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LA “CRÓNICA MARUCHA” DE PEDRO LEMEBEL.
ACTUAR EL/DESDE EL GÉNERO


María José Sabo
En "Ficciones críticas: escrituras latinoamericanas contemporáneas"
Roxana Patiño / Nancy Calomarde, Editoras.
Editorial Universitaria Villa María, Córdoba, Argentina.
2021





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Escribir género literario parece ser la contraseña por excelencia para invocar rancios manuales de literatura o debates bizantinos en teoría literaria. Sin embargo, nada más lejos de ello cuando este atañe a la escritura cronística de Pedro Lemebel. Y es que el género, quisiéramos proponer, es para Lemebel un campo de acción permanente y multifacético. En primera instancia es objeto de una apropiación como estrategia de guerra, pues Lemebel toma un género olvidado y hasta menospreciado por los cánones latinoamericanos debido a su hibridez: la crónica. En segunda instancia, esta apropiación que se aprovecha de un descuido de “la catedral literaria” (Lemebel, 2004), tal como él refiere, es puesta inmediatamente en un proceso de enconada de-generación y reconfiguración. A partir de allí, la crónica simula acatar ciertas marcas identificatorias que le dan entrada a los recintos selectos de la alta cultura para en verdad volverse una traficante de materiales culturales disensuales. Esta degeneración del género no acontece a espaldas de lo que pasa entre los cuerpos (el deseo, el encuentro, la seducción, la enfermedad, la violencia), por el contrario, en tanto perturbación interna, perversión, desvío o implosión de los moldes expresivos, la degeneración es la condición ineludible para hacer lugar a las convulsiones que acontecen en el plano de los cuerpos y las demandas sociales. En la apropiación que Lemebel hace de la crónica resuena sin duda aquella advertencia que hiciera su amigo Néstor Perlongher:

Todos esos microterremotos se producen en el nivel de los cuerpos y cuando llegan al terreno de la expresión se encuentran con que el discurso ya está codificado desde antes. El código dominante se traga los discursos y los retraduce (...) tenemos que saber lo que estamos haciendo, tenemos que saber cómo expresarlo y además tenemos que lograr que esa expresión entre en el campo social y pueda hacer estallar el discurso institucional. (Perlongher, 2004: 299)

En este sentido, la constante brega por abrir la crónica a la experiencia aún “no fichada” (Lemebel, 2010: 155) por el poder se entrama a la capacidad que tiene su escritura de contravenir los artefactos más prestigiados de la modernidad literaria latinoamericana. En ellos, la economía centrípeta, represora y represiva de una ciudad letrada se superpone a la ciudad real, en cuyo núcleo un canon, que para el escritor es de cuño masculinista y elitista, distribuye el capital cultural y jerarquiza desigualmente sus valores en connivencia con la producción de identidades fijas y sujetos civiles funcionales a una política de la representación de lo nacional. En contraposición a ello, la “crónica marucha”, tal como la refiere Lemebel (2004), se trasviste mediante el contacto múltiple e indebido entre el orden de lo letrado y lo iletrado, allí donde están las voces populares y las vivencias del lupanar, del sidario y de la militancia en la calle. Para construir su propia voz, esta crónica marucha abreva de los sentidos contrapuestos que se plantean en el choque sucesivo entre los márgenes y los centros de la ciudad, entre la academia y el prostíbulo, entre el plano del signo lingüístico y el del movimiento del cuerpo. Allí, solo la subjetividad efímera y nunca acabada del cronista, adscripta a la parada sexual como pose provisoria y asimismo como estrategia de fuga, puede dar cauce a una genericidad proliferante en tanto abierta al plano del acontecimiento incalculable. La tensión sostenida en Lemebel respecto al género —tomarlo y a la vez perturbarlo— busca poner en evidencia la forma en que las taxonomías institucionalizadas funcionan en paralelo a una normalización de los géneros sexuales, poniendo de manifiesto, entonces, que la desarticulación crítica de estos últimos no puede darse dejando intactas a las primeras.

Para abordar este planteo, abrevamos de los aportes de Jacques Derrida a la deconstrucción de las teorías del género occidentales siguiendo en particular su ensayo “La ley del género”(pdf) de 1980. Allí advierte que hablar del género es siempre convocar a la ley, aquella que legisla un no mezclar los géneros. Sin embargo, Derrida señala que esta ya se halla desde un comienzo atravesada por una contra-ley de la impureza, porque los géneros participan de otros sin nunca pertenecer. El género es entonces una marca (marque) iterable, de forma que, cada vez que se lo cita (re-cit) invocando el principio de lo idéntico, ya se lo está disponiendo hacia una diseminación de sus rasgos, una proliferación que lo volverá siempre otro género, y así, una posibilidad inusitada de decir otra cosa por fuera de las cristalizaciones de la forma reglada. Si la ley del género fija un límite, como marca distintiva y rasgos identificables, ese límite es en verdad “un borde que se borda” (Derrida, 1980:15), de modo que un contra-principio del desborde socava toda taxonomía y nos remite hacia el exceso de lo inclasificable. Ambos movimientos contrapuestos, el de la generación (y genericidad) y la degeneración, como así también el de la identificación y desidentificación, están alojados en el género, de forma que este tanto conforma un corpus como a la vez lo disemina. Pero esta de-generación no es una destrucción del género sino su potenciación: en la medida en que no puede ser fijado en una forma única, participa sin pertenecer en otros géneros de manera regenerativa. Por ello también, el género siempre es “actuado” —“actúa su generación y su género” (23)- en el sentido de una puesta en escena que a la vez lo actualiza al ponerlo en acto. Allí, el género asume partes de otros géneros para luego descartarlos, contradecirlos, parodiarlos y también para luego asumir otros, recorriendo una transmutación en la que ni el texto ni el cuerpo —en la medida en que Derrida pone de manifiesto que la ley del género atraviesa a ambos-— se dejan fijar siquiera en aquel último modo de la estabilidad denominado transgénero, en la cual la sumatoria abigarrada de todas las posibilidades supuestas clausuraría la proliferación.

