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Mentirosa: una vida
(Mentirosa, Yuri Pérez. Narrativa Punto Aparte, Valparaíso, 2012)

Cristián Gómez O.
Case Western Reserve University

 

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En sintonía con sus personajes, Yuri Pérez ha entrado en un estado de locura creativa. La recreación de un mundo popular y empobrecido, Mentirosa aborda –sin embargo– espacios inimaginables para aquellos que estábamos habituados a su Santo Bernardo, a estas alturas marca registrada de Pérez.

Mentirosa es del mismo y de otro autor. Es vintage Pérez, pero ahora en una situación de paroxismo y saturación. Una parodia de la “realidad” circundante (bien entrecomillada esa realidad), pero también la mofa de sí mismo, de su hablante que hasta ahora nos había entregado, sobre todo en sus libros de poesía, un mapa del desamparo ante la realidad chilena, ante el empobrecimiento de la dignidad y el avance de una lógica de mercado cuyo moneda de cambio era de suyo la exclusión.

No obstante Mentirosa continúa estos temas, también los profundiza, alegoriza la realidad chilena de una narración que a su autor pareciera írsele de las manos, salvo por el hecho de que estamos aquí ante una sabia y meditada y paradójica forma de reflexionar sobre el destino que, como nación, nos aqueja.

Me explico: las dos anónimas hermanas que “protagonizan” esta novela, provenientes de ese mundo popular donde las últimas décadas la UDI y los evangélicos se han hecho su Agosto, parecieran reflejar las dos almas de un mismo ente escindido, una bipolaridad que explica sólo en parte el desarrollo de los acontecimientos de este texto. Porque no puede ser gratuito ni casual que un relato escatológico como el de Mentirosa esté cruzado de principio a fin por la obsesión por la limpieza y la blancura. Ni tampoco que una hermana sea atea y la otra canuta militante. Que la fealdad y los cuerpos bien formados sean las antípodas que empujan la narración.

La trama de esta historia es relativamente simple: dos hermanas criadas en una familia evangélica y pobre, sufren de las vejaciones sexuales de su propio padre, pastor de esta confesión, a vista y paciencia de la madre de ellas y la esposa del iluminado. Las escapatorias para este panorama son igualmente mínimas: la atea se imagina huyendo con su hermana, dejando atrás ese mundo carente de todo glamour donde nunca podrá parecerse a Leonor Varela, para irse al norte y estudiar un secretariado bilingüe. Las cosas, sin embargo, se mueven en una dirección que ella no se lo esperaba y su hermana canuta, ya mayor, se empieza a fijar en el pastor de la iglesia a la cual concurre. Es un semental, señala. Dice que la pasa algo con él. De este modo, el jefe de los evangélicos del barrio se transforma tanto en objeto de deseo como en mecanismo de ascenso social. Porque el deseo va ligado aquí, tal vez en todas partes, con una cuestión de poder, como una de las mismas hermanas señala.

Lamento lo de mi hermana, pero ella se lo busca. No puedo sacarla de la iglesia y de la curiosa forma que hay en ella para enseñar a la gente a ser buena. Son violentos y prepotentes. Sobre todo los pastores. Sobre todo los curas. Manejan camionetas 4 x4 cero kilómetro. Con una de esas, se construyen diez casas para la gente pobre. Creen tener el mundo entre las manos. Los pastores y los curas, y las monjas. Son políticamente audaces. Finalmente se trata de poder. El poder mueve montañas.
(Las cursivas son nuestras)

Finalmente la canuta logrará hacerse del control de la Iglesia vía los favores sexuales que le presta al pastor. El camino para el logro de sus objetivos es minuciosamente detallado por el narrador. Pero, y he aquí lo que creo es una de las conquistas de Pérez en tanto novelista, me parece que es el lenguaje y la ingeniería del relato lo que constituye la excepcionalidad de este libro, antes que la trama misma de Mentirosa.

El idioma de quienes narran (una y otra hermana respectivamente) está llenos de frases cortas y tajantes, en las que los giros coloquiales sostienen el relato, pero salpicados a su vez por los lugares comunes de ciertas verdades asumidas que hoy constituyen el mantra del Chile contemporáneo, mantra que podemos rastrear en esas negaciones y rechazos que corren por parejo, ya que la hermana atea y lesbiana detesta tanto a Pedro Lemebel como al cine chileno (lo de ella es el cine comercial, Jackass y Cristián de la Fuente se cuentan entre sus favoritos), aunque sus preferencias y condenas no terminen allí. Si quiere parecerse a Isabel Allende , “porque si lees a Isabel Allende en el metro eres educada e intelectual”, quien además representa todos sus sueños de grandeza porque da entrevistas y cena en restorantes de New York, no será breve la lista de los monos que queden sin cabeza a manos de esta mujer de gustos muy definidos: ni “el posero de Fuguet”, ni “los imitadores de Bolaño”, ni Pía Barros ni Lafourcade ni Skármeta son candidatos, desde su particular punto de vista, a ganarse el Premio Nacional. Los poetas tampoco se salvan, el primero de todos, Yuri Pérez, por (según ella) venderse y dedicarse a novelista, por dejar de ser poeta.

