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Historia personal del miedo

(Editorial Planeta, 1994, 188 páginas)


Tomás Harris


 

El mueble

"Para este animal quizá el cuchillo
del carnicero sería lo mejor, sin
embargo tengo que negarlo, por ser
algo heredado".

Franz Kafka.

¿Estuvo siempre el Mueble blanco, o más bien grisáceo por el polvo, ahí, en un vértice del escritorio que compartíamos con mi sobrino Alfredo?

¿O esa tarde, cuando yo revisaba mis manuscritos de un cuento llamado "El Mueble", Annette, nuestra mucama, golpeó la puerta, interrumpiéndonos, para anunciarnos que nos traían como herencia aquel Mueble?

Mi nombre es Patrick Johnson, y él, mi sobrino, es —o era— Alfredo, Alfredo Johnson. La única certeza, en esa tarde soleada de primavera, cuando yo trabajaba en mi cuento "El Mueble", que nada tenía, aparentemente, que ver con ese lúgubre y gris rectángulo que entre los dos tuvimos que subir hasta el cuarto piso de nuestro departamento y adosar improvisadamente en un ángulo de nuestro escritorio, mientras, sin decírnoslo, nos preguntábamos qué haríamos con ese espantoso mueble, entre blanco y gris, que perturbó, aquella tarde primaveral, nuestras respectivas actividades.

Mi relato "El Mueble" trataba de un escritorio con múltiples cajoncillos, en los que al anochecer los manuscritos de los cuentos del narrador de ese cuento, "El Mueble", se metamorfoseaban y, al día siguiente, eran otros cuentos, que cambiaban sus fábulas de animales humanizados en muebles animalizados y dejaban malignas moralejas.

Estas moralejas, que no debía reproducir por lo horrible preternatural y diabólico de sus mensajes, se alejaban cada vez más de lo humano, y de lo animal humanizado y...

Como la imaginación me superaba, pensé en resolver el enigma del escritorio con la fácil fórmula de las cajas chinas: en cada cajón había un cajón con un mensaje, que remitía a otro cajón, que encerraba otro mensaje y otro cajón, y así...

Fue cuando llegó el mueble de la tía Teodora, que en vida llamaban Tracy, cuyo origen yo y Alfredo, que en vida llamábamos Alfred, discutimos. ¿Cuál era su origen? ¿Por qué a nosotros? Sólo teníamos la certeza de que era una herencia y, por lo tanto, lo debíamos aceptar.

El Mueble era rectangular, blanco, grisáceo, sin estructura pragmática discernible. Como no sabíamos qué hacer con él, lo adosamos a un rincón del escritorio compartido y durante unos minutos lo contemplamos: cubría mis diplomas de Doctor en Lenguas muertas y una reproducción de "Asesinato" y "Asesinato por placer", de Otto Dix.

Sin decir palabras, decidimos que el mueble era horripilante o, peor, de mal gusto, kitsch, camp, posmoderno o demoníaco; pero no podíamos deshacernos de él: botarlo por la ventana del cuarto piso era peligroso, podía caerle en la cabeza a doña Lola, una chica almodóvar entrada en los sesenta, o al Oscar, un cabro de mierda que nada tenía que ver con el enano de Schlöendorff; además, era una herencia. Tácitamente, decidimos hacer del mueble algo hermoso, un objeto que no nos perturbara, un objeto llegado del cielo, un objeto de alegría, arte y pasividad.

Nos pusimos de acuerdo. Alfred decidió hacer del rectángulo blanco algo más que eso, el Mueble heredado perennemente por la tía Tracy. Nos sentamos en nuestros sillones de felpa alba, con sendos coñac y fumando nuestros habituales habanos, para discernir. Alfred dijo: "Tío, tengo una idea que llevaré a cabo esta noche. Transformaré este Mueble en una Catedral; le pintaré filigranas doradas en sus vértices, tallaré gárgolas y especies innombrables en sus costados, monjes maléficos y monstruos como los que describe el turco loco del Necronomicon: tentáculos ahorcando monjas... Nos reiremos, lo transformaremos en un templo pagano llamado Thaammod, la ciudad sin nombre."

Yo no le quise confesar que tales tallados con colores inauditos que él me describió, no daban ni para la más gótica catedral, pero cuando me fui a dormir, vi a Alfred, furioso, con sus gubias y óleos, como atacando el mueble, que se aquejaba de formas y colores, entre la perturbadora música de Iron Mayden. Al día siguiente, mientras un lívido rayo de sol entró por mi ventana, Alfred abrió la puerta de un golpe y preso de una gran agitación gritó: Tío, ven a verlo, creo que lo logré.

A pesar de mi abrupto despertar, del coñac, de las pesadillas con el mueble, me levanté y lo seguí al escritorio. Abrí la puerta. Ahí estaba el mueble. Annette pasaba su índice sobre la superficie rectangular, entre blanca y gris, gruñendo: A este mueble le hace falta que se lo sacuda alguna vez.

