forzar  demasiado las cosas si decimos que este poema de Díaz Varín ocupa un rol  central en el conjunto de lo que en total escribiría. Tanto el tono como las  preocupaciones de la hablante anticipan esa postura que la distinguiría  radicalmente, esa actitud beligerante de la que nos interesa no sólo la leyenda  de la que periodistas y groupies se han llenado la boca hasta el hartazgo, sino  una beligerancia que a partir del mismo texto se convierte en uno de sus temas  permanentes: “lanzó su agonía decisiva junto con las estrellas” (13), dice en  la segunda estrofa de este poema; lo que de aquí queremos rescatar es, por una  parte, la etimología de la palabra agonía, y por la otra, la genealogía que  Díaz Varín establece para trazar sus particulares correspondencias a la hora de  establecer una postura genérica. Agonía aquí puede leerse no sólo en su  significación castellana, i.e., un período de sufrimiento que precede a la  muerte, como una pena o una aflicción extrema, sino también, leyendo el  conjunto que hasta ahora conocemos de la poesía de Díaz Varín, más adecuado nos  parece asumir agonía como lucha y contienda, como una forma de enfrentarse al  mundo.
          
          Aun  cuando señalemos que nuestro acercamiento será de índole textual, tratando de  subrayar el valor literario de una obra que no ha sido suficientemente  estudiada en su literariedad, tampoco podemos ignorar que esa leyenda  turbulenta que rodeara a la Stella antes que a Díaz Varín, es una de los  factores que modela & distorsiona su lectura y, en consecuencia, debe por  lo menos ser tenida en cuenta a la hora de hacer un resumen de toda la valía de  una escritura que, partamos por el principio, nunca se desentendió de ese  carácter performativo que fuera tan propio de ella(s): de la Stella y de su  poesía. 
          
          Así, tanto en el poema “Razón de mi ser” como en el libro  al que le da título, la dimensión del dolor de la hablante es asimilado a  niveles cósmicos y religiosos. Su linaje asimismo pertenece al de una larga  tradición femenina en el que las sienes de una niña tienen una “rama florecida  de lágrimas” (6) y donde también se cuentan vendedoras, novias y vírgenes, de  las cuales no hay ninguna que no represente o sufra alguna forma de coerción  y/o no esté envuelta en alguna clase de combate. Eugenia Brito ha subrayado en  un prólogo lúcido pero poco estudiado, la postura emblemática de Díaz Varín en  cuanto a poner de relieve una mirada desde el género que subrayaba la  precariedad de la mujer y su posicionamiento social como temática.
          De acuerdo a Brito, 
        
          En  una fuerte tensión con el lugar hegemónico su palabra acata y calla, pero  también insinúa veladamente, llegando en ocasiones a denunciar y protestar  por el lugar obtenido (Stella Díaz Varín) y también desde antes  Ximena Adriazola y María Monvel. Así, las áreas seleccionadas por  este sujeto están en relación asimétrica con su posicionamiento histórico:  si bien miméticas en muchas oportunidades, en otras, las más, rebeldes,  densas, plurales. (9)
            
        Más importante aún, Brito se da tiempo para detallar igualmente  las diferentes formas que esta actitud contestataria asume entre algunas de las  poetas que ella antologa. Así, aun cuando la mímesis pareciera alcanzar a gran  parte de la producción poética de las mujeres de la primera mitad del siglo XX,  esta mímesis “no será siempre seguida linealmente, sino que se trampeará al  intentar desmontarla, señalando el desamparo del lugar (Mistral), el horror del  rol (Díaz Varín) con ironía (Casanova) o dramatismo (Adriasola)” (9). 
          
          En busca de un espacio propio desde el cual leer la  poesía de mujeres chilenas, Brito logra dar con una idea que nos parece clave a  la hora de desarrollar una mirada de género que –yendo más allá de las demandas  sociales que fueron el fuerte de cierto feminismo, especialmente en los años de  la dictadura– es también capaz de dar cuenta de las estrategias retóricas de  estas poetas para propiciar tal tipo de lectura. Según Brito, casa y ciudad son  dos ejes de lectura que recorren parte importante de la poesía chilena, pero  mientras la casa es espacio privilegiado de la escritura de mujeres, la ciudad  parece ser un espacio ocupado con mayor frecuencia por una poesía que,  provisoriamente, llamaremos masculina, aun cuando desde ya quisiéramos poner en  cuestión cualquier biología de la escritura. Pero sobre esto volveremos más  adelante.
          
          Brito entrega ejemplos que parecen indiscutibles. Dos de  ellos nos servirán para corroborar lo anteriormente dicho. Primero “Huésped  nocturno”, de Eliana Navarro, segundo “La casa”, de nuestra Stella Díaz. El  poema de Navarro –en una primera mirada– pareciera una evocación de la  naturaleza más o menos en el estilo propio de ciertas poéticas apegadas a la  recreación de ciertas zonas rurales entendidas como imagen primera de lo  natural y, por extensión, de lo “auténtico”, ajeno o indiferente a los cambios  producto del progreso. Sin embargo, si hacemos una lectura que ponga en juego  otros contextos, vemos que la casa casi puede ser reemplazada por el vacío, un  espacio donde el tiempo adquiere espesor propio y se transforma en escenario de  profundos desgarramientos:
        
          
            Entra, divino amigo pendenciero,
              desgarra con tus manos olorosas
              estas cortinas rancias,
              sube aullando por las escaleras,
              estremece las lámparas,
              derriba estos retratos amarillos,.
              en las alfombras baila
              y que baile contigo toda la porcelana,
              los chales incoloros de mis tatarabuelas,
              el reloj lento, lento
              y su lenta, lentísima campana.
              Con tus manos de duende,
              y con tus pies de duende,
              desgarra este silencio,
              esta sombra, esta nada.
              
            
         La pregunta en torno al visitante  se desplaza para interrogarnos ahora por el papel que pueda jugar ese espacio  inhabitado y tradicionalmente asociado con la idea o la esperanza de un  refugio. 
          
          Díaz  Varín, por su parte, en el poema “La casa”, publicado por primera vez en Tiempo, medida imaginaria, logra dar con  la metonimia de un cuerpo (“Dejaban mi cabellera colgando desde el tronco de la  puerta como trofeo. (…) Y esta era mi morada”, 17) que se exhibe como una  especie de botín de guerra, pero que demarca además los límites de la habitación.  La casa nuevamente pierde su condición protectora para ser reemplazada por el  encierro y la contradictoria imposibilidad de la hablante para completar su  proyecto particular. El oxímoron empleado a continuación no hace sino subrayar  este fracaso:
        
          
            Una víbora, encerrada en la jaula,
              destinada a cualquier pájaro,
              y una piedra caída temporalmente desde la cima,
              una piedra nómade en busca de aventuras
              servía de puerta, de mesa de comedor…
              (17)
              
            
        La “piedra nómade” es  reducida a usos meramente funcionales, contradictorios con su definición de por  sí compleja en tanto elemento inerte pero móvil. 
          
