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Presentación:
Tres miradas a "Tridente" de Tomás Harris
Ril Editores, 2005. 144 páginas.

Por María Inés Zaldívar
Agosto de 2005

 

Tridente de Tomás Harris, al igual como su nombre lo indica, es un poemario compuesto por dos dientes largos en los extremos, y uno corto al centro. Uno de los largos es “Edipo Androide en la blanca Colono”, por un lado, y “Las jornadas del sordo”, por el otro, más el terciario diente (como el terciario brazo de Vallejo), el breve, el del medio, titulado “Balada del condenado de Oklahoma”.

La primera parte es un epistolario a dos voces, entre el ciego y viejo Edipo “viejo poeta de mil años que reencarna y reencarna” (27) desterrado en la blanca Colono, y su enamorada Aurelia que quedó se supone en Tebas, pero que responde ya sea buscándose así misma en las pantallas grises de los computadores, o desde sueños improbables sin fecha. La blanca Colono, yerma y desértica, que rescribe la original, esa de Sófocles, la que por boca de su hija lazarilla Antígona: “está cubierta de laureles, olivos y viñas, y muchos son los ruiseñores que dentro de él cantan melodiosamente”, está descrita con profusión y detalle. La Colono de Harris, en una anticiudad, donde “Los habitantes vagan como los miembros de una expedición polar perdida, harapientos,/ febriles, musitando letanías ininteligibles por los sordos/ témpanos, bajo las estacas iridiscentes de los picachos,/ y el sordo traqueteo del agua bajo lo hielos.”(50). Y en Colono, “todos los sitios llevan el nombre de la ciudad”, la taberna, el cine que es como una “caverna postplatónica de sueños de marfil”, la estación, etcétera, y hasta “el perro vagabundo supurante y baboso,/ al que todos lo habitantes de la ciudad le dicen,/ Colono, Colono, y cuando se acerca, algunos le patean/ el hocico y otros le tiran hogazas de pan duro”, como puede apreciarse detalladamente en el poema “Edipo medita sobre algunos aspectos onomásticos de Colono, la ciudad blanca”(52-53). Pero, en definitiva, aparte de la geografía, ambas Colonos, la de Sófocles o la de Harris, son las ciudades para ir a morir (no nos olvidemos que Sófocles nació allí y escribió esta tragedia a los 94 años, en honor a su ciudad natal y que murió antes de que la obra fuera presentada en público). Son semejantes también, porque tanto en la tragedia clásica como en Tridente, Colono es la ciudad donde aparecen todos los peores sufrimientos: la enfermedad, la discordia y traición entre hermanos, el incesto, la guerra, la vejez y el destierro bajo, la mirada atenta de la sombra de la Esfinge.

La segunda parte del texto es la triste canción del soldado condenado a muerte, que espera ser ejecutado con una inyección letal, y cuya espera tiene, entre los muchos testigos establecidos por la ley en USA, a este otro que desde las alturas de un departamento en “Santiago de Chile, Sudamérica”,“como buen mirón de la muerte” (86), espera la hora señalada en “este finis terrae desde donde profiero mi asco, mi ascua” (86), y que matiza la demora de la ejecución, mirando a una joven “enfundada en un body blanco sobre su cuerpo rosa” (75), que se pasea tras los inalcanzables cristales de un departamento colindante, como “un cisne urbano”(87).

Y en el tercer diente, el del otro extremo, Francisco de Goya y Lucientes, al que Harris le dedica el libro, “aunque privado del paraíso de la oreja” pero instalado en el “infierno de la visión”, se pasea solo, sordo y progresivamente loco, por su quinta pintando los últimos cuadros, “quizá como una manera/ de desnudar nuestra razón/ quizá como una mala manera/ de trozarnos los corazones” (91).