De este modo, Derrida coloca en el centro de su cuestionamiento lo que la escritura hace con los géneros de los que participa. Y esa misma pregunta por el hacer que se imbrica singularmente a una genericidad que envuelve la ley de los textos y la ley de los cuerpos será también la que nos guíe a través del recorrido por la crónica marucha lemebeliana.


Aquí cronista, en la otra esquina malabarista

De manera notable, Pedro Lemebel subraya el género literario desde el cual escribe haciendo de esta señalización una estrategia de apropiación de la crónica que reprocesa al género mediante un nuevo giro “de-generativo” (Derrida, 1980). Sus crónicas son en gran medida un meta-relato de la propia construcción de la crónica como autogestión de un espacio diferenciado desde el cual actuar; de allí que la apropiación del género sea contada insistentemente como acto de saqueo, de profanación. La crónica, como marca iterable, se sostiene en tanto envoltura ulterior de la crudeza de la escritura: “también digo y escribo crónica por travestir de elucubración cierto afán escritural embarrado de contingencia” (Lemebel, 2010: 151). Esta envoltura convoca a lo lúdico de la travestidura: a la vez que hace un llamamiento, también entrampa. Porque el ardid del simulacro es un acto de depredación con respecto al “modelo original” (Sarduy, 1987: 61), que envuelve una violencia primordial consustancial al deseo que perturba todo orden inscribiendo lo sexual en lo textual y viceversa. En este sentido, Lemebel afirma: “practico los escapes del travestismo. Aquí cronista, en la otra esquina malabarista. Es una estrategia” (2001b: s/n).

La travestidura del género desestabiliza permanentemente sus marcos de contención y legibilidad, porque afirmar que escribe crónica le permite a Lemebel colocar a la escritura en una zona de plena potencialidad para devenir hacia todos los géneros, todos los temas, todos los estilos, impugnando por otra parte los ordenamientos y clasificaciones que se establecerían en la serie literaria. Lemebel se referirá de manera recelosa a ella como “la catedral literaria” o “los laureles de la academia literaria” (2004: s/n), revelándola así como el espacio de ejercicio de un poder solventado en la tradición y en la (re)producción de identificaciones estancas vinculadas a un ordenamiento de los cuerpos que debe ser desarticulado en la misma medida en que se desarticulan los géneros y los discursos: desarmar la norma de lo que puede ser dicho y cómo puede ser dicho.

Lemebel no deja de consignar en la crónica su carácter de género menor, desprestigiado y especialmente híbrido, en tanto en permanente relación de contacto/contagio con otras matrices. Esta, entonces, le posibilita configurar un posicionamiento político que se aparta tanto de las compartimentaciones a las que compele la institución literaria y los nichos de la crítica como de los dispositivos que regulan los cuerpos según un binarismo hombre/mujer “para la categorización jurídica de los cuerpos como instancias culturalmente inteligibles” (Cohendoz, 2008: 105). Ambas aristas convergen finalmente hacia una tarea escritural que se piensa como ejercicio crítico frente al discurso político dominante en el Chile de la posdictadura, referido a la necesidad de un blanqueamiento de la memoria y la disolución de sus disonancias dentro de la consigna del multiculturalismo tolerante. En este sentido, la crónica articula en su seno demandas diversas aunando, dentro de un gran frente de resistencia al poder, al roto, a la mujer, a la loca travesti, a los seropositivos junto a los detenidos-desaparecidos y a las víctimas sobrevivientes del terrorismo de Estado. A contracorriente de las figuraciones oficiales de la memoria, propiciatorias de un consenso capaz de re-articular una “identidad oficial [que] sacrifique la memoria de [los] 'otros'” (Richard, 2001: 29) para que prevalezca “el calce satisfecho mediante el cual la realidad se reconcilia permanentemente consigo misma” (23), la crónica se erige para Lemebel como matriz capaz de dar cauce a un discurso político asentado fuertemente en un trabajo de provocación de las heridas del pasado en paralelo a un ejercicio de desarticulación de toda instancia de normalización de los cuerpos y de los géneros. Por su nomadismo, desprestigio, inclasificabilidad, la crónica resulta idónea para recoger el ímpetu interpelante de estas voces disidentes, pero sin conceder su diferencia (su “distancia politizable”, dirá Lemebel [2000: 58]) al poder de los ordenamientos basados en las consignas que comienzan a regir el espacio público de las negociaciones políticas en la Transición: consenso, pacificación, normalización.