          La casa, entonces, se dibuja en el horizonte de la  poética de mujeres como un punto de partida para hacer público lo privado, para  estetizar este ámbito como parte de lo que Josefina Ludmer llamara, en un  momento decisivo del debate feminista latinoamericano, “las tretas del débil”  (González y Ortega, 1984). Para Ludmer, esta treta del débil tiene dos fases o  dos caras, porque reúne sumisión y aceptación del lugar asignado desde el  poder, con antagonismo y enfrentamiento y una negación a la colaboración. El  fragmento de Díaz Varín recién citado nos parece particularmente importante a  este respecto porque pensamos que subrepticiamente representa una respuesta, una  reacción de Díaz Varín a otra voz y a otros poemas, específicamente de Nicanor  Parra, quien cinco años antes de que se publicara Tiempo, medida imaginaria, había remecido la escena literaria  nacional con la publicación de sus Poemas  y antipoemas en 1954. En este libro figura el poema titulado “La víbora”,  que de acuerdo a diversos testimonios estaría dedicado a Stella Díaz Varín. No  obstante, y más allá del anecdotario, me parece de mayor peso el diálogo que se  puede establecer entre “La casa” de Díaz Varín y la “Advertencia al lector”, de  Parra. 
          
          Haciendo gala de su nueva estética, en este poema Parra  intenta sentar las bases de las posibilidades de representación del proyecto  antipoético. Una de las puntas de lanza en esta especie de manifiesto es el conocido  verso donde se define por negación, en el que plantea que “Según los doctores  de la ley este libro no debiera publicarse:/La palabra arco iris no aparece en  él en ninguna parte,/Menos aún la palabra dolor” (Poemas y antipoemas, 33). A continuación, Parra menciona algunos de  los objetos que sí pueden formar parte de su poesía, objetos o artículos que  pretenden mostrar un contraste con los anteriores, producto de su carácter  prosaico, entendido como tal en la medida en que estos nuevos objetos de la poesía  se diferenciaban de los primeros por su pertenencia a la vida cotidiana del  lector (o por lo menos a lo que en mil novecientos cincuenta y cuatro se leyó  como una referencia “directa” a la vida cotidiana de los lectores), a saber:  sillas, mesas, ataúdes, artículos de escritorio. 
          
          Pues bien: en su poema “La casa”, una vez que la hablante  ha hecho profesión de fe de la aporía que la sobrecoge (“piedra nómade en busca  de aventuras/servía de puerta, de mesa de comedor”, 17), lanza esa jaculatoria  dividida en dos versos que es menos una justificación ante la asonada parriana  que un acto de consecuencia, un credo al que la poeta terminará siendo  particularmente fiel:
                                Qué  quereis que se haga con estos materiales.  
                                  Nada.  Sino escribir poesía melancólica.
                                  (…)
                                  Entonces  escribiré mi biografía
                                  al  uso de los poetas indecisos.
                                  Miraré  a través de una llama de cobalto
                                  y  distinguiré objetos olvidados;
                                  como  cuando dormía adosada a la pared
                                  y  todo parecía bello sin serlo.
                                  (17-8)
        Creo que son dos las aristas que obligatoriamente tenemos  que enfatizar, más allá de los méritos del poema, que hablan por sí mismos. En  primer lugar, la decidida filiación con una estética deudora de un romanticismo  o renovado o tardío y que otros llaman “órfica” (Alcayaga) o “metafísica o  existencial” (Morales). Por otro, y con esto volvemos a lo que señalábamos  algunas páginas más arriba, la inscripción en el poema de un sujeto veladamente  autobiográfico, entendido este último como un producto de las operaciones de  lenguaje a las que Díaz Varín somete su palabra, antes que un registro  transparente e inmediato de una biografía.
         La tradición poética, entonces, con la que se entronca  nuestra autora, intenta develar aquellas honduras del ser que permanecerían  ocultas para el ser humano en su rutina diaria, honduras o abismos de su  condición que sólo podrían alcanzarse en una introspección profunda que –en un  gesto circular que involucra otros niveles de lectura–lo alejaría del mundo y  su apariencia, para devolverlo al mundo verdadero y su esencia (de haberla),  luego de haber concluido un periplo que puede asumir formas tan divergentes  como las del viaje vertical en Altazor, el retorno mítico de Piedra de sol o la recuperación onírica  del surrealismo, pero que en cualquier caso involucra un retorno a un punto de  partida. Para Octavio Paz, quien entenderá el romanticismo desde su particular  visión de la poesía como comunión,
        
           El  pensamiento romántico se despliega en dos direcciones que acaban  por fundirse: la búsqueda de ese principio anterior que 
            hace  de la poesía el fundamento del lenguaje y, por tanto, de la 
            sociedad;  y la unión de ese principio con la vida histórica. Si la 
            poesía  ha sido el primer lenguaje de los hombres –o si el 
            lenguaje  es en su esencia una operación poética que consiste 
            en  ver al mundo como un tejido de símbolos y de relaciones  
            entre  esos símbolos– cada sociedad está edificada sobre un  
            poema;  si la revolución de la edad moderna consiste en el  
            movimiento  de regreso de la sociedad a su origen, al pacto 
            primordial  de los iguales, esa revolución se confunde con la 
            poesía.  (Los hijos del limo, 91)
            
        A nivel latinoamericano, José Olivio Jiménez ve cómo  estos presupuestos en torno al romanticismo europeo encuentran su solución de  continuidad en la interpretación que de ellos hace el modernismo rubendariano and so on. En la introducción a su  antología de la poética modernista y finisecular, Jiménez rastrea el uso de la  analogía y la ironía como los pilares sobre los que escribirán su obra los  autores de ese movimiento, desde los primeros Darío y Martí hasta Lugones y  Mistral como sus últimos y ya renovados practicantes. La analogía será la  fuerza que traduzca la correspondencia universal, el ritmo que unifica la  creación y que hace legible la  dispersión de la existencia: las “Correspondencias” de Baudelaire probablemente  sea uno de los poemas que mejor ilustre estos ecos remotos que dibujarían la  intrínseca unidad de la realidad (“Comme de longs échos qui de loin se  confondent/Dans une ténébreuse et profonde unité,/Vaste comme la nuit et comme  la clarté,/Les parfums, les couleurs et les sons se répondent”, 18); la ironía  vendría a poner una disonancia en esa posibilidad –una declaración de deseos,  también– de que todo sea (un) símbolo. Las vanguardias de comienzo del siglo XX  representan un salto formal con respecto al modernismo y su relación con las  escuelas parnasiana y simbolista, pero prosiguen con su afán de “rebelarse  contra las formas aceptadas de la naturaleza y su representación, [aunque]  continuó reaccionando contra los límites físicos del mundo y contra la  abstracta y remota noción de otro mundo” (Balakian, 151). 
          