Pero este poemario, no sólo por su forma es un Tridente, pues en ese caso bien podría llamarse Tríptico, sino también porque estos tres dientes se clavan en el lector, sin piedad. Digo que se clava, puesto que el texto, siguiendo la estética de los libros anteriores de Harris, contiene una lectura que estremece, que duele, que da rabia, impotencia, hasta asco, que a veces se mezcla con bocanadas de ternura y algo de risa reprimida que se avergüenza de brotar, pero que al final es risa y qué, como respuesta a ese humor negro, construido a base de una ironía letrada e inteligente. Pero, a pesar de ese humor corrosivo, ante expresiones como:

Cuando desperté, aún estaba ahí.
El pelo -¿serpientes, cenizas?- se adhería a la almohada
por la flema reseca, los residuos de vómito orgiástico,
¿suyo, mío, o de ambos entrelazados como efluvios del aquelarre? (37),

al igual que nosotros, Aurelia frente a las cartas del viejo Edipo, su amor, inquiere: ¿“Por qué me haces llegar poemas así de decadentes” (39), mas ante esta réplica el ciego enamorado le y nos confidencia en un fragmento de su diario escrito durante el destierro, que su vida a sido más de agraz que de dulce:

Cómo detesto repetir el parlamento manoseado
de mi Destino: me eché al viejo, me culié a mamá,
los vecinos estaban cabreados y llamaron a la poli
y en mi destartalado Mustang me fui de carreteras,
con mis dos hijas sin madre que les enseñara
a bordar, a respetar sus cuerpos,
a no andar mostrando el culo solo porque aún son jóvenes. (45-46)

Mezcla de tragedia y comedia, este Edipo posmoderno, monologa en la antesala del infierno, donde no hay consagración, y donde trabaja como un “demonio estatal, como un “diablo de segunda categoría/ con este paletó gris y la ridícula corona de laurel/ que rememora a mi predecesor”, lo que vendría a ser lo mismo a convertirse otro de los “poetas autoeditados/ falsarios y plagiadores, profanadores de cadáveres ilustres” (65).

En otras palabras, la estética de este nuevo poemario de Harris (“Museo de lo Freak”(64) dice Edipo en el “Monólogo de Edipo en el infierno”) siguiendo la línea de los anteriores, es desacralizadora de lo bello, es una estética feísta, si pudiese utilizar esta expresión, como ladel expresionismo europeo, principalmente el alemán de principios de siglo tal como el de las obras de George Grosz, quien pinta toda la decadencia post Primera Guerra Mundial, o las creaciones de Emil Nolde, las del austríaco Oskar Kokoschka, o bien las de E. L. Kirchner, entre otros, donde pueden verse creaciones con una deformación deliberada de la realidad con el fin de acentuar ciertos rasgos (Picasso en las señoritas de Avignon). O bien podría pensar, dentro del ámbito de la literatura y en una especulación al pasar, en una estética coherente con el más duro Naturalismo, ese de Zola y Maupassant, y bautizarlo provisoriamente como un naturalismo retro, dark. Pero es interesante anotar que, junto con este expresionismo punzante, hay gestos intensamente líricos, en todo el sentido de la palabra, en expresiones tales como: "Ella era una bailarina de ojos negros y zapatillas rojas,/ no había nadie como ella con pies tan ágiles, / liviana como una alondra en la ventisca" (359), que hacen de contrapunto acentuando la especificidad e intensidad de la oposición entre ambos tipos de expresión. Considero, por tanto, que la lectura de los textos de Tomás Harris despiertan intensidades de variados tipos, que incluso pueden producir en algunos momentos la tentación del bloqueo para no ver ni sentir lo que incomoda o desajusta más allá de lo tolerable.

***

Vamos ahora al objeto Tridente ¿Cómo se nos presenta?

Diría que es un objeto, que también siguiendo la tradición de sus poemarios anteriores, requiere ser leído como un poema narrativo, con sus tres historias y sus personajes. No quisiera detenerme en este punto, pero sí mencionar a tres de ellos, a Aurelia, a la enamorada de Nerval, antigua visitante de los textos de Harris, que desde el romanticismo, nos lleva al Amour Fou de los surrealistas, que también habita en la nada en este texto, y que no puedo dejar de ligar por su invisibilidad y fugacidad con la Nadja de Breton. Luego al condenado a muerte de la segunda parte, que a pesar de tener al Imperio más temible sobre él y finalmente dentro de sus venas hecho veneno letal, deja como herencia por boca prestada de otro, el poeta William Ernest Henley un legado de libertad, al estilo más castizo de Espronceda:

No importa cuán angosta sea la puerta
Ni cuán lleno de castigos esté el pergamino
Yo soy el dueño de mi destino:
Yo soy el capitán de mi alma

Y por último el bendito sordo, el Demiurgo, Francisco de Goya y Lucientes, en cuya mente, en cuya sombra podría estarse gestando todo el libro.