Actuar el género travistiéndolo

El travestismo como mecanismo de infiltración es clave para pensar su estrategia de apropiación del género de la crónica, la cual se entrelaza a la potencia del giro sexual transgresor con respecto a la heteronorma. El travestismo es además un elemento nodal en las propias crónicas lemebelianas para la conformación de uno de sus personajes más celebrados, el de la loca, quien replica el escapismo, la infiltración y la simulación en el plano del relato de sus experiencias y en el mecanismo narrativo. Por ello, su diferencia, que es también una distancia, según el propio cronista, y una disidencia sexual, inyecta un valor crítico en distintos planos de la escritura. La loca circula y se infiltra en los distintos espacios de una ciudad que, por el contrario, intenta mantenerla al margen. Así, burlando la distribución y estratificación de los cuerpos en el espacio según el patrón de acceso al consumo que impone subrepticiamente el neoliberalismo, la loca se mueve con desparpajo desde los barrios pobres hacia el centro, pasando por los cines, los parques, las fiestas patrias, los mercados persas. La relación entre el travestismo, el deseo y la escritura del texto que se anuda a la figura de este personaje se torna medular en la poética cronística lemebeliana, porque la errancia que este encarna desarma los diseños espaciales binarios (centro y margen) de la urbe neoliberal yuxtapuestos a los diseños concéntricos de la ciudad letrada. El deambular de su cuerpo crea una escritura que de este modo no funciona como registro diferido de una experiencia de los cuerpos, sino que se activa en el devenir del cuerpo mismo, porque “hay un nomadismo del deseo homosexual que rearma la ciudad constantemente” (Lemebel, 1995: s/n). La loca travesti en su caminar amenaza de esta manera el orden moral y también lingüístico con la exudación de un deseo no enmarcado en las regulaciones heteronormativas, reconfigurando a través de él otras formas de sociabilidad que desbaratan la urdimbre de la represión sexual, social y política que, siguiendo a Lemebel, sobrevive en la sociedad chilena luego de la dictadura y de los gobiernos de la Concertación: “en una ciudad alambrada de prejuicios, acartonada, vigilada, el deseo burla la vigilancia”, afirma (2001b: s/n). En este sentido, la travestidura como modalidad de infiltración que corroe los lindes funciona con la potencialidad de una contra-ley, tanto en relación a la norma sexual como a la norma de la genericidad de la institución literaria (la que exige, según Derrida, no mezclar los géneros) y a la norma de las sociabilidades urbanas que rigen una determinada forma de circulación de los sujetos en la ciudad y pautan sus intercambios libidinales y económicos.

En la crónica “Su ronca risa loca (el dulce engaño del travestismo prostibular)”, esta capacidad de la travestidura de infiltrarse en ciertos espacios que le son retaceados y desde allí desviar la norma queda plasmada en la descripción del travestismo callejero que seduce al transeúnte con su montaje despampanante. El cronista refiere a que los posibles clientes “siempre sospechan que esa bomba plateada nunca es tan mujer. Algo en ese montaje exagerado excede el molde” (2000: 84). Sin embargo, a pesar de las sospechas y de la hipocresía y represión social, el deseo se infiltra y “el futuro amante embelesado prefiere no pensar que bajo ese trapo hay una sorpresa, una cirugía artesanal del amarre, donde la transexualidad es otra ley de tránsito que desvía el rutinario destino del marido camino al hogar. El oficinista estresado en el autito a crédito, que no quiere llegar a su casa a ver 'Cuánto vale el show'” (85). De este modo, aludiendo posteriormente en la crónica a la transacción económica que sella el encuentro sexual, la loca finalmente se queda con “los escasos billetes sustraídos al presupuesto de la familia chilena” (85). Es el deseo, entonces, el que permea con su seducción y ardides del simulacro travesti los espacios legitimados y sacramentados por la moral burguesa, en este caso el de la familia chilena. Compartiendo esta lógica, la escritura se trasviste de crónica generando un circuito de deseo que involucra el espacio académico y letrado. También allí la escritura travestida de elucubración entra, desvía la norma, sustrae de su economía familiar (la “familia literaria”, dice aquí Lemebel [2001a: s/n]) un punto de fuga hacia los materiales, voces y sujetos desdeñados de la alta cultura. “Es una estrategia letrada”, afirmará también (2001a: s/n), reforzando esta deliberada apropiación de la marca de la crónica en su escritura como un hacer complejo en la medida en que supone una relación de seducción mutua frente a la institución literaria y, a la vez, un giro de desobediencia, esa sorpresa que al principio se esconde con una cirugía artesanal del amarre, y que funciona como una otra ley del desvío.

La travestidura de una escritura que se concibe, tal vez no sin cierto idealismo, desnuda de todo dispositivo teórico y que se enfunda con el ropaje específico de crónica abrevando de su capacidad interpelante de la institución literaria, es el primer movimiento que signa la genericidad de los textos lemebelianos en relación con un hacer que Derrida (1980) propone pensar en los términos de una actuación del género. Para Derrida, esta actuación conforma el mecanismo mediante el cual el género es citado en la repetición de sus rasgos —ré-cit (4)- y por esta vía, ocasión de su regeneración-degeneración hacia otras formas (2324): una puesta en escena que en Lemebel se estrecha a la teatralidad del travestismo y que se sabe situada en un campo de fuerzas jalonado entre lo letrado y lo iletrado, entre el acceso a la catedral literaria y, por el contrario, la interdicción que recae sobre ciertos materiales culturales desvalorizados. Actuar el género de la crónica es también actuar dichas tensiones, porque como observa Derrida, allí el género escenifica indefectiblemente su propia generación, su naturaleza y su historia (23-24), es decir, su relato teórico-crítico y social de género en cuanto tal. El travestismo que vehiculiza la actuación del género actuando a su vez la tensión múltiple frente a la ley (de la institución literaria, del Estado y la ley binaria de la sexualidad) fusiona acertadamente las dos valencias constitutivas del problema del género que señala Derrida: la del orden y la de la de-generación. La primera, aquella según la cual “desde siempre, el género en todos los géneros pudo representar el papel de príncipe del orden” (25), allí entonces donde la crónica lemebeliana actúa seguir un orden en connivencia con la “elucubración” letrada, donde la escritura se predispone al mandato de identificarse y ocupar un lugar determinado en relación con esa identificación. La segunda valencia, aquella que Derrida adscribe a la contra-ley del género: la de “practicar satíricamente todos los géneros, abrevando en ellos” (25), haciendo “girar la rosa de los géneros (...) y no solo en la literatura, ya que derribando los bordes que separan modo y género, ha desbordado los límites entre literatura y sus otros” (25); allí donde tanto el género como el travestismo que lo actúa están atravesados por la dimensión del juego, porque se saben girando sobre un continuo enmascaramiento sin fondo, sin un “origen” en el cual se encuentren fijadas las marcas auténticas o primeras en la medida en que ningún texto (ni cuerpo) pertenece a ningún género, pero sí participa de varios (10). De este modo, se hace posible que la actuación según la cual el género se consigna siempre a la vez adentro y afuera de un corpus actúe “riéndose de un relato” (24). En este plano, la apropiación de la crónica pone a funcionar también una desacralización del orden letrado y conservador en la medida en que concibe esta apropiación como mecanismo de sabotaje de espacios en principio vedados a la expresividad disidente tanto de la norma literaria como de la norma sexual que, como ya hemos referido, son para Lemebel las dos caras de una misma exclusión concertada:

Con respecto a Chile, la catedral literaria se yergue sobre las plumas del closet; a mí me aceptan con una risa torcida, debe ser porque la crónica marucha no compite con los géneros sacralizados por el canon literario. Me toleran con una náusea educada (...) Ahora las vocales mestizas, trolas, callejeras, cuneteras entran a la academia por la puerta del servicio y ponen su culo sucio en el salón letrado (...) Uno no deja de ser un polizón en la nave de las letras, pero hay que entrar y salir sin que se sepa por dónde y cuidar que no suenen las alarmas. (Lemebel, 2004: s/n)

La crónica tiene entonces un doble filo que le permite a Lemebel estar tanto adentro (del recinto de la alta literatura), para jugar con las máscaras de los géneros y sus reconocimientos, invadir y perturbar, como también estar afuera, para garantizarse un espacio de libertad escrituraria que escape a las cristalizaciones del género y a la fijeza de ciertos valores que sofocan las manifestaciones de lo diferente. El género interpela indefectiblemente al espacio letrado en que se inscribe, pero asimismo, en tanto no cede en su carácter de matriz menor, funciona para Lemebel, por un lado, simulando no significar ninguna amenaza al orden porque “no compite con los géneros sacralizados por el canon literario” (2004: s/n), pero por el otro, esta misma condición posibilita abrir el espacio a las voces silenciadas, infiltrarlas de una forma “clandestina”, otra de las metáforas predilectas de Lemebel, un adjetivo devenido en acción en la mezcla de barroquismo y habla popular del cronista: “me interesa el clandestinaje, cruzar fronteras, sin que se sepa por dónde” (2006: 7, énfasis mío).

Precisamente por su consideración de género de rango menor y por el travestismo como estrategia de seducción que la envuelve, la crónica reclama entrar a la institución literaria celosamente custodiada por las próstatas locales, según la expresión de Lemebel, y así traficar hacia el centro de ese recinto, tal como proponía anteriormente, “las vocales mestizas, trolas, callejeras, cuneteras [las cuales] entran a la academia por la puerta del servicio y ponen su culo sucio en el salón letrado” (Lemebel 2004). La irrupción de lo inaudito, de los materiales tradicionalmente desplazados de los cánones que aquí son descriptos por Lemebel a través de una imagen que exacerba el salvajismo y el atropello con que estos penetrarían, recrudeciendo su capacidad de horrorizar y perturbar el imaginario letrado, se vincula estrechamente a la conceptualización de la crónica como la puerta de servicio, aquella abertura de la casa familiar menos vigilada en tanto destinada a las visitas menos prestigiosas, a las diligencias cotidianas o a los empleados, siempre ajenos al núcleo familiar. Ya Julio Ramos (2003) hacía referencia a la crónica como “la puerta lateral” del Modernismo por oposición a la “puerta principal” encarnada por la poesía. En ambos se repone el imaginario espacial de la casa familiar y, por esta vía, el de la familia literaria, la cual para Lemebel se encuentra viciada de una “rancia parentad” (2004: s/n) y donde, si a él le cupiera algún lugar, sería el de “una tía o madrina bastarda, un forastero sin referentes” (2004: s/n).

La figura del polizón en la nave de las letras, aquel que entra para salir evidenciando no pertenecer a ese espacio ni querer hacerlo, estrecha su relación con la travestidura y la errancia del deseo. Esto permite a la escritura deslizarse por el costado menos vigilado de la ley y hacer de la clandestinidad una posición enunciativa a la vez que en fuga frente a las inmovilizaciones prestas a capturar y neutralizar la potencia escrituraria, también una posición confrontativa de la ley, la cual es expuesta así a la corrosión representada por la seducción travesti. Esta no deja de atraerla, a pesar de que, como el futuro amante que calibra la artificialidad de la loca mientras va de camino a su hogar, sospeche el engaño.

En su crónica “Homoeróticas urbanas (o apuntes prófugos de un pétalo coliflor)”, incluido en la reedición del año 2000 de Loco afán, Lemebel condensa la yuxtaposición de los planos de intelección entre el género de la escritura y el género de la sexualidad a través del entrelazamiento que realiza el travestismo como umbral de pasaje y tráfico de sentidos con múltiples connotaciones. A través de un paralelismo entre el acto de escribir y el de caminar por la ciudad según la huella del deseo, Lemebel describe en esta crónica el taconear errante de la loca como un mecanismo de simultánea reescritura del plano de la ciudad por medio de una proliferación de matrices escriturarias que emergen conjuntamente a ese traquetear en alianza con su urgencia y su nomadismo entrelazado al deseo no anclado en ningún territorio preestablecido. Lemebel pone en contacto la crónica con formas estéticas híbridas para las cuales inventa nuevos nombres derivados del cruce entre géneros conocidos y adjetivos inesperados; así crea nuevos géneros únicos en su especie: la “grafía corpórea”, el “apunte peatonal”, la “página”, la “bitácora ardiente”, el “apunte iletrado” (Lemebel, 2000: 87); formas que emergen del propio acontecimiento de la escritura/caminata travesti:

De escrituras urbanas y grafías corpóreas que en su agitado desplazamiento discurren su manuscrito. La ciudad testifica estos recorridos en el apunte peatonal que altera las rutas con la pulsión dionisíaca del desvío. La ciudad redobla su imaginario civil en el culebreo alocado que hurga en los rincones el deseo proscrito (...) La maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña, ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos, marmoleados por la rigidez del sexo en la mezclilla que contiene sus presas. La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago consume. (Lemebel, 2000: 87)

La idea de un manuscrito que surge del y con el desplazamiento de las grafías corpóreas vuelve a aludir a la desnudez de una escritura en la que prima su alianza con la dimensión experiencial del cuerpo. Más adelante en la misma crónica referirá al “despliegue de energías” (88) en relación con el relampagueo de la maricada, el equívoco y el escapismo del cuerpo y de su escritura con respecto a los dispositivos de captura. Tanto el taconeo suelto de la loca rearma una geografía alocada siguiendo el afán de su deseo (que no reconoce jerarquías espaciales ni sociales) como la escritura redobla en el plano de la página donde se vuelca el registro de ese deambular —allí donde esta crónica se mira a sí misma-, la potencialidad de la errancia travesti para desbaratar toda instancia de fijación e inmovilización. Así, prosiguiendo en la misma crónica, se refiere:

La ciudad se lo perdona, la ciudad se lo permite, la ciudad la resbala en el taconeo suelto que pifia la identidad con la errancia de su crónica rosa. Una escritura vivencial del cuerpo deseante, que en su oleaje temperado palpa, roza y esquiva los gestos sedentarios en los ríos de la urbe que no van a ningún mar. Un carreteo violáceo del patinaje, la mirada, el vitrineo o el cambiarse de local en cada vuelta de esquina, y este despiste, esta mariguancia teatrera, es el viso tornasol que dificulta su fichaje, su cosmética prófuga siempre dispuesta a traicionar el empadronamiento oficial que pestañea al compás de los semáforos dirigiendo el control ciudad-ano. (88)

Tanto el cuerpo travesti como su crónica rosa escapan a las identificaciones, traicionan el empadronamiento oficial y dificultan el fichaje de la vigilancia que busca controlar los cuerpos y las escrituras que estos producen. Por ello, el devenir de la crónica en crónica rosa o en crónica marucha se hace cómplice del devenir de la maricada en ave, beso, gesto: el género se derrama hacia una proliferación sin fin tanto al remarcarse menor (rosa, marucha) en lo menor (la crónica) como en su discurrir hacia otras formas tales como la bitácora ardiente, travistiéndose para escamotear la vigilancia de los discursos.

Bastardías

La dinámica teatral del travestir pone en evidencia, por un lado, la artificialidad de las convenciones que se convocan, tomándoselas para en verdad abrirlas al juego de su reformulación dislocada, por el otro lado, la ausencia de un origen y de un original. En relación con ello, también Lemebel se referirá a su escritura como “un género bastardo” (2010: 11), aquel del cual no podría rearmarse ninguna genealogía biempensante que lo encuadre en la rigidez de un código de escritura y lectura. Por el contrario, la bastardía, en tanto “degenera de su origen o naturaleza”, según el significado convencional que arroja el diccionario, desata una potencialidad de devenires que se diseminan en diversas formas y según los encuentros siempre azarosos entre los distintos cuerpos y los textos.

En la puesta en escena del género de la escritura que Lemebel construye, el encuentro con la crónica se halla en relación con dos pasajes nodales: por un lado, en vinculación directa con una instancia de subjetivación particular, la de cambiar su apellido paterno, Mardones, por el materno, Lemebel; y por otro lado, con el paso que da desde la escritura de cuentos, y de manera general desde la ficción, hacia la crónica, un pasaje que involucra decisiones escriturarias singulares en relación con un estado de la literatura chilena, la cual, según el cronista, se hallaba en complicidad con el olvido de las atrocidades de la dictadura. En ambos pasajes, la actuación del género rearma un relato de subjetivación que estrecha a los sentidos de su bastardía:

[en los 80] había demasiados talleres de cuento: la cocina del cuento, la jardinería del cuento. La ficción literaria se escribía en la sábana blanca de la amnesia. (...) Se veía venir el boom del novelón cursi, una especie de coro literario del neoliberalismo. Yo no estaba ni ahí. Muchos decían entonces que el Pedro Mardones del cuento era mi destino. Fíjate, creo que en ese momento — 1986/1987— me empezó a cargar ese nombre legalizado por la próstata del padre. Tú sabes que en Chile todos los apellidos son paternos, hasta la madre lleva esa macha descendencia. Por lo mismo desempolvé mi segundo apellido: el Lemebel de mi madre, hija natural de mi abuela, quien, al parecer, lo inventó jovencita cuando escapó de su casa (...) El Lemebel fue un gesto de alianza con lo femenino, inscribir un apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti. (Lemebel, 2010: 152)

Como Pedro Mardones Lemebel escribía y publicaba cuentos a mediados de los 80; él mismo refiere: “usaba mi nombre legal como una chapa, y escribía narrativa como testimonio frente a los atropellos de la dictadura” (Lemebel, 2010: 152). Pero el viraje hacia la crónica estará anudado a su alianza con el apellido materno, el cual también, como el de la crónica, tiene para Lemebel la particularidad de que es una marca “inventada”[1] y “bastarda” (2004: s/n), porque lo hereda su madre, Violeta Lemebel, quien era hija natural. La travestidura, como se ha referido anteriormente, permite subrayar el carácter lúdico de la actuación del género, el saberse girando sobre enmascaramientos sin origen ni originales que habilitan la deriva genérica y subjetiva.