          En el  caso chileno, algunos de los autores que con distintos matices podrían formar  parte de esta compartida visión del ejercicio poético, serían, entre otros, Rosamel  del Valle y Humberto Díaz-Casanueva, los integrantes de la Mandrágora y Gonzalo  Rojas, Gustavo Ossorio y Mahfud Massís y Boris Calderón, por dar sólo algunos  de los nombres que vienen ahora al caso. Según Rosa Alcayaga,
        
           Stella Díaz Varín escribe su poesía, esta poesía,  cuando la mayoría de los  
            poetas chilenos abandonaban el camino vanguardista y  preferían ir tras la  
            senda parriana: en este particular poema observamos  como Stella, a  
            despecho de sus pares, no reniega ni ahoga los  cisnes ni a las hechiceras  
            ni a las sacerdotisas y revela una cierta visión  sacra de la naturaleza y del  
            cosmos en todo su esplendor. Desde ese poema uno  puede advertir que  
            Stella cree en un poeta como vidente, un poeta  profético y heroico, poeta  
            como médium tal como fuese concebido por los  románticos al recrear una 
            poesía como renovada mitología. 
            
        Signo evidente de esta vinculación que hemos hecho entre  Díaz Varín y el espíritu de la vanguardia, es el poema titulado “El poeta”,  dedicado como si no fuera suficiente a Pablo Neruda y “a todos los poetas que  le anteceden y le suceden” (Los dones  previsibles, 20). Aquí Díaz Varín, sin abundar en la figura de Neruda mismo,  pero sí valiéndose de él para manipularlo como una especie de arquetipo,  subraya la tarea del poeta como un sujeto capaz de interpretar el mundo de  manera tal que logra una reconciliación entre aquellos polos opuestos y/o  distantes para la percepción normal, pero que en las manos (o en los ojos) del  poeta entrega una realidad que ha logrado superar sus contradicciones.
          
          De este modo, la hablante de este poema define al poeta  como “Un hombre/para quien todas las cosas/son parientes lejanos”. Lo  interesante de esta definición no son sólo los ecos que despierta del poema de  Baudelaire, sino por sobre todo su contenido implícitamente político, su forma  de decir en plena década de los ochentas (Los  dones previsibles fue publicado en 1992, pero en 1987 había recibido el  premio Pedro de Oña, por lo que podemos datarlo por lo menos hasta la época de  la dictadura), que la poesía tiene el poder de resolver, aun cuando en términos  estéticos, aquella fragmentación y aquella violencia de la que éramos testigos  bajo el gobierno pinochetista y cuyas consecuencia aún hoy no dejan de  sentirse. La tenebrosa y profunda unidad de la que hablara Baudelaire es en  Díaz Varín la reunión de un conglomerado familiar, tal vez no relacionados  directamente, pero que aun así guardan lazos de sangre.
          
          En esto juega un rol decisivo la mirada: si se trata de  desentrañar el mundo para encontrar a esos familiares que ahora nos resultan  familiares, el poeta entonces “Camina cielo adentro/Sobrecogiendo al sol con su  mirada” (20). El poeta que se describe aquí es capaz de juntar, gracias a su  corazón, los cuatro puntos cardinales, lo cual voluntaria o involuntariamente  es referencia obligada, al menos si se es poeta chileno, a los cuatro puntos  cardinales que son tres: el sur y el norte (versión huidobriana), o en la  perspectiva de la Mistral, esos dos únicos puntos cardinales que “son  Montegrande y el Mayab” (177): las capacidades físicas del hablante/poeta –mirada,  boca y corazón– son las que lo llevan en este poema a través de ese viaje donde  va caminando sobre el agua. 
          
          Es inevitable tener en cuenta las referencias bíblicas  que hacen asumir la figura del poeta con dimensiones religiosas. Después de  haber pasado la noche orando solo en la montaña, de acuerdo al relato bíblico,  Jesús de Nazaret alcanza a los apóstoles que  estaban en medio de un lago, en una barca. Al verlo caminar sobre el agua,  estos últimos se atemorizaron y comenzaron a gritar creyendo que era un  fantasma, hasta que Jesús tuvo que tranquilizarlos diciéndoles que sólo se  trataba de él. Maravillado ante tal hazaña, Pedro le pide a Jesús que lo ayude  a llegar hasta él, ante lo cual Jesús lo invitó a acercarse. Una vez en el  agua, Pedro apenas alcanza a dar unos pocos pasos cuando el viento se puso a  soplar y, atemorizado nuevamente, cae y le pide socorro a Jesús. Éste, luego de  levantarlo, le recrimina ser un hombre de poca fe y le pregunta: ¿Por qué  dudaste?
          
          No obstante caminar sobre el agua, el hombre también  camina sobre su corazón. Y camina, además, en solitario. El deseo de unidad se  trasluce en la dicción del hablante: si casi todo el poema está dominado por  una tercera persona que “narra” lo que le sucede al hombre, en la penúltima  estrofa pasa a una primera persona que explicita su anhelo de caminar,  suponemos junto al hombre, sobre el mar. Sin querer demorarnos en el tono  devocional de este texto, a todas luces secundario en tanto lo que se busca en  el poema es recargar la figura del poeta con una tarea o un deber que –al  interior de la poética de Díaz Varín– no resulta en ningún caso  desproporcionada, nos parece que la misión del poeta que aquí se le asigna a  éste es de un corte redentorista que sólo podemos adjudicar a los tiempos y el  contexto que rodearon la escritura de este texto. El tiempo del asco, como lo llamará insistentemente Díaz Varín en una serie de  entrevistas (en http://www.letras.mysite.com/stella1.htm), proporciona una  explicación provisoria de esta nueva investidura para el poeta, la que, sin  embargo, no resulta contradictoria con lo que hasta ahora hemos visto del  proyecto poético de Díaz Varín. El carácter religioso tiene más que ver con la  posibilidad de re-unir, re-ligar y re-conciliar lo que de otro modo aparece  como ajeno a la experiencia del hablante. 
          
          En un texto tremendamente subvalorado, Armando Uribe Arce  analiza los medios que provee la poesía para la canalización del inconsciente,  de manera tal que los preceptos de la retórica, la métrica y la poética  facilitan o fuerzan la presencia del inconsciente en el poema, en tanto las  primeras no son elementos ajenos al poema, sino los medios e instrumentos con los  cuales el segundo hace su ingreso al texto. En principio, la tesis de Uribe, que  parte de las teorías de Starobinsky y el psicoanálisis disidente de Nicolas  Abraham, señala a grandes rasgos que son las reglas retóricas del verso las que  estrechan o comprimen la escritura hasta un grado tal (Uribe habla de las  facultades conscientes del poeta), 
        
          que,  sin saberlo ni quererlo, obligan –por angustia, sorpresa o gozo– a que  
            su inconsciente personal (y, si cabe, el colectivo  de que participaría) se  
            abra paso en forma de palabras, sílabas o fonemas,  puntuación y otras 
            vías formales y “técnicas”. La propia técnica del  verso es lo que introduce 
            en la forma del poema (indistinguible de “trama”,  “idea”, “emoción”,  
            etc.) lo inconsciente reprimido y primordial. (92) 
            