Jadeando, muy alterado, Albert me juró que lo había atacado con sus gubias, con su betún de judea, hasta con un cincel. No pude convencerlo de que sólo lo había soñado. Con un gesto de agotamiento me dijo: Sí, tío, tal vez me dormí y sólo lo soñé. Los pitos y el coñac, qué sé yo; pero lo prometimos, esta noche lo intentarás tú.

Yo ya no tenía deseos de transformar ese armatoste en nada, sino sólo terminar mi relato "El Mueble"; pero tal vez por el cariño que sentía por Alfred, por su hipersensibilidad y la simetría de mi cuento "El Mueble" y el odio a ese rectángulo impuesto que nos invadía el escritorio, esa noche lo pinté completamente de rojo. Al día siguiente, Albert me despertó, se veía muy pálido, entrecortadamente me dijo que él antes de acostarse veía como yo pintaba el mueble de rojo, a brocha gorda, como con odio. En seguida me tomó del brazo y casi me arrastró hasta el escritorio. Allí, Annette pasaba su plumero por sobre la superficie entre blanca y gris del rectangular armatoste, quejándose. ¡Cuándo se decidirán qué hacer con esta porquería!...

La noche siguiente, según el acuerdo, le tocaba a Alfred. Pálido, temblando, dijo: Lo convertiré en un confesionario con cortinas grises y celosías de lata y esperaré oculto a que vengan los malditos, aunque sean los Angeles Descarnados de la Noche o los Vampiros-Perros, los Vampiros de Pies rojos o algún puto Dhol. No importa, daré con ellos y los destruiré como corresponde.

Lo vi con sus gubias y polvo de judea y un latón herrumbroso acomodarse junto al mueble. Esa noche dormí entrecortadamente agobiado por múltiples pesadillas y la música de Iron Mayden. En el sueño, Alfred me preguntaba cuadruplicada su imagen como olográfica, rodeando mi cama: Tío, ¿el hombre es capaz de escapar a su humanidad? Después, dentro de la misma pesadilla el rostro de Alfred emblanquecía como la nieve hasta hacerse transparente, tanto que yo podía distinguir sus músculos, venas y, al fondo, su cráneo desnudo. Me decía: "Tío, este mueble es sólo una maldita historia, pero debemos darle un final, porque el desgraciado está vivo, y quiere separarnos, eso, fue enviado para separarnos... Debes terminar tu cuento..."

—Pero mi cuento nada tiene que ver —le acoté en sueños...
—No —continuó, tapándose el rostro con sus manos de cadáver. Sentí horror. "No, prosiguió; o se queda ahí, sucio, entre su blanco que no es blanco, o se multiplica por toda nuestra casa, sin que haya otro mueble distinto a él, tío, debes terminar tu relato o si no..."

Al otro día desperté teniendo frente a mi rostro lo que, por así decirlo, quedaba del rostro de vida de mi sobrino.

—¡Ven! —aulló—. ¡Ven! —mientras me arrastraba hacia el ángulo donde ¿yacía? el mueble: —¡Mira!
Annette, un tanto molesta, mostrando su índice empolvado preguntaba: "¿Por qué no pintan este mueble con su color natural?"

Esa noche, como era mi noche, tomé un tarro de pintura blanca y durante toda la noche pinté el mueble de blanco, blanco sobre blanco y blanco. Desperté cerca de las ocho. El día estaba mustio, entre gris y blanco. Annette entró a mi pieza y puso una de sus gruesas manos sobre mi hombro. Dijo: Alfred murió.

Sólo recuerdo que Alfred yacía exangüe bajo el mueble. Annette sollozaba: ¿Por qué no limpiamos este mueble de una vez por todas?

Finalizado el funeral de Alfred, Annette limpió el mueble, hasta dejarlo muy blanco, como la leche o la nieve, no lo sé. Yo, por fin, pude continuar mi relato "El Mueble", donde un cajón llevaba a otro cajón y a otro cajón, hasta que al final...

 




La provocación

Un anciano aldeano de Moldavia le propone a un joven turco cometer un error más grande que el que él, el anciano, cometió en su vida. Si llega a lograrlo, heredará sus tierras, su dinero y su hija adolescente. El joven turco le solicita al anciano alguna pista. El anciano, guiñándole un ojo, le responde que, justamente, el desafío consiste en eso: no tener pistas de su gran error. Esa noche, agobiado por el enigma y los jadeos de su madre agónica, el joven turco la destroza a hachazos y oculta los despojos bajo la nieve. Al día siguiente vuelve el anciano y el joven le cuenta su gran error, ya que cometido el crimen estaba arrepentido y no sabía si podría cargar con la culpa. Entonces, según el acuerdo, el joven turco le pide al anciano que confiese cuál fue su gran error. El anciano le da dos palmadas en la mejilla con su gruesa mano de campesino y le dice: "El error más grande de mi vida fue violar a tu madre nueve meses antes que tú nacieras, hijo".