Logrado el objetivo de la hermana canuta de hacerse con su iglesia evangélica (deshaciéndose, de paso, de la hermana Riquelme, gorda y esposa del pastor), comienza un giro en la narración que podría parecer inesperado, pero, tal vez, sea el desenlace lógico de este mundo fragmentario, poblacional y sobresaturado que habitan las dos hermanas. Es difícil no bautizarla con esa palabra que en Chile tiene hoy el aura de lo sagrado, pues esta hermana creyente y capaz de envenenar a su marido porque no soporta ni su bruxismo ni su hediondez, se convierte en una emprendedora: sí, esa figura ungida hoy por hoy con los mayores atributos de un país que sólo mira para adelante, cuya inteligencia emocional lo ha convertido en la imagen señera del siglo que todavía estamos comenzando.

Lucho López-Aliaga, escribiendo sobre Niño feo, la segunda novela publicada por Yuri Pérez, subrayaba el tono paródico que rezumaban esas páginas. Para López-Aliaga, Niño feo intentaba con éxito una parodia del acto escritural que atacaba sin cuartel el insomnio social previo a las manifestaciones estudiantiles y Punta Choros, previos a Camila y la Patagonia con o sin represas, ya veremos lo que pasa. La escatología que el presentador de Niño feo leía como el contraste necesario a esa pasividad del spot publicitario, en Mentirosa ocupará un lugar central que nos parece digno de analizar con mayor detalle. A todo lo largo de su texto, esta narración mantiene distintas dicotomías que son su lógica interna. Al par de hermanas, se suman la fe y el ateísmo, el glamour y la vulgaridad, la belleza y la fealdad, cine arte versus cine comercial, lo masculino y lo femenino. Podríamos aquí hacer un esquema a la usanza de la antigua crítica estructuralista, que en paz descanse y a la que al mismo tiempo tanto le debemos, porque el cuadro semántico que forman estas oposiciones nos señala la herramienta clave con que se maneja esta novela, un haz de contradicciones irresolutas que tensiona al máximo una percepción de lo real, sin ofrecer en ningún momento una metáfora reconciliadora: una síntesis.

Si tomamos, por ejemplo, el continuo ir y venir entre limpieza y suciedad, veremos cómo este par funciona para distinguir entre el medio que rodea a las dos hermanas, para constituir y validar un círculo social que, sin embargo, no puede ocultar nunca su precariedad. Si algunas hermanas de la iglesia evangélica son gordas, feas y no se bañan porque están casadas (sic), lo que salta a la vista es la paradoja, la permanente paradoja de la contradicción, en tanto el polo opuesto goza de una limpieza si no discutible, al menos particular. En una parte dice:

No me gusta el rocanrol ni uso poleras negras como las amantes de la música metal. Ellas no saben nada. Sólo beben cerveza. Engordan y se drogan. Creen que de ese modo aportan algo a este mundo. Yo huyo de ellas. Tienen tatuajes en la espalda. Rostros de perros. Caras de gatos. Figuras que sacan de carátulas de bandas de rock. Perdón, bandas metaleras. Lo otro es que no tiene tema, no tienen opinión. Como si Lucifer fuera amigo de ellas. Y parecen rudas pero son mamonas. No se lavan. No se depilan. Andan peludas y hediondas. Huelen a cerveza.
(Las cursivas son nuestras)

Como para ratificar el carácter instrumental de la idea de higiene, dos muestras donde se siguen demarcando territorios sociales con la excusa de la suciedad y la pureza:

Está repleto de señoras católicas que miran por el hombro al resto. Y se comen los penes atravesados. Cochinas. Luego van el domingo a la misa con cara de monja, a limpiarse las culpas, a mirar el trasero de los curas.
(Las cursivas, en este caso, también son nuestras)

Más adelante, agrega:

Como sea, le pediré a la bigotuda que me recomiende yerbas para la cistitis, que me dé instrucciones de uso. Mientras tanto me voy a lavar la vagina con paico. Eso hacía mi madre. Se lavaba con paico cuando tenía problemas con la orina. Cuando manchaba los calzones con ese líquido espeso y maloliente. Cuando era feliz al lado de mi padre. Cuando yo era el centro del universo.