        Para Uribe, un rol clave en esta “inducción” del  inconsciente hacia el texto lo juegan las repeticiones de todo tipo que podemos  encontrar en la obra final, en el producto escrito. Aun cuando Uribe privilegia  las repeticiones que se pueden rastrear en la rima, también abre el compás para  incluir aquí las aliteraciones, las cacofonías y onomatopeyas, la puntuación y  la acentuación, etc. Nosotros agregaríamos los paralelismos y los símbolos que  conforman un campo retórico [2] (Arduini, 47) donde se  insiste en los vasos comunicantes que alimentarían esa analogía romántica en  medio del efecto desestabilizador de la ironía: ya desde la dedicatoria podemos  encontrar estos rasgos de estilo, puesto que “El poeta” está dedicado no sólo a  Pablo Neruda, sino también “a todos los poetas que le anteceden y le suceden”,  es decir, una línea que no es meramente el amontonamiento informe de autores y  libros publicados, sino la cadena donde se engarzan los poetas en comunión con  la palabra, donde se anulan las diferencias.
        Díaz Varín repite la imagen del hombre caminando sobre el  agua a todo lo largo del poema (páginas 20-23 de Los dones previsibles), sólo para ir modificándola y agregándole  nuevos márgenes de sentido. De este modo, la soledad del hombre adquiere un  lugar consustancial a esta empresa de recolección de fragmentos, cada uno de  ellos recogido en tanto antítesis: “Nacido de la luz y de la sombra/Con  solamente aparentar tristeza/Mueve a risa” (20), “Sueltos como los hombres en  su gran prisión/Inefable/como Dios cuando quiere ser hombre” (22), “Oh fanal de  ojo ciego” (22). Las antítesis que aquí se representan se encaminan en el final  del poema hacia una síntesis indicada por un cambio en la hablante (decíamos  que pasa de tercera a primera persona) al declarar su anhelo por acompañar al  hombre dibujado en el poema en su caminar de pie sobre el agua, pero  especialmente “Cuando tu gran corazón/Quiebra la soledad”, i.e., cuando se  consigue concretar la religiosidad de la experiencia.
          
          En otro lugar del libro se hace mención de esos sueños  antiguos que abruman a sus acompañantes, sueños antiguos que son esa suerte de  origen al cual se desea volver. Mientras el amante “Cantó el canto de las aves  pasajeras”, la hablante atestigua que “Yo/Edifiqué los aires” (59).  Aun más elocuente es otro de los poemas del  mismo libro, “Edades principios y finales”, cuyo aliento nostálgico parece  evocar un pasado difícilmente recuperable, a partir de las condiciones de  enunciación representadas en el poema. La imposibilidad de retrotraerse hasta  aquellas, le hace pronunciar este treno:
                                            Otro es ahora
                                  El  árbol y su corteza
                                  Otra  muy otra es la mirada
                                  Que  consigna la cifra
                                  Otros  muy otros los poetas
                                  En la tierra sombría (44)
        No es casual el título de  este poema. Pareciera que, enfrentados a la atmósfera atosigante e irrespirable  de la dictadura y la subsiguiente descomposición social, finalmente hubiera  irrumpido en el cuerpo del poema algo capaz de nublar ese desentrañar de la  realidad que hasta ahora venía llevando a cabo la voz de Díaz Varín. El lamento  por la incapacidad de traducir aquella cifra se asocia con otro por los poetas,  que de acuerdo a lo que leemos en el texto, definitivamente ya no son los  mismos. En un ensayo sobre la modulación política de la poesía chilena escrita  en el insilio de los setentas, Naín Nómez (2010) aclara que si bien el terror  pinochetista y la represión política incitaban a practicar una poesía  abiertamente testimonial y contestataria, no fue ni con mucho el único tipo de  poesía que podría calificarse de política, sino que bajo esta etiqueta (palabra  como pocas venida a menos de un tiempo largo a esta parte) podían encontrarse  corrientes como la poesía lárica, la poesía intimista o la antipoesía, por  citar sólo algunas. Lo que sí aunaba a todas estas era el sentimiento de la  pérdida, un motivo que aun cuando hacía mucho que estaba presente en la poesía  nacional, había logrado ir transformándose para dar cuenta de los complejos y  distintos estados de alienación que compartían (con los necesarios matices del  caso) poetas de las generaciones del cincuenta y el sesenta. Por eso,  concordamos con Nómez en que la producción poética nacional ni se detuvo ni se  desentendió por completo de temas y esquemas que ya le preocupaban con  anterioridad y a los que incorporaría, en las primeras fases de la dictadura,  esa oscilación entre la autocensura y la poesía más abiertamente comprometida.
         Con esto en mente, no nos parece exagerado el  calificativo de político para un texto como “Edades principios y finales” que  pone un matiz de duda dentro del proyecto de Díaz Varín. En consonancia con lo  que ya señaláramos en torno a “El poeta”, en este segundo poema también podemos  ver la función que cumplen las reiteraciones y las insistencias en este texto,  dado que esos principios y esos finales del título del poema no hablan  exclusivamente de un pasado añorado, sino que son la perfecta mediación (a  través de de las anáforas pero también de las personificaciones y una serie de  otros aparatos retóricos) para darle paso a un inconsciente que en realidad es  crítica del presente e indignación por un estado de cosas que, a mediados de  los ochenta [3],  no aparecía muy auspicioso. Pero no obstante las similitudes del procedimiento,  creo que en este caso el compás se abre un poco más hacia un inconsciente  colectivo, hacia un inconsciente político que hace de las repetidas  contradicciones retóricas la única salida formal posible para sustentar una  poesía que siendo de carácter político y coyuntural, no objetó por esto su  proyecto de largo aliento ni puso en discusión (aunque de algún modo siempre  los puso) sus estándares literarios. Como bien se cuida de aclarar Armando  Uribe, las repeticiones en la poesía (y si estamos en eso, cualquier otra  figura literaria) no implican necesariamente la presencia directa del  inconsciente del autor. Uno supone que esto sobra decirlo, pero mejor decirlo:  estas pulsiones no son obligatoriamente cuadros clínicos, pero su aparición  como una norma en la escritura poética, su –valga la redundancia– reiteración,  invitan a leerlos como una puerta de entrada hacia un inconsciente que se asoma  a la página mediatizado por un conjunto de reglas de una retórica que va, por  cierto, mucho más allá de sí misma [4].
         En el caso de Díaz Varín, la transición ocurrida queremos  suponerla como un traspaso que no se limita a la resolución simbólica de un  conflicto específico (a saber: las condiciones de producción de estos poemas en  el clima represivo de los setentas-ochentas), sino que además se hace cargo en  una segunda instancia de las contradicciones de clase, pasando de su  enunciación particular del conflicto ya señalado, a dirigirse ahora a ese  discurso clasista que por definición es dialógico y antagónico en su estructura [5]. No hablamos aquí de  “reflejar un contexto” de la sociología convencional de la literatura ni de  analizar el texto a partir de su “trasfondo social”; creemos que, matizando los  planteamientos post-estructuralistas para los cuales la Historia tiene el mismo  estatuto que cualquier otro texto, que el acceso a la totalidad o lo real sólo  puede llevarse a cabo a través de su textualización, es decir, por medio de la  previa reescritura de un subtexto ya histórico o ideológico, en el entendido de  que tal subtexto no precede al texto mismo ni es externo a él. Una vez recreada  esa totalidad (la Historia que actúa como causa ausente), las antinomias como  las que antes señaláramos en algunos poemas de Díaz Varín, se ponen en  discusión las posibilidades de intercambio y combinación de las unidades  constitutivas del texto, teniendo en cuenta las tensiones existentes entre los  contenidos ideológicos que llegan a expresarse en la superficie del texto y  aquellos que no han sido explicitados (desplazados, reemplazados o reprimidos),  de modo tal que la estructura literaria nunca está completa en ninguno de sus  niveles, salvo que tengamos en consideración aquello no dicho en el texto, su  inconsciente político, siendo entonces los mismos componentes textuales los que  nos señalen la ruta para llegar a aquello que el texto intenta controlar o  administrar.
          
