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TRIDENTE de TOMAS HARRIS

RIL Editores, Santiago, 2005. 144 pp.


Por Armando Roa Vial

Presentación
Taller de Letras N°37, (2005)

Tridente, de Tomás Harris, a fuerza de lúcidos arponazos de escepticismo, es un libro que conmueve. Conmueve por su fuerza, honestidad e inteligencia. Quiero decir: leo en él a un poeta que escribe persuadido por la íntima e inevitable convicción de que la poesía no es un juego de imposturas, ni un fingido acto donde el mero malabarismo verbal, la retórica o el solipsismo son el disfraz efectista y efectivo para encubrir la ausencia de sentido y pensamiento poético sólido. Harris es un poeta de vocación mítica en el sentido primordial de esta palabra, esto es, con capacidad para narrar algo bajo un hilo argumentativo, de sostener una trama; en definitiva, para mentar una cierta realidad con la palabra y no hacer de ellas ejercicios de autismo. No es casual, creo, que dentro de las multiples referencias intertextuales de Tridente exista una al Seafarer, el navegante anónimo de la antigua poesía anglosajona. Creo que Tomás, a lo largo de Tridente, se hace parte del temperamento de ese Seafarer, citado en la versión de Pound, su mejor traductor al inglés moderno, quien afirmó que la poesía era un salto inevitable cuando el silencio al que nos aferramos es imposible de sortear. Es lo que ocurre aquí con Edipo y Aurelia, Timothy McVeigh y Goya, de la mano de Tomás. Personajes que por romper el silencio no pueden ser condescendientes; la suya es entonces una posición de fuerza ante lo inevitable, sin vacilaciones frente a sus oponentes. Los tres, pertenecientes a momentos históricos diferentes, pero unidos en una visión finisecular de "apatridas a su tiempo y circunstancias", hombres sin atributos que cargan con una época que parece haber llegado al límite de sus fuerzas. Digamos que cada una de las voces monologantes de los protagonistas se hace eco, a su vez, de otras voces de tiempos diversos, pero articuladas por el autor bajo el prisma de la contemporaneidad. El juego entre lo contemporáneo y las múltiples referencias culturales, literarias y artísticas que se despliegan a lo largo del libro, en un tejido cuidadosamente trabajado, responde a una idea de tradición que, a mi juicio, es parte de la estética de Tomás Harris: pasado, presente y futuro han de verse simultáneamente, en un proceso intercambiable y dinámico donde se afectan retroalimentandose mutuamente; no hay, entonces, una consistencia pétrea o inmutable de la temporalidad. Así, podemos ensayar una lectura de las distintas versiones del mito de Edipo desde Tridente y, al mismo tiempo, una lectura de Tridente desde las diferentes versiones de Edipo. No hay pues un texto cerrado como tampoco tiempos conclusos. Por eso Tomás, aquí, emprende su travesía por una tierra baldía donde atisbamos mucho del Chile globalizado de hoy, aunque no con mirada contingente o cortoplacista, sino expandiéndose a una visión más universalizante de época y asumiendo, para ello, puntos de fuga enmarcados en diversos momentos históricos representativos, algunos de ellos distantes en el tiempo: Edipo, simbolo de una Grecia tambaleante donde el mito comienza a ser reemplazado por la introducción de la racionalidad, es desplazado por Tomás hacia un futuro apocalíptico en su destierro en Colono; Goya, por su parte, desde el pasado, es la síntesis de un período que pone en entredicho las conquistas del espíritu racional y que se abre con afán reivindicatorio a otras regiones y trasfondos del ser humano, silenciados o cuando menos menospreciados hasta entonces por la tradición ilustrada, esto es, la esfera de los sentimientos, emociones y pulsiones; Timothy McVeigh, más cercano a nosotros, militar destacado de la primera guerra del golfo y protagonista de una masacre en Oklahoma, héroe y villano de una época virtualizada, donde lo real se vuelve cada vez más volátil y vacío. Sería un despropósito de mi parte abarcar en esta presentación un libro cuya lectura requiere y merece un análisis minucioso. Lo mío es simplemente un intento por transmitirles el entusiasmo que en mí ha despertado Tridente como lector. Así, vayan estas modestas coordenadas que me sugiere esta poesía:

a) Siento a Tomás en una nueva travesía, más apocalíptica quizá que otras navegaciones anteriores. Aquí, el navegante que se esconde en Harris es un sobreviviente de la catástrofe de una época terminal, viciada por un nihilismo planetario, vertedero final de las miserias de épocas pasadas y de épocas por venir.