La anti-genealogía bastarda de los textos y la anti-genealogía bastarda de los cuerpos se imbrican de una manera pertinaz en el relato lemebeliano; una trama que atraviesa todos sus textos poniendo en evidencia el cruce que ya de manera señera avizoraba Derrida (1980) cuando advertía a la teoría de los géneros literarios acerca de la artificial separación sobre la que esta edificaba su taxonomía, separando como reinos totalmente ajenos los géneros literarios de los géneros sexuales[2]. Derrida viene a señalar un cruce que en el abordaje de la crónica lemebeliana será clave, el cruce según el cual “los géneros pasan de uno a otro. Y no se nos puede prohibir creer que entre la mezcla de género como locura de la diferencia sexual y la mezcla de géneros literarios hay alguna relación” (1980: 20).

En el pasaje a la crónica relatado por Lemebel, el argumento que se esgrime pone en primer plano la implicancia mutua de estos órdenes que la teoría de los géneros literarios mantiene separados imprimiendo así un manto de asepsia sobre el ámbito de las elucubraciones teóricas que, como hemos observado, Lemebel se encargará de desarticular. En ese correlato que se revela, el cronista denuncia el solapado sexismo y machismo que funciona en la distribución, el acceso y la legitimación de los géneros literarios y, en general, sobre la escritura, aferrándose en contraparte al potencial crítico que frente a ello proveen la diferencia sexual en alianza con la bastardía y el devenir minoritario hacia lo femenino. Este recusa la legalidad de la genealogía masculina/paterna con la ilegalidad sexual y textual en que la crónica se alía a las voces silenciadas por el peso de la heteronormatividad. Es allí donde la escritura opera un reconocimiento irreverente que no pasa por los permisos y ceremoniales que prefijara una masculinidad: como dice Lemebel, la crónica se entrelaza al acto de “reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti” (2001a: s/n). De este modo, allí la escritura es incapaz de producir una reificación del vínculo siendo el reconocimiento más bien una forma de generar complicidades y alianzas y no monumentalizaciones. El acto escritural no suplanta ni repara la ilegitimidad de lo huacho ni la ilegalidad del travesti, sino que las potencia siendo en sí mismo una experiencia textual y corporal de afirmación de la marginalidad a la que están empujados los sujetos y su universo expresivo.

Es por ello que para Lemebel, en “la mudanza del cuento a la crónica” (2010: 152), aquella que “evapora la receta genérica del cuento” (152), es decisiva la sexualización de la escritura y, viceversa, el empoderamiento escritural del cuerpo proscripto por las reglamentaciones basadas en la sensibilidad y moralidad burguesa heteronormativa, un proceso para el cual su participación en el colectivo artístico Las yeguas del Apocalipsis, entre 1987 y 1995, resulta clave. El pasaje de un género literario a otro, no casualmente desde el cuento y su receta genérica hacia la crónica entendida como subgénero pero también como elucubración, involucra la travestidura en el apellido materno como alianza con la bastardía corporal que licúa el legado oficial de una reproducción de la identidad de la familia (tanto biológica como literaria), para, por el contrario, horizontalizar otro tipo de relaciones a través del deseo ubicuo, poniendo en escena un cuerpo/texto politizado en tanto sexuado, “una escritura vivencial del cuerpo deseante” (Lemebel, 2000: 88), tal como argüía en la crónica “Homoeróticas urbanas” ya citada.

En la crónica “Los mil nombres de María Camaleón”, Lemebel se explaya en esta poética singular en torno a la nominalización como mecanismo que, mediante el juego de la multiplicación desquiciante, la parodia y la barroquización, logra desmantelar el peso de la ley sobre el cuerpo en paralelo al desmantelamiento del peso de la ley sobre el lenguaje, desautomatizando los códigos nominativos que rigen a ambos. El cronista refiere a que el apellido paterno y, asimismo, el acto patriarcal de nombrar, identificar y fijar el cuerpo según una correspondencia anatómica establecida como natural, es una violencia que queda registrada como una “marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia, con ese Luis Junior de por vida. Sin preguntar, sin entender” (2000: 62), de manera que “su hijo mariposón (...) debe cargar con esa próstata de nombre hasta la tumba” (62). Allí, la poética liberadora del transformismo del nombre no queda contenida “solamente con el femenino de Carlos” (62), es decir, no se arregla con la mera inversión, la cual seguiría sosteniendo la autoridad de la marca primaria, sino que es ocasión para una “gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza O castiga la identidad a través del sobrenombre” (62). De este modo, no es un mecanismo para remedar o disimular la “falla”, sino al contrario, para amplificarla en tanto la “enfiesta” (62). Allí se hace presente la desfiguración y el exceso que rompe todo molde como gesto que subraya el desacato a “los rasgos anotados en el registro civil” (65). Allí también la crónica misma, presupuesta en general como prosa, “se desfigura” versificándose (65-66) para encadenar poéticamente las infinitas posibilidades de nombres que se van descomponiendo a través de un vértigo proliferante de sentidos y sonidos que derivan de unos a otros mediante el humor tragicómico, saliendo del terreno de los sobrenombres reconocidos y yendo hacia la fiesta de la inventiva: un juego nominativo que en sí mismo hace cuerpo la fuga de la identidad: “la Mimí/ La Bambi/La Teté/La Totó/La Lulú/La Tacones Lejanos” (65-66), y culminando los últimos en “La Sui-Sida/ La Insecti-Sida/ La Depre-Sida/ La Ven-Sida/...” (65-66).