          Desde el  momento en que la lectura que estamos haciendo accede a su discurso  contradictorio de clase, estamos en condiciones de reconstruir, en el caso de  Díaz Varín, aquellos antagonismos sociales que el texto sólo indirectamente  puede tratar, para el caso que nos ocupa, la perspectiva de género que más  arriba hemos señalado, pero reinsertándose ahora como parte de un proceso  dialógico en que el género ya no es sólo una cuestión de pareja u hogareña ni  de espacios literarios, sino que los incluye dentro de otros marcos de  representación, como en el emblema aquel con que las feministas solían ir a las  protestas contra Pinochet: “Democracia en la cama y en el país” [6]. 
          
          No podemos agotar aquí la necesaria pero compleja  discusión en torno al inconsciente político y los problemas metodológicos (y  espurios, a nuestro parecer) que conlleva entre el feminismo radical y el  marxismo; bástenos por ahora con haber mostrado algunas lecturas posibles entre  la obra de Díaz Varín y su política textual explícita pero también implícita y  en la cual se despliegan gran parte de los valores formales y de toda índole  que nos hacen entenderla como una autora fundamental de la poesía chilena, sin  muchas dudas por lo menos para nosotros. Así y sólo así podemos  recontextualizar, a partir de estas conclusiones, el juicio de Enrique Lihn  según el cual Stella Díaz Varín era “una tenebrosa cantante desconsolada y  también frenética, orgullosa de sus imágenes y negligente en relación al  sentido de su canto” (11-12).
          
          Confieso que en lo  personal eso de “negligente” en cuanto al sentido de su canto, siempre me  pareció difícil de explicar. Demasiado taxativo, en opinión de este lector que  quiere ser atento. Me parecía, a veces, como si Lihn hubiera querido recalcar  la despreocupación de la autora por su obra, tal vez mencionando oblicuamente  los más de treinta años en que la poeta no publicara un solo libro completo,  aunque no contamos, nosotros, con todos los antecedentes para explicar por qué  aquello (no) ocurrió. Tal vez, dado el apego de Díaz Varín a una poesía de  corte aparentemente o hasta cierto punto hermética, de la que Lihn nunca quiso  saber mucho, podría haber sido que el prologuista quisiera reprocharle su  tránsito por las oscuridades del significado y las deudas con escuelas como el  simbolismo y el romanticismo.
          
          Sólo ahora he llegado a la conclusión de que Lihn no  intentaba ninguna reconvención, sino que desde ese de Enero de 1988 en que  fecha su prólogo, ya entonces barruntaba a su pesar proféticamente, lo que  críticos y poetas y lectores nos hemos demorado en identificar como la carga  inconsciente de la obra de Díaz Varín, esas pulsiones donde se engarzan los  significados reprimidos o elididos y la carga política de esas omisiones; la  mentada negligencia en consecuencia se trataría de la dificultad de comprender  cabalmente el sentido de la propia obra, ya sea que se refiera al sentido del  texto, a la carga semántica del cual el texto no puede desprenderse, ya sea a  la dimensión que alcanzó su canto (su obra) en la poesía chilena y en cuya  sociabilidad Díaz Varín cultivó con especial entusiasmo la enemistad y los  resquemores de no pocos, con o sin justa razón. 
          
          Esta parte de la historia se conjuga con la segunda  arista que queríamos destacar en Díaz Varín, tal vez un rasgo central de su  figura como poeta, pero también como ícono cultural de la segunda década del  siglo XX y comienzos del que todavía está empezando, despuntando apenas su  segunda década. Decíamos al principio de esta introducción, que aun cuando nuestro  acercamiento haya sido primordialmente hacia la obra de la autora, no podemos  por eso dejar pasar su figura y su leyenda, su cabellera larga y sus noches de  juerga, sobre todo atendiendo al hecho de que aquellas guardan una intrínseca  relación con su propia poesía y esta última ha sido leída, en no pocas  ocasiones, a partir de las dos primeras.
          
          Pero, para referirnos a un tema resbaladizo como éste,  donde no sabemos cuándo termina la obra y cuándo comienza el personaje (y tal  vez no sea necesario delimitar algo que en los hechos nunca estuvo bien  delimitado), partiremos separando aguas con algunos planteamientos que nos  parecen si no del todo, casi por completo errados. Me refiero, en primer lugar,  al intento (vano) por leer la obra de Díaz Varín, de la Stella, a partir de su  biografía, como si su obra poética careciera por completo de todo aparato  literario y lo suyo no fuera sino un receptáculo de vivencias, una suerte de  diario de vida en verso. Ejemplos de este approach los hay y si los cito lo hago porque también creo que el error de fondo en  estos casos hubiera podido enmendarse sino se hubieran confundido tan  flagrantemente biografía y escritura. En su ensayo “Stella Díaz Varín: la  poesía como gesto autobiográfico (escritura y experiencia interior)”, Nelson  Rodríguez Arratia estudia a partir del concepto de experiencia interior, los  modos en que la autora de Los dones  previsibles traduciría en sus textos poéticos una serie de contenidos que  nos permitiría leerlos como autobiográficos.
          
          Según Rodríguez, el discurso lírico tendría  características peculiares que lo harían un medio particularmente plausible  para el género autobiográfico. Entre aquellas estaría su cercanía con la  temporalidad o, si entiendo bien su argumento, con una traducción directa de  aquello que él insiste en llamar “experiencia interior”: 
        
          “La escritura  poética, para ser un claro registro autobiográfico, debe 
            especular con la cuestión del sentido del tiempo,  cómo este ha sido 
            vivido y cómo ha sido proyectado. Es aquí, en esta experiencia 
            donde la escritura, en el tiempo, se ubica como la experiencia interior”. 
            
        Lamentablemente,  nos parece que Rodríguez se dedica más en su ensayo a hablar de cómo el tiempo  ha sido vivido (por Stella Díaz), antes que a estudiar cómo ha sido proyectado,  suponiendo que por proyectado se  refiera a la puesta de lo temporal en la escritura. Pocos ejemplos, en  realidad, tenemos de esto último, comparado con el énfasis que este estudioso  pone en recalcar el que “la poeta deja la voz en la pluma, para consumar y  construir el despliegue de su alma en  la historia” (el subrayado, en todo caso, es nuestro).
          