Ahora bien, la pregunta acerca de la materia que lo conforma, del cómo está construido Tridente podría tener una respuesta de varias decenas de páginas. Es por ello que prefiero en esta ocasión, más que una mirada analítica literatosa, intentar responder a la pregunta de, cuál sería el proceso alquímico que lo conformó en esta arma tan punzante?

Empecemos diciendo lo más obvio, que Tridente, al igual que los poemarios anteriores de Harris, es una construcción de poesía narrativa que encierra un abarrotado, riquísimo y sorprendente tejido intertextual; en este caso diría que conforma un verdadero tapiz en el que se presentan variadas figuras que casi no dejan espacio para respirar por sus intersticios. Y me surgen dos imágenes cuando me asomo al mundo de Tridente, por una parte me parece estar frente a un friso medieval, pero de esos que en los templos estaban escondidos, y que solo muy pocos, seguramente su autor o autores más un círculo secreto sabían descubrirlo, donde se mezclaba lo sagrado y lo profano, lo obsceno y lo sublime, lo bello y lo horrible. Tridente no está escondido en el templo (esperemos que al menos lo esté en las librerías y bibliotecas), y en el friso que nos presenta descubro, si no gárgolas, serpientes y monstruos apocalípticos mezclados con uvas, trigo, palomas, vírgenes y santos, otros seres y objetos tales como androides, putas, ovejas eléctricas, junto a mutantes, margaritas radioactivas, “califas/, Dictadores, zombies, emperadores,/ Vampiros y miserables freaks de toda laya/ Con sus falos relucientes/ De esmeraldas como cornucopias electrónicas y fluorescentes” (117).

Considero también, que Tridente podría pensarse como la actualización de un friso medieval, pero con la estética del cómic, y del cómic dark, para adultos (o quizá se podría decir, siguiendo la propuesta del poemario, que el friso medieval es el que recoge la estética del cómic del siglo XXI), donde vertiginosamente se mezclan tiempos y espacios, y por lo tanto tenemos un Edipo androide, que escribe a su amada Aurelia desde Colono en abril del año 6294, desde “Colono, la blanca, mirando el horizonte y la frontera de Atenas, USA” (15), o un Goya que agobiado “Por el tiempo de los fusilamientos de la Moncloa,/ Decretados por el Khan” (111), se pasea por su quinta pintando frenéticamente sobre los muros albicantes.

***

Hemos visto la forma de este poemario de Tomás Harris que se resuelve en tridente, la aguda manera en que penetra en el lector a través de sus envolventes y filudas páginas, para luego mirar con algo de atención la alquimia que produjo esta narración poética, o si se quiere poesía narrativa. Pero este tenedor, friso postmedieval, tapiz intergaláctico, es a color. No a todo color, sino a una gama de colores compuesta por rojo y blanco, más pintas de otros que le hacen el retocado a la foto. Quizá podría decirse, de otro modo, que el friso fue tallado y pintado, y la alfombra teñida y tejida, básicamente en rojo y blanco, con algunos motivos de otros colores, pero solo por aquí y por allá.

Toda la primera parte del poemario transcurre en la blanca Colono, ese es el escenario, el de una ciudad blanca que se refleja en las cuencas vacías del ciego Edipo, que al mirar el cielo en busca del azul, este “tenía el color de una pantalla/ de televisor sintonizada/ en un canal muerto (11). Este es un blanco que juega dentro la gama de los blancos, hacia al gris de las pantallas “de los computers” (17), hacia el blanco de los sueños, hacia el sin color de la nada, del vacío, hacia el blanco cera de la piel de los cadáveres, hacia una “turbia transparencia” (39), hacia el blanco burbujeante de la espuma que sale “por los hocicos” (57), o bien las como “albas capas del Klan” (57).