Lo que pasa entre los cuerpos es una tarea política

En la elección de la crónica como género de su escritura, Lemebel subraya su complicidad con lo femenino, lo relegado y lo menospreciado de los grandes escenarios culturales en tanto materiales bastardos, inclasificables, resistentes a los ordenamientos del fichaje, trazando a su vez entre estos elementos una red de relaciones internas que interconectan constantemente sentidos entre lo que acontece en el plano de la institución literaria y en el de las subjetivaciones sexuales. Aquí se vuelve central una categoría teórica que Lemebel hace suya tanto en su forma de pensar el género como en su valorización singular de lo minoritario y del margen en relación con la conformación de un discurso político de las sexualidades disidentes. Nos referimos a la noción de “devenir” que plantean Gilles Deleuze y Félix Guattari especialmente en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (2002). En tanto trayecto abierto de encuentros múltiples, el devenir no está dirigido a culminar en una corporalidad íntegra o en la formación de un individuo, sino que es un proceso de extensión indefinida de contactos, relaciones y contagios irreductibles a las delimitaciones anatómicas y simbólicas de un cuerpo y un individuo. En la medida en que este siempre pasa por lo heterogéneo, la espacialidad del borde adquiere gran importancia en esta noción: el devenir minoritario se activa desde la periferia del sistema y desde el impulso conectivo del deseo, escapando de las identidades institucionalizadas o representativas y apelando, por el contrario, al agenciamiento o subjetivación que se produce en los vínculos, donde lo que nos es común, es decir, lo que conforma la comunidad, ya no viene dado por un origen, una familia, una identidad, sino que debe ser inventado constantemente. Esto último es sin duda la apuesta política que discurre en el trasfondo de la noción, la cual se cuela en la forma en que Lemebel plantea su práctica escrituraria como práctica eminentemente política.

En la medida en que el devenir atañe al plano de lo virtual en contraposición al de lo actual, dos categorías deleuzianas (2010) que sientan las perspectivas desde las cuales se conciben los procesos, se puede concluir que el devenir se halla en relación no con lo que ya se sabe que efectivamente los cuerpos hacen y pueden (lo que correspondería a la dimensión actual), sino con la proyección a futuro de su potencia no-programable. Es el plano de la potencialidad, la virtualidad de los cuerpos, el que absorbe las energías del juego político en la medida en que atañe a lo emergente e inesperado. Por ello, mientras el ejercicio del poder político de la Transición y de los gobiernos de la Concertación buscó centralmente limitar los desbordes como fuente de insubordinación de aquello que debía quedar silenciado y reprimido —las voces individuales de las memorias privadas— redireccionándolos en la conformación de “tribunales, comisiones y monumentos a los derechos humanos” (Richard, 2001: 31) para licuar de manera indolora la memoria y para que el consenso no peligrara, por el contrario, la escritura de Lemebel plantea radicalizar estos desbordes que se activan a partir del devenir minoritario de los cuerpos que convoca, de los géneros por los que transita participando y nunca clausurando, transgrediendo lo que puede ser dicho y cómo puede ser dicho y así reavivando y entrecruzando memorias y experiencias múltiples.

Si la Concertación, siguiendo a Nelly Richard (2001), buscó controlar los desbordes de los cuerpos y experiencias, los modos discordantes en que las subjetividades sociales rompen las filas de la identidad normada por el libreto político (28), buscó asimismo controlar el desborde de los nombres; “la peligrosa revuelta de las palabras que diseminan sus significaciones heterodoxas para nombrar lo oculto-reprimido fuera de las redes oficiales de designación” (28), y así, finalmente, controlar los desbordes de las memorias en tanto tumultuosas reinterpretaciones del pasado que mantienen el recuerdo de la historia abierto a una incesante pugna de lecturas y sentidos (28), es entonces que Lemebel, desde la escritura de la crónica como travestización, le disputa al poder hegemónico esa zona preciada de la virtualidad. En su escritura se halla la potencialidad del desencuadre con respecto al relato oficial mayor, puesto en marcha a partir de lo que el contacto entre los cuerpos viene a dar. Por ello, es esa zona la que puede ser capitalizada para la construcción de otro discurso y otra práctica política nueva en tanto todavía no está dado allí ningún sentido: aguarda la infinita posibilidad del acontecer y el devenir.

Si lo que pasa entre los cuerpos se dirime entre la herencia y el contagio, ambos como dimensión de lo común en tanto no reductible a un individuo o a un solo cuerpo, Lemebel preconiza el quiebre de y con lo hereditario (como soporte sanguíneo de la tradición y de lo que la sangre conserva en tanto transmitiría su legado sin restos o pérdidas) y propone el devenir como forma de contagio. En este sentido, las crónicas reunidas en el volumen Loco afán, gravitando todas ellas en torno al posicionamiento político que instaura el “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)” apuntan a la generación de lazos de comunidad que no pasan por la refrendación de una identidad nacional, que precisamente actúa al revés, expulsando a los personajes de estas crónicas —la loca, el roto, el mapuche, el seropositivo—, sino a partir de los lazos entre las locas contagiadas de Sida. A estas se las encuentra conviviendo en comunidades provisionales que funcionan como el reverso de la gran comunidad nacional, sin ningún vínculo más que su condición de resto o residuo social. Comunidades que no se presentan como un producto dado o resultado de un proyecto que se debe hacer, sino al contrario, como devenires múltiples de encuentros que hacen ser a quienes participan. La condición de seropositivo, de pobreza, vida lumpen, su entrecruzamiento corporal y discursivo con los desaparecidos de la ciudad y con la marginalidad indígena (como en el personaje de la Madonna mapuche) de quienes habitan estas comunidades fuera de los esencialismos de la identidad no redunda en el pensamiento de un malogro. Por el contrario, las locas portan una intensidad y un exceso de vida que no puede sino, justamente, contagiar a la escritura de humor, exuberancia barroca y potencia denuncialista.