          Nos  parece que tanta transparencia se salta con demasiada ligereza la opacidad de  ese lenguaje literario que media entre uno y otro polo, entre vida y obra (bajo  el supuesto, que desde ya entendemos como un inaceptable argumento ad hominem, en el que “la vida” se  ubicaría por completo fuera, previamente al texto). Este callejón sin salida en  el que la obra se reduce en su totalidad a la biografía de la autora,  oscureciendo la multiplicidad de significados que el texto pudiera desplegar  con vuelos propios, podría eventualmente encontrar un punto productivo de  inflexión en otro párrafo de Rodríguez; en un momento de su argumentación, el  autor vislumbra la posibilidad de que entre la poesía y lo vivido se produzca  una mutua influencia, un “entrecruzamiento, un influjo recíproco y circular.  Pues para la poeta la vida tiene un alto grado de comprensión de su existir por  la escritura”.
          
          Aunque no  desarrolle este punto de una relación que vaya en ambas direcciones, es aquí  donde nosotros quisiéramos subrayar la prioridad que tiene o que nos gustaría  que tuviera una crítica que intente ponerle signos de interrogación a lo que se  afirma desde el texto y de lo cual muchas veces cierta crítica entiende que  tiene que hacerse eco; por el contrario, esperaríamos “desconstruir su  simulación” (Schopf, 177), esto es, la de la obra, en el intento de aclarar en  la medida de nuestras posibilidades los mecanismos internos que la mueven y, al  mismo tiempo: ya que estamos en esto, vamos a sincerarnos, estudiar las  condiciones de posibilidad que nos llevan a leer tal obra como literaria dentro  de un conjunto de otras obras de las que también intentaremos indagar en su  posible carácter literario, menos articulándolas que desarticulándolas en sus  componentes y supuestos. 
          
          Por lo  mismo, la mentada relación de la obra de la Stella con su vida quisiéramos  asumirla desde otra perspectiva. El yo poético que recorre esta escritura lo  vamos a relacionar, desde un principio, no tanto (aunque también) con el sujeto  biográfico de la leyenda turbulenta de la que hablara Lihn –pero no sólo Lihn–  como con el personaje performático que Díaz Varín se creara en su vida  literaria y que se despliega con virtudes difíciles de igualar en el documental La colorina, para dar un ejemplo visible  de esa personalidad, disponible para todos aquellos que no conocieron en  persona a la Stella pero sí pueden acceder a su obra, especialmente ahora y  ojalá que aun con mayores motivos editoriales en el futuro. Nuestro argumento  es que esta performance que la Stella llevó a cabo en su vida literaria, en un  escenario que se fue agrandando poco a poco para llegar a cubrir gran parte de  sus espacios (los públicos, al menos, aun cuando la distinción entre lo público  y lo privado aquí tienda a adelgazarse), podemos entenderla como parte integral  de su obra, como una forma de su escritura que trazaba una interface siempre  presente, capaz de traducir entre el poema y la vida, producto de las figuras  retóricas desde las cuales leer no sólo el poema, sino también el transcurso  biográfico de la Stella.
          
          Svetlana  Boym, ensayista y artista rusa afincada en EE.UU, escudriña entre los recovecos  de estos polos que no son opuestos para sacar algunas conclusiones que nos  serán imprescindibles al momento de encarar este aspecto clave de la obra de  Díaz Varín. El afán de Boym será el de llevar a cabo
        
          Una reconsideración de la relación entre una persona literaria, la persona biográfica  y el personaje público-cultural [que] me ayudará a elaborar las 
            mitologías culturales de la vida de un poeta moderno  y las conexiones
            entre hacer poesía y fabricarse un yo. ¿Cuál es la  relación entre la 
            subjetividad y el cuerpo? ¿El escritor o la  escritora vive sus propias ficciones o, por el contrario, simplemente escribe  la historia de una vida? 
            (2 [7]).
            
         La respuesta la halla Boym en la crítica que los  formalistas rusos llevaran a cabo en las primeras décadas del siglo XX, aun  cuando éstos sean una compañía inesperada a la hora de adentrarse en estos  temas [8]. Como la misma ensayista  se ocupa de aclarar, el siglo XX vio una profunda negatividad en torno a la  figura autorial –la muerte del autor, el grado cero de la escritura, la  deshumanización del arte, entre otros– que prácticamente acabó con cualquier  intento de discutir los alcances de la autonomía de la obra literaria, la cual  ocupó durante un tiempo no menor el sitial de una verdad revelada, casi con  categoría de dogma, convirtiéndose si no en la piedra de toque de la teoría  contemporánea, en algo que se asemejaba a un consenso ya sancionado del cual el  autor de esta introducción no quiso ni pudo excluirse. 
          
 
          Sin embargo, Boym objetará que la modernidad predicada  desde la vanguardia europea (donde primara la idea de la despersonalización de  la obra literaria) pueda considerarse como sinónimo de la modernidad en otras  latitudes, si ni siquiera lo que llamamos “vanguardia europea” fue una y la  misma alrededor de los distintos rincones de Europa, para no decir nada de los  desarrollos del mismo fenómeno más allá de las fronteras de este continente. Un  punto a tener en cuenta a este respecto es que el artista como figura cultural  tiene un papel mucho más importante en países donde se estén librando guerras  de independencia nacional; en otros, plantea la teórica rusa, tales como  Polonia, España, Italia y Grecia, los mitos que rodeaban la figura del poeta  romántico han sabido demostrar su longevidad. Para el caso ruso, la situación  es especialmente elocuente, en tanto
        
          En  Rusia y durante todo el período de la Unión Soviética, donde el 
            culto  a la personalidad, ya sea en referencia al zar o a un líder  
            comunista  sobreviviera todas las guerras ideológicas, la aporía 
            moderna  de escritura y vida se manifiesta de maneras absolutamente 
            diferentes. Aquí el rol del artista y/o el poeta  sigue siendo  
            crucial tanto en la esfera de la mitología cultural  no oficial como 
            en el mundo de la ideología oficial. El poeta es  percibido como la  
            voz, la visión y la conciencia de la nación. (10)
            
        Creemos que algo similar  se produce en Latinoamérica y en especial en nuestro país, donde nuestra  modernidad desigual[9] e  incompleta ha recurrido de manera continua al arsenal de sus intelectuales  públicos para llenar aquellos huecos de nuestras vidas nacionales que son  sinónimo de nuestras modernidades.
         En Chile, quien más alimentara el mito del vate y su  inserción en la vida pública de la nación fue, en un rol que le venía como  anillo al dedo a su propia poética, Pablo Neruda. Pero tampoco estuvo sólo en  esto. Huidobro y De Rokha nunca se sustrajeron de los problemas de la vida  nacional ni de intervenir, con diversa fortuna, en la resolución de ellos. La  inserción problemática y de amor-odio de la Mistral con el poder político en  Chile también apunta en la misma dirección. Fundamental en esta condición  personajes públicos es la sobrevivencia de aquella mitología romántica de la  que habla Boym y que sigue asociando, como un anacronismo que busca todavía una  explicación, genio y poesía, autor y personaje donde el segundo no pasa de ser  una metáfora del primero. Incluso si, como ocurriera entrados ya en nuestra  modernidad coja y dubitativa, la expansión capitalista y el desarrollo de  nuevas tecnologías y formas de esparcimiento como el cine y la fotografía y las  nuevas formas de socialización que los acompañaran, terminaron por convertir al  hombre de letras casi en una rareza y en el caso del poeta en particular,  relegándolo a la figura del dandy apolítico y de la bohemia, alternando roles  con instancias sociales y políticas que, como señala Ramos, siempre formarían  parte de nuestra agenda literaria (véase nota 8): el poeta comprometido y el  bohemio demostrarían tener muchos puntos de encuentro.
          