El principio de lo dialógico, esas voces que se apropian de un relato y lo conducen con cierta independencia de su autor, cobra aquí un papel preponderante que expresa, a su vez, los matices de antagonismo y contradicción que propician una lectura marxista de los planteamientos de Bajtín [1].

Si las oposiciones semánticas ya detalladas aquí definen la estructura del texto individual, no podemos sino continuar (y/o extender) estas oposiciones a un horizonte de clase con el cual la novela de Pérez (y es del caso decirlo, cualquier texto literario, cualquier artefacto cultural) dialoga. Dado el curso que toma la trama en Mentirosa, la carnavalización de la realidad y el desorden de las jerarquías que se acomete en ella (Frank Sinatra, Salvador Allende, Harry Potter y Pinochet son algunos de los clientes que concurren al salón de belleza que inaugura la hermana canuta), creemos necesario relacionar la antropofagia [2] y, en general, la monstruosidad asumida o solapada de los personajes de esta novela, con algunos monstruos que previamente han poblado la literatura chilena. Pienso en personajes como la Manuela de El lugar sin límites, en los imbunches de El obsceno pájaro de la noche. Pero si en Donoso la casa o las casonas eran el microclima asfixiante que alegorizaba las ruinas de un mundo en inevitable estado de descomposición, en Pérez sólo accedemos a espacios degradados y por definición marginales, la discotheque donde se juntan los pacos de la comisaría, una peluquería que sirve para financiar una iglesia evangélica y donde todo tipo de personajes (aquí me veo obligado a contar parte del final) logran diluir cualquier límite entre realismo y fantasía, entre lo grotesco y la seriedad, entre el canon y sus asedios. Hace un tiempo atrás le comenté al mismo Yuri Pérez la evocación de César Aira que me había provocado esta última novela suya. Para mi sorpresa, me dijo que no había leído a Aira, que conocía a Piglia, pero al primero no. Me imagino en consecuencia que hay una atmósfera “aireana”, si se me permite el adjetivo, un aliento de irracionalidad en el ambiente que pareciera ser la única resolución literaria posible para el atolladero en que se pone desde un principio el relato.

Porque, y me parece que el autor es el primero de todos en tenerlo muy claro, ninguno de sus relatos se va a salvar por afán trascendente alguno y la carencia de redención de sus personajes es una opción asumida de manera consciente. No podría haber otra alternativa, si no se quiere escribir simplemente otra novela más sobre los males de Chile. De este modo, queda en evidencia la ideología de la forma, donde el contexto es creado por el texto en lugar de esa relación inversa que la sociología más barata de la literatura intenta hacer pasar como un subproducto de los estudios literarios. La relación de Mentirosa con su entorno social no es de subordinación sino la de una re-creación, la invención a través de esas frases entrecortadas del narrador de un universo sin (otra) salida que no sea la autoaniquilación del sentido y/o su clausura. Lo formal, en este caso, carga con su propio contenido. Antes o más allá del “tema” de la obra, la forma misma de tal obra es ideológica, se convierte en campo de batalla donde los distintos modos de producción de una misma época, de una misma visión sincrónica, entran en debate. En Mentirosa, este se produce en la confrontación de aquellos que compiten por un mercado y están dispuestos a “transar” sus mercancías con las armas que tengan más a mano. La hermana canuta se arrima a esa economía simbólica del mundo poblacional y popular y evangélico, mientras su hermana lésbica y atea intenta comprender el mundo “intelectual” de Isabel Allende y las superproducciones cinematográficas, en paradójica oposición con el cine nacional y “artístico”; todos, de una u otra manera, viven o sobreviven en la precariedad de un mundo que está afuera las corrientes dominantes de la economía y son invitadas como meras espectadoras al espectáculo que esta pueda ofrecer.

No deja de llamarnos la atención la profunda desazón que nos presenta el final de esta novela, abierto y sin concesiones de ningún tipo. Esa distópica imposibilidad de ver otros horizontes puede ser el signo de dos fenómenos sólo en apariencia contrapuestos: un profundo desconcierto ante el panorama que le toca y una estremecedora lucidez ante el mismo.

 

 

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NOTAS

[1]Bajtín, Mijail. Problemas de la poética de Dostoievski. D.F: Fondo de Cultura Económica, 2006.

[2]Recordemos de paso que el protagonista de la anterior novela de Yuri Pérez (Niño feo, 2010), practicaba con especial asiduidad la coprofagia.



 

 

 

 

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