Este color, ausencia de tal, se intensifica en la segunda parte del poemario con el condenado a muerte de Oklahoma, aquí mientras se espera ver en las pantallas de tevé que ahora derivan a un blanco verde-gris (como los uniformes de los soldados en la guerra), y se pasa la noche en vela, en blanco, con una luna blanca que vigila la ciudad al más puro estilo García Lorquiano, anunciando el blanco eterno. Es el blanco de la muchacha cisne urbano, dentro de su body, que “se distiende como una anémona borracha bajo el agua salada”, mientras que “el cuerpo del condenado de la masacre de Oklahoma,/ se distiende como una anémona impávida bajo la luz implacable/ de un foco neutro” (72). Y es sobre todo, el blanco líquido aquel que provocará lo que todos esperan cuando:

En la aséptica sala del circuito cerrado de T. V.,
los vengadores mirarán el acontecimiento
en sacro,
profundo, silencio,
el silencio de la venganza
blanca y aséptica (75)

Y en la tercera parte del poemario, el divino sordo, “Nuestro Demiurgo sordo/ Como una tapia, sordo como los blancos muros de su quinta” (111), está envuelto por las blancas murallas de su casa. Rodeado por ese blanco que es el blanco hacia donde se dirige su angustia y su locura, y donde ambas, con magnífica puntería, se resuelven en oscuros trazos inmortales. Y como “Su metástasis es producto de lo blanco de su quinta” (97), hacia su interior también está colmado de fantasmas, pues “por la sordera y la blancura enloqueció” (97).

Decía que blanco y rojo, vamos al rojo. Lo encontraremos casi siempre definiendo al blanco, como su negativo, incluso podría pensarse que como analogía del blanco y negro. Vemos que bajo la sombra de la blanca Colono hay crímenes rojos de sangre, cartas apasionadas de amour fou, el cuerpo de la enamorada “En su desnudez lunar respiraba como implorando: “mátame”/ bajo los haces de los vitrales de un templo en ruinas” (37), y la unión de la sangre de la amada de cercenadas zapatillas rojas y ojos negros, con el manco poeta mediocre deja “sus huellas carmesí por los caminos polvorientos” (36). Este rojo que surge de lo blanco y viceversa tiene, literalmente, una matriz donde se gesta la dualidad, esta es la de la madre, esa que Edipo busca incansablemente para el ayuntamiento:

[...] para que por fin
de a dos sea la cópula, para que recibas mi falo nuevo
esplendente, en tu abertura aún sangrante, húmeda de parto
y placenta, y continuemos la rueda que nos aleja de la muerte,
la rueda de fuego, por una noche, diosa blanca, madre felina;
la rueda de hielo, por una noche, hijos del Todo y de Nadie. (34)

En la segunda parte del poemario, “¿qué caminos de seda sangrienta dejaron sus codos, sus rodillas?” (73) de piel blanca de “anglosajón y de los del Klan” (79), se pregunta el hablante que espera el ajusticiamiento del ex combatiente del Golfo. Ese soldado otrora héroe que estuvo, no el Bagdad de Las mil y una noches, sino en “las lejanas llamas de los pozos de petróleo como llagas de sal” (79), y que alucina en medio de “una puta extensión de Nada miserable”, con hot dogs y muchachas que derraman en su “boca sedienta/ pop-corns sangrientos” (82).

Y en la tercera parte, Goya con sus “sombras reunidas junto al fuego” (99) les repite que “Por favor lean los letreros rojos” (95), y pinta “Aquelarres, luchas cuerpo a cuerpo en la soledad/ De los pámpanos y el barro, fusilados/ Tinieblas, tauromaquia, carnicerías, caprichos/ Y autos de fe” (100), con “su pincel cargado de rojo ardiente” (107).

Si el blanco es la ciudad, el veneno, son los muros, las pantallas, los fantasmas, el hielo, la nieve, todo esto deriva en la locura, la nada, el día eterno, la muerte. Si el rojo es la sangre, son las vísceras, las membranas, la lengua, el falo, el vino, en un gesto de desplazamiento metonímico todo se coagula como la sangre, y deriva en lo oscuro: en el barro, en la extraña fruta negra, la diosa trágica Billie, en la Pintura Negra, en la noche eterna, en la otra cara de la muerte. En definitiva, los personajes, imágenes, objetos, que se mueven o están pintados, tejidos o grabados en este friso, tapiz y, al igual que Goya, los percibimos: “Deambulando en blancas paredes/ Escupidas de sangre y barro”(107).