          En este contexto, lo que Boym califica como “personalidad  literaria” es donde creemos que mejor se acomoda la trayectoria de Díaz Varín,  si tal concepto lo entendemos como las relaciones dinámicas que se dan entre literatura,  los géneros menores o paralelos a la creación literaria y la existencia diaria,  sin coincidir ni con la personalidad misma del autor ni con personaje lírico,  con el yo inscrito en el poema; de este modo, Boym –vía Tynyanov– intenta  demostrar cómo los hechos de la vida personal del autor pueden devenir hechos  literarios y viceversa. El énfasis de Boym-Tynyanov está puesto en lo que el  segundo de estos llamara la “poética cultural” de la vida del autor, ates que  en una aproximación sicologista y/o sicoanalítica. La personalidad literaria,  agrega Boym, es producto de la evolución literaria y se moldea de acuerdo a la  mitología siempre cambiante que rodea a la figura del/a poeta:
        
          La  individualidad del autor no es un sistema estático; la personalidad literaria  es 
            tan  dinámica como el período literario en el que y con el cual cambia. No es un 
            un  espacio cerrado que encarna o revela algo. Es, más bien, una línea rota, rota 
            y dirigida por el período literario. (Tynyanov, citado en  Boym 22)
            
        El mismo Tynyanov habla de  ciertos fenómenos estilísticos a los  que cabría entender como índices de una personalidad literaria que se refleja o  aun mejor se trasluce en el texto. Así la cuestión de cuál de los dos factores tiene  preeminencia se resuelve a favor de ese tono confesional, la emocionalidad y  los disfraces del yo y su parodia, los que redundan en ahondar y expandir  leyenda del/a poeta y que le sirven, a este/a últim@, para firmar su pacto de  sentido con los lectores. En el caso de Díaz Varín, cualquier rasgo biográfico  de su poesía está mediado y/o “entrecomillado” por el gesto y la performance que  acompañaron desde muy temprano a la Stella[10] , quien gozara de un  carácter tempestuoso e indomable como no pocos pudieron comprobar. Como muy  bien lo señalara Lihn en su prólogo a Los  dones previsibles, hay poemas de Díaz Varín que se definen antes en la gestualidad  que en el sentido que se pueda extraer exclusivamente del texto. De aquí que  podamos llevar los planteamientos de Tynyanov a un nuevo nivel, uno en el que seamos  capaces de decir que la separación que la crítica más formalista supuso entre  la enunciación y el sujeto del enunciado tiene que ser no negada, pero sí se  debe morigerar su alcance, teniendo en cuenta que si, como plantea Judith  Butler, los cuerpos y los discursos se producen mutuamente los unos a los  otros, entonces podríamos sugerir que
        
          Hay  formas en que la sexualidad y la corporalidad [11] del sujeto dejan sus  
            trazos en los textos producidos, tal como … los  procesos de producción 
            textual dejan también sus trazos o residuos en el  cuerpo del escritor y los 
            lectores (Grosz, en Threadgold 89)
            
        Sólo así creo que cobran  sentido motes y sobrenombres como la primera poeta punk, la Bukowsky chilena y  otros que han servido de aliciente para continuar con la leyenda, sólo si se  los recontextualiza y se los relaciona intrínsecamente con su escritura o –aun  más– si se los considera como parte de su escritura con toda propiedad, es que  podremos entender a cabalidad la figura y la obra deslumbrante de un poeta como  la Stella, esa Stella Díaz Varín que desde que se fue nos hace falta.
              
          Una adenda: la aparición del documental de Geissen y  Guzzoni, La colorina, donde accedemos  de manera privilegiada a la figura y la vida de Díaz Varín, significó una mayor  visibilidad de una autora como Díaz Varín, casi permanentemente ignorada hasta  entonces. No creemos que se trate de una presencia masiva ni mucho más  acentuada, pero no es menor la presencia en televisión abierta de un documental  como éste. También hemos visto reportajes sobre Díaz Varín en distintos medios,  desde el Proyecto Patrimonio en internet a publicaciones como la revista Paula.  Es inevitable pensar entonces que, aun cuando la obra poética de esta autora  resiste etiquetas simplistas, nos aprontamos a ver la conversión de este estilo  de ser y de escribir en un bien cultural, una forma de acumulación que estará  “disponible” para su consumo. Indudablemente, esto es una especie de desafío  para la crítica literaria y cultural: ¿qué tipo de lectura se hará en adelante  de Díaz Varín?, ¿cómo será recibida la rebeldía constante en una sociedad que  en las últimas dos décadas ha privilegiado el consenso político? Kemy Oyarzún  cree que “Una historia de la recepción de la escritura de mujeres en Chile  (tarea pendiente) se engarzaría necesariamente a la trayectoria del movimiento  feminista en nuestro país” (10). Efectivamente, nos parece una tarea pendiente,  sobre todo con respecto a la autora de Sinfonía  del hombre fósil: si estará o no esa recepción ligada al movimiento  feminista chileno o a las nuevas generaciones de poetas y críticos que están  por venir, es, como dice Oyarzún, algo que está por verse.
          Vermillion, 2010
         
        * * * 
         
        OBRAS CITADAS
        - Abraham, Nicolas. Rhythms:  On the Work, Translation, and Psychoanalysis. Stanford University Press: Stanford, 1995. 
          
          - Alcayaga Toro, Rosa. “Reflexiones acerca de la obra de Stella Díaz Varín”,  en:
 
          http://virginia-vidal.com/publicados/ensayos/article_349.shtml > 
          
          - Arduini, Stefano. Prolegómenos  a una teoría general de las figuras. Murcia:  Universidad de Murcia, 2000.
        - Balakian,  Ann. Orígenes literarios del surrealismo. Un misticismo en la poesía francesa. Zig-Zag: Santiago, 1957. 
        - Boym,  Svetlana. Death in Quotation Marks.  Harvard University Press: Cambridge, London, 1991. 
        - Brito, Eugenia. Antología  de poetas chilenas. Confiscación y silencio. Dolmen ediciones: Santiago,  1998. 
        - De Rokha, Pablo. Arenga  sobre el arte. Editorial Multitud: Santiago, 1949. 
        - Díaz Varín, Stella. Razón de mi ser. Morales Ramos editor: Santiago, 1949.
          _______________. Sinfonía  del hombre fósil. Ediciones Salamandra: Santiago, 1953.
          _______________. Tiempo,  medida imaginaria. Ediciones del Grupo Fuego: Santiago, 1959.
          _______________. Los  dones previsibles. Editorial Cuarto Propio: Santiago, 1992.
        - Guzzoni, Fernando y Geissen, Werner. La colorina. Rodrigo Flores y Paz  Urrutia productores. 2008. Documental. 
        - Jameson, Fredric.  Imaginario y simbólico en Lacan. Buenos Aires: Asalto al cielo ediciones,  1995. 
        - Jiménez, José Olivio. Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana.  Hiperión: Madrid, 1994. 
           