En tanto restos execrables de una sociedad obnubilada con el “milagro chileno”, estos personajes impiden la totalización y el cierre de los sentidos en el pacto de consenso que la Transición democrática busca imponer, se resisten a conformar, como propone Mónica Cragnolini a propósito del pensamiento de la comunidad y el resto, “una respuesta que neutralice el conflicto” (2009: 22). De este modo, su no-pertenencia tampoco funciona como sustrato sobre el cual refundar otra comunidad aparte, sino como principio de alteración constante de la propiedad (la identidad propia, la nación propia, el pasado propio) en tanto este es el fundamento cohesivo de la pertenencia a una comunidad, corroyendo a la vez la idea misma de que una comunidad se funde en dichas relaciones de pertenencia y de que estas sean objeto susceptible de reificación política. Para escapar a estas fuerzas clasificadoras que buscan desplegar sus artilugios de control sobre la potencialidad del desborde, el cronista entrelaza estos (otros) cuerpos en el devenir minoritario de sus experiencias y sexualidades nómades al descentramiento (como actuación) híbrido y degenerante del género literario que les da hospedaje, disputando al poder la zona de la virtualidad, de lo no dado, para escribir un nuevo discurso político que no pase por la reducción del otro a una identidad representable según los cotos establecidos del discurso hegemónico y sus moldes expresivos. Lo que procura el cronista es una hablar “por mi diferencia” (2000: 221), como indica el subtítulo de su Manifiesto. Es decir, en un marco de creciente uniformización de las prácticas y los discursos suscitado por el multiculturalismo neoliberal, hace de la diferencia un punto de fuga, donde se pasa por ella para hablar y, a la vez, ella pasa por el cuerpo: la diferencia en tanto lo irreductible, el no poder hablar más que por medio de la incomodidad del disenso. De este modo, se conforma en las crónicas de Lemebel una verdadera “comunidad del resto”, tal como la entiende Cragnolini de la mano de los aportes derrideanos:

La idea de comunidad del resto implica asumir la no representabilidad de la política, lo que supone afirmar, asimismo, el no cierre del otro en figuras atrapables y dominables por una subjetividad representativa. Que el otro no sea representable significa que el otro no es apropiable, que no es reductible a un número en un programa o proyecto, que es una singularidad que excede, excedencia de sentido con respecto a todo programa. (Cragnolini, 2009: 23)

Aunque el ejercicio del poder siempre exige el sacrificio (sacrificar algo de la subjetividad en el compost social, sacrificar la diferencia para que la ley funcione, tanto la ley del género como la ley del Estado que pacta el paso de la dictadura a la democracia a través del consenso, como sostiene Nelly Richard, sacrificando la memoria privada de los des-acuerdos [29]), sin embargo, también hay un resto que resiste. Con ese material que resta Lemebel construye su posición enunciativa antagónica al statu quo para actuar el género de la crónica reescribiendo en paralelo lo común. Es allí donde desarticula la urdimbre de la herencia como referente de una propiedad transmisible, refrendadora de la comunidad y del individuo consigo mismos, sujetadora del sentido en tanto compele a la repetición, y activa, por el contrario, la dimensión vinculante e imprevisible del contagio presente en la horizontalidad del deseo y de la enfermedad, presente asimismo en la lógica de la mezcla de géneros que pone en funcionamiento la crónica.

En este sentido antifiliatorio —escurriéndose de la familia paterna como también de la familia literaria— y antigenealógico, es decir, no (re)produciendo relaciones identitarias ni legados que compelen hacia la legitimación en un origen, sino invocando la bastardía compartida entre el apellido materno y la crónica como género menor no fichado por las próstatas locales, Lemebel actúa el género desde la inventiva constante de la travestidura que se vuelca en la creatividad política del cuerpo que desarma toda identificación anatomista, y en los cruces inesperados de géneros literarios que surgen al compás del movimiento corporal como la bitácora ardiente.

La genericidad nunca se encuentra acabada o completa, ni la de los cuerpos ni la de los textos: esta siempre se nos ofrece como una “parada sexual” (Lemebel, 2003: s/n) en tanto pose efímera y abierta al futuro no programable donde quepan tantas sexualidades y así tantos géneros (literarios) “como personas conozca” (2003: s/n). Y en ese devenir no calculable de los cuerpos y de los textos que estos escriben a través del mutuo entrelazamiento regido por el deseo, Lemebel ve la estrategia política para enfrentar la neutralización progresiva de la disidencia llevada a cabo por las políticas de la tolerancia y la integración multiculturalista que instauran los gobiernos de la Concertación, las que tendrán como consecuencia, según Lemebel, que el movimiento homosexual chileno “se aburguese 'cerdamente' en la obsesión eunuca de su 'matrimonia' gay. Emparejándo[se] con la derecha chilena en sus tibias demandas liberales” (2012: s/n). En contraposición, la invención constante de lo común para rearmar la comunidad desde los lazos afectivos se desmarca de las políticas identitarias decantadas de las instituciones de “rancia parentad” (2004: s/n).

Confrontando, seduciendo, desarmando “los falos coronados con laureles de la poesía” o los “géneros sacralizados del canon literario” (2003: s/n), su degenerada crónica marucha constituye una apropiación singularísima y politizada del género, fraguada en torno al descentramiento al que habilita su hibridez, en tanto trazos de un devenir minoritario en pos de construir un espacio enunciativo político de resistencia a las múltiples reducciones institucionales que acechan y pretenden normativizar y disciplinar las expresividades disidentes de los cuerpos y sus escrituras.

 


 

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Notas

[1] Según relata Lemebel, fue un invento de su abuela cuando se escapa de su casa.

[2] En 1968. Tzvetan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica dejaba asentado, en el primer capítulo titulado "Los géneros literarios", esta separación considerando que, mientras en el "reino natural" el nacimiento de un ser diferente no modifica a la especie, por el contrario, en el arte "toda obra modifica el conjunto de las posibilidades; cada nuevo ejemplo modifica la especie" (12)

 

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LA “CRÓNICA MARUCHA” DE PEDRO LEMEBEL. ACTUAR EL/DESDE EL GÉNERO
Por María José Sabo
En "Ficciones críticas: escrituras latinoamericanas contemporáneas"
Roxana Patiño / Nancy Calomarde, Editoras.
Editorial Universitaria Villa María, Córdoba, Argentina. 2021