Decía también que en esta estética dual del blanco y rojo se percibían otros colores. Estos son una pizca de verde y azul, y algo más contundente de amarillo. El verde en toques muy breves, pero no menos poderosos, pintando, por ejemplo, el dinero para abrir “a dólar de Cipango/ Las piernas de Moncloa muros adentro sin orgasmo” (117) y los uniformes de los soldados del Imperio en la guerra del Golfo. Luego, el amarillo, que al parecer de alguna manera deriva del blanco pues, “la luna comenzó a chorrear aceite de plata” (136), es el de la mítica, bella y horrible ciudad de oro, el de las doradas, tarjetas de crédito, de las cartas olvidadas de los enamorados, de la pus, de las legañas, del vómito, ... ¿podríamos decir que el de la decadencia, la descomposición, el desecho? Y, por último, con una que otra breve pincelada porque “no hay mal que dure cien mitos” (13), menciono el azul, aunque sea un blue velvet (38), que persiste en estar ahí como el cordón umbilical de un recuerdo, o como el “password del placer: “Ojos de perro azul” (60). Aunque prefiero destacar a ese azul que, “Es como un solo de saxo frente al mar,/ Un solo de saxo del Saxofonista de Hamelin,/ La respiración hecha música ante el incomprensible movimiento/ Del oleaje” (132), ese azul metapoético que encuentra en la creación, en el arte, un bien capaz de derribar cien mitos.

***

Por último, la otra imagen que me da vueltas, derivada directamente del tapiz, es la de una alfombra voladora, como una de las de Bagdad, de ese Bagdad que aparece en el diente del medio del Tridente, en “La balada del condenado de Oklahoma” y que, como sabemos, no tiene nada que ver con el de Las mil y una noches. Una alfombra voladora tejida de múltiples voces y algunos colores que se desplaza hacia la primera y tercera parte del texto, sobre la que está subido el hablante de todo el poemario y a la que nos invita a sus lectores a treparnos y mirar hacia abajo, hacia arriba o hacia donde sea, y apreciar con la capacidad de visión que da la sordera cuáles son los verdaderos contornos de la realidad que nos rodea. Quién sabe si esta mirada nos lleve a planear sobre la tierra y construir una propia órbita, una propia realidad, una propia vida, paralela, para sobrevivir, o si nos sumerge en el friso como otra más de sus figuras apocalípticas, porque no puedo dejar de percibir a Tridente como una red intertextual, de corte posmoderno, coherente y cohesionada, que cuenta de una realidad literaria, metatextual de punta a cabo, pero al mismo tiempo como un tenedor del demonio que se nos clava con agudeza inusitada, puesto que quizá es un tenedor eléctrico, que a su vez está conectado a un micrófono, cuadrofónico, multifónico, diría, que trae las voces de muchos poetas, escritores pintores, músicos, demonios, etc. (y aquí es donde uno podría extenderse y extenderse detallando voces, giros y sonidos). Pero en vez de dilucidar los efectos de este Tridente en sus lectores, propongo investigar la ubicación de esta alfombra voladora. Y, es fácil, porque el texto mismo nos lo indica: no está arriba ni abajo, sino dentro y, específicamente, dentro de la mente del sordo, porque esta alfombra, como afirma el hablante en el poema “El conjuro” fue una “cosa gestada en el útero de la mente de Goya”(128), y ya hay indicios en la poesía de Tomás Harris de esta construcción de mundos mentales. En el primer epígrafe de Cipango (1992), tomado de Germán Belli, se afirma: “Todo lo narrado transcurre/ en las veladas aguas cristalinas/ del exclusivo coto de la mente”. Y es así como en Tridente, la sangre que “Representa la sangre, aunque no sea sangre”(131), y todos los demás horrores, duelen igual gracias a la maestría del poeta que los convoca sobre la página.

Y quisiera cerrar esta lectura del poemario diciendo que este notable friso/ tapiz/ alfombra voladora, en blanco y rojo con una pinta de color, está compuesto por “Hilachas” (120), entre las cuales nos entretejemos y entreveramos a través de su lectura, y nos convertimos en costurones, apostillas, “trazas deshilachadas de pensamiento/ Y manchones sobre un lienzo que evidencia el temblor del pincel” (120).

María Inés Zaldívar
Agosto 2005

 
 

 

 

 

 

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