          - Lihn, Enrique. “Stella Díaz Varín”, en Díaz Varín,  Stella. Los dones previsibles. 
        - Ludmer, Josefina. “Las tretas del débil”, en  González, Patricia Elena y Ortega, Eliana. La  sartén por el mango. Ediciones Huracán: Santo Domingo, 1985.
        - Morales, Andrés. “La esperanza oculta en Stella Díaz  Varín”, en:
 
          http://virginia-vidal.com/publicados/ensayos/article_320.shtml 
        - Navarro,  Eliana. “Huésped nocturno”, en http://www.eliananavarro.cl/antiguas_p02.html
        - Nómez,  Naín. “Exilio e insilio: representaciones políticas  y sujetos escindidos en la poesía chilena de los setenta”, en Rev. chil. lit. [online]. 2010, n.76 [citado  2011-02-05], pp. 105-127 .  Disponible en:
  
          http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22952010000100006&lng=es&nrm=iso
        - Oyarzún, Kemy. “Escritura de mujeres en Chile:  estéticas, políticas, agenciamientos”, en Nomadías n° 7 (2003-2004): 7-20
        - Paz, Octavio. Los  hijos del limo. Seix Barral: Barcelona, 1998. 
        - Ramos, Julio. Desencuentros  de la modernidad en América Latina. D.F: Fondo de Cultura Económica, 1989.
          
          - Rodríguez Arratia, Nelson.  “Stella Díaz Varín: la poesía como gesto autobiográfico (escritura y  experiencia interior)”, en Lit. lingüíst. [online]. 2004, n.15  [citado  2011-02-05], pp. 91-106 . Disponible en:
  
          <http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext
          
          - Schopf, Federico. “Más allá del optimismo crítico”,  en Rodríguez, Mario, Triviños, Gilberto y Alonso, María Nieves. La crítica literaria chilena. Editora  Aníbal Pinto: Concepción, 1995. 
        - Threadgold, Terry. Feminist Poetics. Poiesis,  performance, histories. Routledge: London-NY, 1997. 
        - Uribe Arce, Armando. El Fantasma de la Sinrazón & El Secreto de la Poesía. Editorial  Beuvedráis: Santiago, 2001. 
         
        * * *
            
        NOTAS
        
          
              
                [1] Recuérdese  que Huidobro había fallecido recientemente, en 1948.
                 [2] El campo retórico “es la vasta área de los conocimientos y de las  experiencias comunicativas adquiridas por el individuo, por la sociedad y por  las culturas. Es el depósito de las funciones y de los medios comunicativos  formales de una cultura y, en cuanto tal, es el substrato necesario de toda  comunicación”. 
               
              
                [3] Asumiendo  que estos textos hayan sido escritos en esa época y, aun si no lo hubieran  sido, el argumento no se invalida, no sólo por el largo período que Díaz Varín  pasó sin publicar y que de alguna manera nos inhabilita (por ahora) para fechar  con exactitud sus textos, sino porque el lamento por un pasado, cualquiera que  eventualmente este haya sido, contiene en este poema los gérmenes de una  poderosa crítica política. 
               
              
                [4] Para el  lector interesado en profundizar en los aspectos relacionales entre  inconsciente e inconsciente colectivo, una buena introducción es el libro de  Fredric Jameson, Imaginario y simbólico  en Lacan (1995); para indagar en la transición del inconsciente y su  versión textual, aparte del ya citado texto de Armando Uribe, Nicolas Abraham, Rhythms: On the Work, Translation, and Psychoanalysis. Todas las referencias se  encuentran las “Obras citadas” que van al final del texto. 
               
              
                [5] Nos  hacemos eco aquí de la concepción de clase como entes relacionales esbozada por  Fredric Jameson (1989), en la que se recalca que las clases se definen entre sí  por contraste, en el contacto entre la clase dominadora que busca asentar sus  estrategias de legitimación, mientras un sistema de impugnaciones surgirá de la  clase que se le oponga. En cualquier caso, ninguna de estas puede ser entendida  aisladamente. 
               
              
                [6] ¿O era  en la casa y en el país?
               
              
                [7] Todas  las traducciones del libro de Boym son mías. 
               
              
                [8] Parte  de este ambiente se generó por una lectura sesgada de los formalistas rusos,  especialmente en Norteamérica, viendo en ellos única y exclusivamente teóricos  preocupados por deslindar la literariedad de la obra, dejando de lado todo  aquello que tuviera que ver con los hipotéticos referentes de los cuales se  ocuparía el texto. Esto, según Boym, se originó en la reacción de los formalistas en 1924 ante la avalancha  del culto a la personalidad producto de la muerte de Lenin y las lecturas  progresivamente más sociológicas de lo literario. Sin embargo, debido a  posteriores purgas estalinistas, los mismos formalista tuvieron algunos de  ellos que escribir biografías más o menos estándar de clásicos rusos y/o  modificar su punto de vista e investigar la relación de lo biográfico, lo  histórico y lo literario. Aunque excede con creces el propósito de esta  introducción, alguien debería alguna vez revivir el decurso de la crítica  literaria chilena, que en los años de la dictadura militar se vio confinada al  estructuralismo más estricto y a alejarse de cualquier análisis político o  cultural, en un movimiento exactamente inverso al de los formalistas. 
               
              
                [9] “En  América Latina, sin embargo, la modernización, en todos sus aspectos, fue –y  continúa siendo– un fenómeno muy desigual. En estas sociedades la literatura  “moderna” (para no hablar del Estado mismo) no contó con las bases  institucionales que pudieron haber garantizado su autonomía. ¿Cómo hablar, en  ese sentido, de literatura moderna,  de autonomía y especialización en América Latina? ¿Cuáles son los efectos de la  modernización dependiente y desigual en el campo literario? (…) En respuesta a  esta problemática nuestra lectura se propone articular un doble movimiento; por  un lado, la exploración de la literatura como un discurso que intenta  autonomizarse, es decir, precisar su campo de autoridad social; y por otro, el  análisis de las condiciones de imposibilidad de su institucionalización. Dicho de otro modo, exploraremos la modernización desigual de la literatura  latinoamericana en el período de su emergencia”. (Ramos, 12)
               
              
                [10] El  lector puede encontrar mayores antecedentes de este temprano afán performativo en  el artículo de Virginia Vidal, “Stella Díaz Varín, Reina de los sirlos”. 
               
              
                [11] En el  texto en inglés, la palabra que aquí se usa es “corporeality”, un uso hasta  cierto punto arcaico de “corporality”, pero que le agrega un matiz muy  interesante a lo que escribe la autora. La RAE no reconoce la palabra  “corporealidad”.