 

 

La hija del sepulturero

"...al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las
buhardillas y los callejones de la ciudad, aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y remotas, se guarecen en sus grises nichos."

August Derleth

En un pequeño cementerio situado en las afueras de Providence, derruido y desamparado por el tiempo y la distancia, rodeado apenas por unas verjas tamizadas por el óxido causado por la humedad del inmenso bosque que lo rodeaba, vivía Andrew Smith, el sepulturero, un hombre gibado, taciturno y mustio. Su hija de doce años, de cuya madre nunca se había tenido noticias, casi no hablaba, sólo jugaba con sus muñecas entre las lápidas y musitaba letanías sin sentido.

Una noche, después de terminada una de las escasas ceremonias fúnebres que se llevaban a cabo en ese remoto cementerio, el entierro de un hombre muy rico, un filisteo de espíritu podrido y alma corrupta, llegaron, cerca de la medianoche, los profanadores de tumbas, las hienas, los ladrones de cadáveres, esos que proveen a los estudiantes de medicina de lo que los médicos a su vez han provisto al sepulturero.

Como dos gatos de Baudelaire, los ladrones de tumbas saltaron sigilosos la verja rojiza del cementerio y se encaminaron directamente a la tumba recién cavada, donde en ese mismo momento los gusanos ya se aprestaban a comenzar el tránsito de la carne del muerto hacia los perdidos albores de la tierra.

Pero los gusanos fueron interrumpidos por las palas de las hienas que cavaron con presteza la fosa y descerrajaron la tapa del cajón que, ya humedecida, se abrió sin dificultad. Dentro estaba el cadáver, ricamente ornamentado, porque quizás pensaba que para cruzar la puerta de los cielos había que llevar como presente a los Dioses todo el oro que en vida atesoró. Es por eso que, tal como las hienas que huelen de lejos el hedor de la riqueza, se descuelgan entre las grietas grises para apoderarse de ese hedor.

Una de las hienas saltó dentro de la fosa y comenzó a despojar al cadáver de su oro, mientras la otra echaba los tesoros en un saco de arpillera café, manchado de tierra y grasa. Antes de salir, la otra hiena le susurró: "La cabeza, están pagando bien por un cráneo en la Facultad de Medicina". La otra hiena miró el desencajado gesto de la cabeza del cadáver y palpándole las mejillas en tránsito hacia la putrefacción dijo: "Es que tiene todavía mucha mierda". "No importa", susurró la otra hiena, "hirviéndola un par de horas le sale toda".

Entonces, la hiena que estaba en la fosa, cercenó la cabeza del filisteo con un solo golpe de su pala y se la pasó asida de los blancos cabellos a la otra hiena, que la echó dentro del saco junto a los demás tesoros.

Cuando se aprestaba a salir, escuchó unos pasos que se alejaban corriendo, profiriendo maldiciones, y otros pasos que se acercaban, pero más gráciles, como de gato o de niño. "Infeliz", rió la hiena mientras intentaba salir de la tumba, "te agarraré aunque sea en el infierno". Cuando asomó su cabeza la vio: era la hija del sepulturero, desolada, triste, como a punto de desvairse entre las criptas, enfundada en su transparente vestido rojo. "Andaba sepultando mis muñecas, pero veo que tú te estás escapando. Eso no se hace, señor", le dijo la niña a la hiena.

"Hija de perra", le dijo la hiena a la niña, y cuando iba a darse el envión para salir de la tumba mientras miraba ansioso los flacos muslos de la muchacha, sintió la aguda punzada de un clavo en su pie y, al removerlo, quedó atascado entre la madera del ataúd y el cadáver.

"Se te olvidaba esto, señor", le dijo la niña a la hiena, arrojando el saco de los tesoros dentro del agujero, donde la hiena se retorcía, blasfemaba y aullaba. Después, la hija del sepulturero, con la pala que había dejado botada la otra hiena, al ver aparecer lo que creyó una aparición y largarse pronto del maléfico lugar, lentamente comenzó a cubrir la tumba, con el filisteo y la hiena dentro, con la misma tierra que nunca debió ser removida de su lugar. Mientras cubría a la hiena, que bramaba blasfemias entre pedidos de caridad y arrepentimiento, la niña cantaba una de sus inefables letanías: "Camina, no corras/no corras, camina/no camines/repta/no reptes, descansa... en paz".

La mañana llegó, alejando las sombras de la noche e intercambiándolas por las sombras del umbrío bosque que rodeaba el cementerio. Todo transcurría igual a todos los días. La hija del sepulturero desenterraba sus muñecas, que resucitaban al nuevo día y que sepultaba noche a noche en su ritual eterno. Mientras, el sepulturero limpiaba el cadáver de una bella joven y la ungía con óleos, una bella joven como debió haber sido la madre de su hija, mientras pasaba con suavidad sus aceitadas manos por sobre el cadáver y su mirada se perdía en el vacío de esas carnes que pronto, muy pronto, sólo serían tierra.

 

 
 

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Tomás Harris. Editorial Planeta, 1994.