b) Ese vertedero que Tomás intenta sortear en su nave de los locos, no sólo junto a Edipo y Aurelia, Goya y McVeigh, sino a muchos de sus héroes del cine, la pintura, la música, la filosofía y la literatura, es el de la expresión más dura del nihilismo: la de la muerte en vida, como los zombies de George Moreno citados por el autor, infierno contemporáneo de seres que nada sienten, confinados, diriamos, a una vida de pura superficie, donde el deseo es ausencia de deseo, donde no hay gozo en retener nada porque nada se posee, un universo delgado, despojado de cualquier dimensión profunda, sin nada para emprender.

c) En este vertedero, hasta las relaciones personales dejan de ser un fin en sí mismas, para transformarse en un mero valor de cambio, similar al dinero, aptas por lo que consiguen, productividad y consumo, pero no por lo que son incondicionalmente. A lo sumo, incluso, como mera fuente de placer o de poder, es deseo insatisfecho que genera más deseo sin alcanzar nunca una plenitud.

d) Parte de esta catástrofe es, también, el reemplazo de un mundo ontológico por un mundo tecnológico, santificado por complejas redes televisivas, cibernéticas e informáticas que han cambiado nuestra percepción de la realidad, difuminando, como ya lo afirmaba Lyotard, la dualidad sujeto-objeto, y haciendo perder el contacto tangible con las cosas. Es, para citar a Tomás, el mundo transformado en "una eyaculación en lo incorporeo".

e) Si Tomás habla de lo incorpóreo, de la catástrofe de un mundo sin espesor ni sustancia, resulta tremendamente interesante el contrapunto que hay, en las distintas secciones del libro, con los sentidos. McVeigh es la culminación de un hombre que, acostumbrado a la muerte y a la masacre puramente virtual, programada desde complejas redes cibernéticas, decide vengarse con una muerte palpable, a escala humana, y no con un simple "espejo de sus espejismos". Por eso el atentado de Oklahoma, a pesar de la violencia, tiene la nobleza de lo real y tangible. Por otro lado, el juego con el destierro de Edipo, en la primera sección, no deja de ser interesante, pues éste, a pesar de la ceguera, de la privación física de un sentido, ve más que todos sus contemporáneos y predecesores, quiero decir, la visión lúcida de quien desenmascara las astucias de un mundo que teniendo vista, físicamente, ha perdido espiritualmente el poder de visión y se contenta con la ceguera de la mera virtualidad. Sospecho incluso los aquelarres y universos demoníacos que asaltan la visión de Goya, en la tercera sección, con todo lo perversos que pueden ser, son menos grotescos que los infiernos artificiales políticamente correctos, mediados y consensuados por una computadora o un televisor, transformados en simples pasatiempos para espectadores.

f) La catástrofe de un mundo virtual y no sustantivado, carente de hilos sólidos, donde todo se mercantiliza transformandose en simple valor de cambio, donde hablar de significaciones o referencialidades se transforma casi en un gesto forzado, es contrarrestado por el poeta con un implícito salto de fe en el pacto entre la palabra y el mundo o, como decían los antiguos, la correspondencia entre el Logos y Cosmos. Por eso, en Tridente, las máscaras usadas, o el entramado de citas, ecos y alusiones a otros autores, no es refugiarse en la textualidad pura ante lo ilusorio del mundo, esto es, ensayar una estructura de infinitos reenvíos que nos libera o nos excusa de la experiencia del mundo, quebrado el pacto entre palabra y realidad. Por el contrario, en la invocación a los mayores del Tomás poeta y lector, hipócrita lector como su Edipo, hay un instinto que lo lleva a ordenar lo disperso y armonizar lo discordante de épocas y situaciones diferentes, siempre bajo la guía de que las palabras no son astucias o disfraces, sino, como ha reclamado George Steiner, los componentes de una existencialidad habitada porque lo real reclama nuestro reconocimiento.

No quiero explayarme más en estas consideraciones. Los buenos libros, más que presentaciones, reclaman que se los lea. Pero no puedo obviar, al terminar, de repetir aquí ante ustedes lo que le dije a Tomás en un mail que le envié después de mi primera lectura: este es, para mí, uno de los mejores libros de poesía escritos en Chile en los últimos años. Uno de esos libros que a uno le devuelven la fe. Y me alegro, además, que su autor sea Tomás Harris, no sólo porque lo confirma en el merecido lugar que le corresponde en nuestra poesía, sino porque además es obra de un hombre cuya cultura literaria y calidad poética jamas lo han apartado de la modestia, de su opción por el anonimato del silencio y el trabajo antes que la parafernalia, y en fin, por hacer suya esa inusual costumbre de la calidez y la generosidad intelectual.

 

 

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